Del papel que juegan los medios de comunicación a la hora de «edificar» la llamada opinión pública, de «crear» opinión, no va a aparecer, probablemente, un mejor ejemplo que el que en estos días nos brindaban tras el fallecimiento del Papa Wotjila y el nombramiento del Papa Ratzinger. El Papa Juan Pablo II murió en […]
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Del papel que juegan los medios de comunicación a la hora de «edificar» la llamada opinión pública, de «crear» opinión, no va a aparecer, probablemente, un mejor ejemplo que el que en estos días nos brindaban tras el fallecimiento del Papa Wotjila y el nombramiento del Papa Ratzinger.
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El Papa Juan Pablo II murió en olor de multitud, registrándose las más grandes concentraciones de duelo que se recuerden, las más largas manifestaciones de dolor. Ningún Papa antes había concitado tantos titulares, tanta atención.
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En apenas días, los medios de comunicación desaparecieron de la biografía de Juan Pablo II algunos aspectos muy poco edificantes de su pontificado, ennobleciendo la dignidad del difunto hasta hacer posible su nominación a mayores glorias.
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Bastaría que hiciéramos algo de memoria sobre los muchos recientes titulares de prensa referidos a la vida y muerte de Juan Pablo II, que recordáramos algunos de los comentarios hechos sobre su persona a través de la radio y la televisión, para descubrir hasta qué punto se asociaron al nombre del papa desaparecido conceptos como: paz, pobreza o misericordia.
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De hecho, el mismo día de su muerte ya era un clamor popular la solicitud de que se le elevara a los altares y una semana más tarde había una docena de testigos, incluyendo cardenales, que confirmaban haber sido bendecidos con los milagros del santo Papa.
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La elección como Papa del cardenal Joseph Ratzinger no parece haber levantado demasiadas expectativas ni emociones, ni siquiera entre la propia iglesia alemana en la que no se respaldó la elección de su compatriota.
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Al margen de oscuros pasados que situarían a su santidad Benedicto XVI haciendo el paso de la oca cuando era joven y todavía no había descubierto su vocación religiosa, hace años que este Papa tiene ganado el sobrenombre, entre otros, de «Cardenal NO» por la facilidad con que enarbola esta respuesta ante cualquier solicitud de apertura en la iglesia, ante cualquier demanda de una mayor libertad y democracia en la curia romana. No a los preservativos, no al aborto, no a la educación sexual, no a la presencia de la mujer en la iglesia, no a la teología de la liberación, no a cualquier asomo de adecuación a un milenio y pensamiento nuevo, mientras ganan enteros las finanzas del Banco del Espíritu Santo, ante las que sí se practica la renovación y el modernismo, y de otros lucrativos negocios de muy diversa naturaleza, para nada «ortodoxos» en manos de la Iglesia con los que ni hay contradicción ni se escucha el común «no».
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Nadie en sus cabales asociaría a Benedicto XVI con: paz, pobreza o misericordia. Al menos, no mientras los medios no pongan manos a la obra y retoquen y pulan la imagen de San Benedicto XVI
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Pero lo que llama la atención frente a dos perfiles de opinión tan diferentes, frente a dos semblanzas tan alejadas como las que los medios construyeran de Juan Pablo II y hoy presentan de Benedicto XVI, es que un Papa es la continuación del otro.
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El cardenal Ratzinger fue el poder detrás del trono, la mano derecha de Juan Pablo II, el pensador que en las sombras sugiere y determina, la otra cara de Wotjila.
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Tan Juan Pablo es Benedicto como Benedicto es Juan Pablo. Las posibles diferencias entre ellos son tan sutiles que ni importancia tendría detenerse en ellas y, sin embargo, el fervor popular de uno y otro y sus características no guardan relación alguna.
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La diferencia debe cargarse a la cuenta del poder de esos medios de comunicación, verdaderos maestros en las artes de tocar campanas.