El 8 de marzo de 1857 un grupo de obreras textiles recorría los barrios más ricos de Nueva York. Protestaban por sus condiciones laborales. El 8 de marzo de 1908, 146 obreras morían en un incendio provocado en la fábrica Cotton de Nueva York. Desde entonces, el 8 de marzo se conmemora el Día Internacional […]
El 8 de marzo de 1857 un grupo de obreras textiles recorría los barrios más ricos de Nueva York. Protestaban por sus condiciones laborales. El 8 de marzo de 1908, 146 obreras morían en un incendio provocado en la fábrica Cotton de Nueva York. Desde entonces, el 8 de marzo se conmemora el Día Internacional de la Mujer Trabajadora. A mediados del siglo XIX y durante las primeras décadas del XX, las trabajadoras de EE UU y Europa reclamaban una jornada laboral de 10 horas, permisos de maternidad y lactancia, la prohibición del trabajo infantil, el derecho a una formación profesional y a formar parte de un sindicato. El siglo XIX dejaba acuñado el término capitalismo manchesteriano. El prototipo de un capitalismo en estado puro, de explotación salvaje, que había caracterizado la actividad fabril de la ciudad inglesa. En 2013 Manchester está en Bangladesh.
Mientras las firmas internacionales de moda y las grandes cadenas de distribución seducen a su clientela con la actualización constante de sus diseños y los bajos precios de sus productos, obreras de China, Marruecos, Bangladesh, Honduras o Rumanía viven rodeadas de prendas de ropa que confeccionan durante más de 12 horas diarias, a cambio de salarios que apenas cubren sus necesidades más básicas.
La deslocalización de la producción de ropa a países económicamente empobrecidos se aceleró en los años 90, momento en el que se consolidó un modelo de negocio caracterizado por la subcontratación de proveedores. Las grandes marcas, que en el pasado producían su propia ropa, pasan a ser empresas que diseñan, distribuyen y comercializan prendas fabricadas en todo el mundo, en talleres y fábricas que son propiedad de terceros. Para competir en este sistema, que externaliza los costes laborales en países con mano de obra barata, las pequeñas firmas de moda también se asocian y adoptan el mismo modelo de negocio. El gran éxito de firmas internacionales como H&M o Zara (del grupo Inditex) no se entendería sin el abaratamiento del coste de sus productos a partir de la deslocalización de buena parte del proceso de manufactura.
Décadas Deslocalizado
La primera gran oleada de deslocalizaciones del sector de la confección se produjo en los 70 y tuvo como países receptores Corea del Sur, Taiwán, Singapur, Hong Kong y Túnez. La entrada de ropa barata en los mercados occidentales motivó que en 1974 se firmara el Acuerdo Multifibras (AMF), que establecía un sistema de cuotas y límites. Lejos de suponer una limitación a la globalización de la moda, la AMF provocó que las firmas internacionales buscaran proveedores en otros países que no estuvieran incluidos en el sistema de cuotas.
En los años 80, una segunda oleada deslocalizadora abandona los «tigres asiáticos» y se desplaza a países como Sri Lanka, Filipinas, Bangladesh, Tailandia e Indonesia. Mientras América Central y México pasan a ser áreas clave para proveer de ropa las tiendas estadounidenses, Turquía, Túnez y Marruecos se convierten en los talleres de costura del mercado europeo. A finales de los 90 entran en escena otros países productores, como Botswana, Kenia, Tanzania, Uganda, Camboya, Laos o Birmania.
Los últimos países elegidos en la periferia los últimos años se caracterizan además por un patrón común: están fuertemente endeudados con la banca privada y con el Fondo Monetario Internacioanl (FMI) y el Banco Mundial (BM), que les han impuesto planes de ajuste orientados a la exportación y la mejora de la competitividad. Es decir, de una mayor explotación. La industria de la moda, además, impide el desarrollo: se les encarga a estos países la parte con menor valor añadido del mercado legal, se les impone un sistema de acuerdos internacionales donde siempre son los débiles y el movimiento obrero debe enfrentarse constantemente a la amenaza de la deslocalización[1].
Esclavitud en la industria textil
Desde mediados de los 90 numerosas plataformas y organizaciones sociales vienen denunciando la explotación laboral y haciendo frente al silencio mediático que rodea el negocio de la confección textil bajo la globalización. A pesar de más de 25 años de trabajo de redes consolidadas como la Campaña Ropa Limpia internacional y de «compromisos» públicos de las grandes firmas internacionales (en reacción a las denuncias realizadas), hoy nos seguimos encontrando las mismas situaciones que en los 90.
La amenaza constante de cierre y de deslocalizaciones y la debilidad de los movimientos obreros en los países productores sigue contribuyendo a que la realidad escondida tras el glamour que nos venden deportistas de élite, modelos y diseñadores se quede en Marruecos, en China o Bangladesh. El sector global de la confección continúa nutriéndose del trabajo de millones de personas que viven en la pobreza a pesar de hacer largas jornadas laborales. Las prácticas de compra de las marcas, derivadas del modelo de producción, consumo y comercio internacional, se encuentran en la raíz de las condiciones de trabajo y de vida de las trabajadoras.
Para las personas que trabajan en la industria de la confección global, cobrar un salario que permita cubrir sus necesidades con un mínimo de dignidad se ha convertido en su mayor preocupación. Es un sector que tradicionalmente se caracteriza por condiciones pésimas y una de las retribuciones salariales más bajas del mundo, con consecuencias directas que se derivan de ello: largas jornadas de trabajo, desestructuración familiar, asunción de deudas impagables, malnutrición de niños y adultos y, en definitiva, unos costos incuantificables en forma de sufrimiento humano. Todo ello, vulnerando derechos fundamentales, como el artículo 23 de la Declaración Universal de Derechos Humanos relativo a una remuneración equitativa y satisfactoria, o las disposiciones de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que afirma que «el salario mínimo legal debería constituir un elemento clave en las políticas para eliminar la pobreza y asegurar las necesidades de las personas trabajadoras y de sus familias».
Casi todos los países tienen establecidos salarios mínimos legales pero, con el fin de atraer la inversión extranjera, los gobiernos fijan los mínimos muy por debajo de los niveles de subsistencia. En consecuencia, en algunos países, los salarios mínimos no alcanzan los umbrales de pobreza absoluta internacionalmente aceptados. En Bangladesh no llega a un dólar diario, y en la India, Sri Lanka, Vietnam, Pakistán y Camboya, se sitúa entre los dos y los cuatro dólares diarios. Salarios imposibles para garantizar necesidades básicas como son la alimentación, la vivienda, la ropa y servicios imprescindibles como la educación, la salud o el transporte.
La carestía de la vida de ha agravado, además, bajo un contexto de subida de precios de los productos básicos que ha mermado el poder adquisitivo, más aún cuando buena parte de los salarios está destinada a la alimentación. Una mujer de Indonesia que trabajaba para un proveedor de Nike, Reebok y Walmart comentaba en una entrevista realizada en 2009: «Hay aumentos del salario mínimo, pero el coste de la vida aumenta más rápido. Para empeorar la situación, desde hace poco, la empresa ya no nos subvenciona el transporte ni la comida». En Bangalore, India, hay un sistema trianual de revisión salarial, pero el salario real ha disminuido un diez por ciento en los últimos 15 años. En Tailandia, los salarios aumentaron únicamente 18 bath (38 céntimos de euro) entre 1997 y 2005. En Vietnam y China los sueldos estuvieron congelados durante más de una década[2].
La peor situación, en este sentido, es la de Bangladesh. El Producto Interior Bruto (PIB) de Bangladesh crece a un ritmo del cinco por ciento desde 1990, según el Banco Mundial, y se ha convertido en el tercer exportador internacional de ropa. En el país hay más de 4.000 fábricas de ropa y confección donde trabajan más de tres millones de personas, la gran mayoría mujeres. El elemento clave de este crecimiento ha sido la gran disponibilidad de mano de obra extremadamente barata debido a la pobreza y la escasa regulación de los derechos laborales.
Los salarios más bajos del mundo conviven con una alta inflación que genera un rápido empobrecimiento de los obreros y las obreras. El salario mínimo legal estuvo congelado desde 1994 hasta 2006 mientras la inflación registró tasas del cuatro y el cinco por ciento anuales. El incremento del salario mínimo de 930 taka a 1.662,5 taka mensuales (unos 18 euros), en 2006, fue el resultado de manifestaciones multitudinarias y de una ola de revueltas urbanas que recibieron una fuerte represión policial. La triplicación del precio del arroz registrada en 2008 inutilizó, sin embargo, el incremento de 2006 y generó una nueva ola de movilizaciones fuertemente represaliada. En 2010 el gobierno fijó un salario mínimo de 3.000 taka (unos 32 euros) mensuales[3]. Las movivilizaciones de obreros y obreras no han parado, pero la represión tampoco. Doble impacto tiene ésta sobre las mujeres trabajadoras, que son las que sufren las peores consecuencias según la OIT: «salarios bajos, más horas de trabajo, frecuentemente temporal y en negro, prolongando aún más sus largas jornadas laborales».
Agotamiento interminable
Las jornadas de la industria de la confección se alargan hasta las 12 o 14 horas diarias. Algunos fabricantes incluso encadenan varios turnos en momentos de mucho trabajo o para hacer frente a plazos de entrega muy cortos. Las trabajadoras no pueden negarse porque su salario base no es suficiente para cubrir las necesidades más básicas y para mantener una familia. Extorsionando la pobreza, las trabajadoras aceptan la sobreexplotación, ven dañada su salud y pierden la posibilidad de formarse, de educar a los hijos, de alcanzar una vida digna.
Tras años trabajando en habitaciones pequeñas, mal iluminadas, sin ventilación, respirando polvo y partículas en suspensión y en posiciones corporales inadecuadas mantenidas durante muchas horas, sufren fatiga visual y lesiones y desarrollan numerosas enfermedades. Sin seguro médico ni cobertura o subsidio por baja.
La investigación realizada por la Campaña Ropa Limpia en Tánger en 2011 mostraba cómo en Marruecos, dónde la mayor parte de las firmas españolas tienen fábricas proveedoras, lo común es que las obreras realicen jornadas de más de 55 horas semanales, excediendo de forma sistemática el límite legal del país[4]. Otra investigación realizada en Bangladesh, India, Tailandia y Camboya en 2008[5], centrada en fábricas proveedoras de grandes cadenas de distribución como Lidl, Aldi, Tesco, Walmart y Carrefour, apuntaba que las jornadas laborales raramente eran inferiores a las 10 horas diarias en semanas de trabajo de seis días.
Represión sindical y dificultades para la negociación colectiva
A pesar de la libertad de asociación y de negociación colectiva son dos derechos fundamentales, establecidos por la OIT y definidos como «derechos habilitantes» (es decir, que su ejercicio es necesario para que otros derechos sean respetados), su defensa y protección es una tarea imposible. A los y las trabajadoras se les niega abiertamente la posibilidad de sindicarse.
En muchos de los países productores de ropa, los gobiernos restringen, dificultan e, incluso, prohiben los sindicatos independientes y la negociación colectiva, todo ello en un contexto de sobreexplotación laboral. Las y los empresarios, a su vez, recurren si es necesario a la intimidación, los despidos, las listas negras y, a menudo, a la violencia física. Es práctica extendida la creación de listas compartidas sobre sindicalistas.
Nuevas formas de lucha
Pero las trabajadoras buscan maneras de organizarse y luchar para mejorar sus condiciones. La Federación Sindical Internacional de Trabajadores/as del Textil, la Confección y el Cuero (ITGLWF, por sus siglas en inglés) cuenta con 217 organizaciones afiliadas de 110 países[6]. El contexto internacional de ofensiva neoliberal ha limitado mucho el poder de negociación de los sindicatos. El empresariado local dispone de márgenes impuestos muy cortos para aceptar salarios más altos y está sometido a fuertes presiones de las firmas internacionales. Ante la posibilidad de perder sus beneficios, traslada la presión a las personas trabajadoras. Y la amenaza de la deslocalización y del cierre de los centros de trabajo opera como el argumento más utilizado para fomentar la desmovilización.
En Bangladesh, por seguir con el ejemplo que nos ocupaba en párrafos anteriores, los pequeños avances logrados en la remuneración de las personas trabajadoras se han conseguido en un contexto de brutal represión gubernamental y empresarial. En enero de 2007, se decretó el estado de excepción, que ha intensificado las limitaciones a las libertades de reunión y de expresión y ha dado cobertura a la persecución, detención y tortura de cientos de activistas y líderes sindicales. La Campaña Ropa Limpia ha impulsado diversas acciones de solidaridad internacional con las personas detenidas y, en especial, con los miembros del BCWS (siglas inglesas del Centro de Solidaridad con los Trabajadores y trabajadoras de Bangladesh) Aminul Islam y Kalpona Arkter, que en agosto de 2010 fueron encarcelados y torturados durante 30 días debido a las denuncias de varios empresarios propietarios de fábricas proveedoras de empresas como WalMart, Carrefour o H&M. Aunque los dos fueron liberados, el 10 de abril de 2012 Aminul Islam apareció muerto con signos de tortura.
Frente a unos mercados laborales salvajes que esclavizan a las legiones de obreras procedentes de zonas rurales en profunda crisis, aumentan los movimientos de obreras que exploran nuevas formas organizativas y que se apoyan en la solidaridad internacional para abrir brechas de resistencia. Al mismo tiempo, y quizás en parte porque los sindicatos marginan sistemáticamente a las mujeres y no logran tener una presencia relevante en un sector tan feminizado como el de la confección, crecen las organizaciones localizadas en los barrios que agrupan a trabajadoras que no comparten necesariamente centro de empleo pero sí tienen situaciones laborales y personales similares.
La colaboración entre este tipo de movimientos y las campañas internacionales que trasladan a las consumidoras y a los consumidores la realidad de los centros de producción es la vía de presión a las marcas internacionales que ha permitido conseguir numerosas victorias en casos puntuales de represión sindical en muchos países productores de ropa. Victorias que, lejos de reconocer un compromiso real de las empresas transnacionales por impulsar cambios estructurales en el sector, se convierten en imprescindibles para mantener y reproducir los núcleos de lucha presentes en todos y cada uno de los lugares donde las obreras sufren explotación.
NOTAS:
- Sales, Albert (2011): Moda: industria y derechos laborales, SETEM, Campaña Ropa Limpia, Barcelona.
- Merk, Jeroen (2010): Tejiendo salarios dignos en el mundo, SETEM, Campaña Ropa Limpia, Madrid.
- Alam, Khorshed (2012): Stitched Up. Women workers in the Bangladeshi garment sector, War on Want, London.
- Sales, Albert; Piñeiro, Eloísa (2011): La moda española en Tánger: trabajo y supervivencia de las obreras de la confección, SETEM, Campaña Ropa Limpia, Barcelona.
- Campaña Ropa Limpia (2009): Pasen por caja, SETEM, Barcelona.
- Ver la web de la federación ITGLWF (International Textile, Garment and Leather Workers Federation): www.itglwf.org.
Albert Sales i Campos, sociólogo y polítologo, es activista de la Campaña Ropa Limpia y miembro del Colectivo RETS.
Este artículo ha sido publicado en el nº 55 de Pueblos – Revista de Información y Debate – Primer trimestre de 2013.