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Tíbet

Maquinación y mentira

Fuentes: El Viejo Topo

El 15 de marzo pasado, los medios de comunicación internacionales publicaban las primeras noticias sobre una revuelta en el Tíbet, la región china del Himalaya. Sus informaciones daban cuenta de que se habían producido dos muertos en Lhasa, la capital tibetana, sin precisar las circunstancias, aunque sugiriendo que la causa era la represión ordenada por […]

El 15 de marzo pasado, los medios de comunicación internacionales publicaban las primeras noticias sobre una revuelta en el Tíbet, la región china del Himalaya. Sus informaciones daban cuenta de que se habían producido dos muertos en Lhasa, la capital tibetana, sin precisar las circunstancias, aunque sugiriendo que la causa era la represión ordenada por el gobierno chino ante las protestas. A partir de esos datos confusos, aumentando el número de víctimas según trascurrían las horas, la maquinaria de la gran prensa conservadora internacional inundó el mundo de noticias sobre la supuesta matanza perpetrada por China.

Sin contrastar fuentes, distintos medios internacionales llegaron a hablar de «cientos de muertos» en el Tíbet, como hicieron el diario El Mundo, de Madrid, o La Nación, de Buenos Aires, entre muchos otros, sin que después se sintieran obligados a rectificar. Otros diarios, más sutiles, sugerían cifras de muertos semejantes pero sin llegar a afirmarlo. La información televisiva siguió los mismos patrones. La CNN norteamericana y la BBC británica, por ejemplo, difundieron información falsa, procedente de los círculos del Dalai Lama. Éste, acusó públicamente a China de haber asesinado fríamente a cien tibetanos, e incluso llegó a afirmar que disponía de pruebas de que la violencia que se desató en Katmandú, capital del Nepal, en las protestas de grupos de monjes tibetanos, fue causada por agentes chinos «para crear tensiones entre nepalíes y tibetanos». Hasta la fecha, el Dalai Lama no ha mostrado las supuestas pruebas. El Mundo, pese a las evidencias contrarias, seguía hablando días después de «manifestaciones pacíficas» en Lhasa, en abierta contradicción con las escenas de destrucción que, era obvio, habían sido causadas por los tibetanos lamaístas. France Presse se hacía eco y hablaba de tres muertos por los disparos de la policía, basándose en fuentes que citaba como «un residente y dos grupos de activistas», sin mayores precisiones.

Radio Free Asia, una emisora ligada a la CIA norteamericana, anunció que la policía china había disparado y asesinado en las calles a casi cien manifestantes, llegando al extremo de inventar supuestos testigos de la matanza que, por supuesto, nadie conoce hasta hoy. La ola de mentiras fue incontenible. La campaña estaba lanzada: publicaciones sensacionalistas como el Bild alemán hablaban de «varios cientos de muertos en Lhasa». La prensa norteamericana no se quedó atrás, llegando a especular con «miles de muertos» en Lhasa a manos de la policía china. No había límites para la mentira. Así, la agencia de noticias Europa Press y el diario La Vanguardia, de Barcelona, se hacían eco, el 28 de marzo, de una «noticia» (que fechaban en Pekín, aunque la publicaba el diario norteamericano Epoch Times, que a su vez se remitía a unas supuestas informaciones de los servicios secretos británicos) que denunciaba la responsabilidad del ejército chino en la revuelta del 14 de marzo. Según esa información, los militares chinos habrían utilizado agentes para desatar la violencia y disponer así de una excusa para reprimir después a la población tibetana. La noticia alegaba que los servicios secretos británicos ¡habían desplazado sus satélites para seguir la situación en Lhasa y que las imágenes captadas desde el espacio «demostraban» que el ejército chino había utilizado alborotadores para iniciar los disturbios! Por supuesto, nadie ha visto después esas imágenes, y La Vanguardia se abstuvo de informar a sus lectores que Epoch Times es un diario de la secta religiosa Falun Gong cuyas páginas están llenas de disparatadas y constantes acusaciones a China, que incluyen la comisión de decenas de miles de asesinatos para la venta de órganos humanos, su aspiración a arrasar con armas nucleares Estados Unidos y Japón y la preparación de la invasión de Australia, entre otras fechorías.

El Tibetan Centre for Human Rights and Democracy , TCHRD, una organización que tiene también su sede en Dharamsala (la ciudad india donde se instaló el Dalai Lama tras ser derrotada en 1959 la insurrección de los monjes tibetanos), difundió a través de Internet truculentas fotografías de quince cadáveres, afirmando que eran la prueba de que la policía china había disparado contra los manifestantes en Ngaba, en la provincia de Sichuan, el 16 de marzo de 2008 . Tampoco explicaba cómo disponía de esas imágenes, tomadas en tanatorios, obtenidas en una ciudad china fuera del Tíbet, supuestamente muy controlada por las autoridades chinas: todo semejaba un montaje. Pese a contar con esas supuestas pruebas, el TCHRD todavía no ha sido capaz de facilitar los nombres de los supuestos fallecidos, donde residían, ni tampoco los lugares donde murieron. En días posteriores, y con la misma falta de rigor, los servicios del Dalai Lama aumentaron las cifras de muertos hasta 140, siempre achacándolas a la supuesta represión china. Semanas después de la provocación del 14 de marzo, ni el Dalai Lama, ni su «gobierno en el exilio», ni tampoco otras fuentes, han podido aportar la más mínima prueba de ello, ni ninguna relación de nombres de los supuestos muertos causados por la policía china, ni pruebas documentales o gráficas que avalen las acusaciones.

Pekín sostuvo desde el primer momento que el Dalai Lama estaba detrás de la provocación, aunque algunos analistas intentan alejarlo de la responsabilidad insistiendo en que su apuesta por la vía pacífica no es entendida por las nuevas generaciones de tibetanos, que, así, habrían recurrido a la violencia en Lhasa. En abierta contradicción con los hechos, el Dalai Lama, que denunció el «gobierno del terror» chino y el «genocidio cultural» (una tramposa y equívoca formulación destinada a hacer circular en el mundo la idea de que se está perpetrando un genocidio real contra la población tibetana), ha insistido en la pacífica postura que, según él, mantienen los monjes tibetanos, aunque se traicionó cuando amenazó con dimitir de su responsabilidad política y religiosa «si no se detenía la violencia». Era obvio que esas palabras iban dirigidas a la opinión pública mundial, pero calificaban inadvertidamente a sus seguidores puesto que era evidente que si la violencia hubiera partido de las autoridades chinas no tendría sentido esa amenaza de dimisión del Dalai Lama.

Por el contrario, las fuentes más fiables confirman que las protestas fueron organizadas y coordinadas por los monjes desde los monasterios tibetanos, para que sirvieran de espoleta que activase la bomba contra los Juegos Olímpicos de Pekín. La provocación cogió por sorpresa a las fuerzas de seguridad de Lhasa, que no pudieron impedir los incendios y saqueos causados por los manifestantes. Disponemos, además, de numerosas imágenes que documentan la extrema violencia de los seguidores del Dalai Lama, los asaltos a comercios, el linchamiento de ciudadanos chinos, el asesinato, el pillaje, el incendio de centenares de edificios y el vandalismo y fanatismo que mostraron en la provocación del 14 de marzo en Lhasa: es significativo ver las escenas de monjes lamaístas asaltando tiendas. Dejaron en la capital del Tíbet un panorama desolador. Fue, además, una revuelta racista.

Como era previsible, las reacciones no se hicieron esperar: sin tiempo material para conocer la realidad de los hechos, los grandes medios de comunicación y numerosos políticos conservadores, descubriéndose un corazón de filántropos, de amantes del Tíbet, se lanzaron al acoso a China. Así, Bernard Kouchner, ministro de Asuntos Exteriores francés de Sarkozy, declaró el día 15 de marzo que la Unión Europea tenía que aprobar una resolución de condena a China, y dos días después mantuvo que la Unión Europea debía boicotear la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Pekín. Curiosamente, a Kouchner, a quien no se le ocurrió calificar de «manifestaciones pacíficas» los recientes disturbios de la periferia de París (mucho menos furiosos que los sucesos de Lhasa), lo hacía ahora con las violentas manifestaciones de lamaístas tibetanos de Lhasa. Lo mismo hizo Reporters sans frontières, dirigida por el turbio Robert Ménard, quien ha reconocido que su organización está financiada por Washington, y que desarrolla una activa campaña contra China y contra los Juegos Olímpicos de Pekín.

Con habilidad, dejando que fueran otros quienes encabezaran las acusaciones a China, el gobierno norteamericano asentía al espectáculo creado por los medios de comunicación internacionales. Así, Condoleezza Rice exigió al ministro chino de Asuntos Exteriores, Yang Jiechi, que China moderase su acción contra manifestantes y que «dialogase» con el Dalai Lama. Bush llamó por teléfono al presidente chino Hu Jintao y «expresó su preocupación por el Tíbet». Por su parte, Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes norteamericana, exigió una «investigación internacional sobre lo ocurrido en el Tíbet» durante una visita de apoyo al Dalai Lama acompañada de otros parlamentarios estadounidenses, a sabiendas de que ningún país aceptaría una intromisión semejante en su soberanía: era una declaración hecha para crear más tensión. A su vez, el presidente del Parlamento europeo, Hans-Gert Poettering, un democristiano alemán del partido de Angela Merkel, lanzó la propuesta de boicot a los Juegos Olímpicos, que el propio presidente francés, Sarkozy, «no descartaba». No era nada nuevo. Ya en 2001, el Parlamento Europeo se mostró contrario a la celebración de los Juegos Olímpicos en Pekín a causa de «la represión en el Tíbet, Uiguristán y la Mongolia Interior», azuzando de hecho el irredentismo político en esas regiones chinas.

En ayuda de esas voces, y a iniciativa del siempre disponible Elie Wiesel desde Estados Unidos, acudieron veintiséis personas galardonadas con el Premio Nobel que denunciaban «la violenta represión del gobierno chino» y hablaban, negando la verdad, de «manifestantes pacíficos y desarmados». Poco después, Václav Havel, portavoz de los círculos intelectuales europeos más atlantistas y pronorteamericanos, encabezaba una declaración pública llamando a «replantearse» los Juegos Olímpicos de Pekín. Le acompañaban en el manifiesto el filósofo francés André Glucksmann, antiguo extremista de izquierda y hoy paladín del intervencionismo militar norteamericano; el presidente de la Sudáfrica racista, Frederik de Klerk, y un príncipe jordano, Hassan Ben Talal, además de Karen Schwarzenberg, ministro checo de Asuntos Exteriores, también partidario de un mayor protagonismo norteamericano en Europa y en el mundo. Dirigentes socialistas franceses exigieron también contundencia, y los verdes europeos condenaron «la brutal represión china». Incluso los trotskistas y el PCF de Marie-George Buffet mordieron el anzuelo, condenando «la represión». Por si faltaran voces, algunos intelectuales liberales, como Timothy Garton Ash, llegaron al extremo de exigir que el Dalai Lama fuese recibido por los presidentes de todos los países europeos, como una forma de presión hacia el gobierno chino, alegando que quería una China moderna «pero no sobre los cadáveres de los monjes budistas». Para sus propósitos no importaba que nadie hubiese visto ni encontrado, en parte alguna, cadáveres de monjes tibetanos: la maquinaria propagandística ya estaba en marcha. Diarios como el Sunday Times, equipararon los Juegos Olímpicos de Pekín «con los de Hitler».

La defensa implícita de la independencia del Tíbet era una pieza más de la maquinación y la farsa, realizada en Europa o Estados Unidos por responsables políticos e intelectuales conservadores que considerarían absurdo mantener la misma posición con respecto a Puerto Rico para que consiguiera su independencia de los Estados Unidos. La ola creció. Diecinueve embajadas y consulados chinos (en Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Alemania, Australia, Holanda, Canadá, India, Holanda, Bélgica) fueron atacados, en violación de las Convenciones de Viena, por defensores de la «independencia del Tíbet». En algunos casos, llegaron a penetrar en las embajadas, rompiendo con facilidad las barreras policiales. Sarkozy, convertido en el ariete de occidente, ha llegado a poner condiciones a China para asistir a los Juegos Olímpicos. La campaña contra China ya no se va a detener.

En realidad, y como sabemos ahora, las protestas comenzaron en los monasterios Drepung, Ganden y Sera el día 10 de marzo y, cuatro días después, el 14, los grupos de monjes lamaístas y de exaltados manifestantes chinos tibetanos iniciaron en Lhasa un feroz pogromo racista contra ciudadanos chinos han y contra miembros de la minoría musulmana (semejante a los pogromos que sufrieron los judíos en Europa, antes de la II Guerra Mundial) con el resultado de 19 personas asesinadas; entre ellas, un policía. La provocación sorprendió a las autoridades y la policía se enfrentó al caos sin medios adecuados, también sin armas de fuego, incapaz de detener una vorágine destructora que sumió a Lhasa en el caos: los seguidores del Dalai Lama incendiaron la compañía eléctrica, dejando sin suministro a la ciudad. Las escenas fueron dantescas: un turista danés, cuyo testimonio recogió el diario danés Politiken, fue testigo del linchamiento hasta la muerte de dos ciudadanos chinos han por parte de monjes y jóvenes tibetanos. La ferocidad de los manifestantes fue tal que más de doscientos policías resultaron heridos, de los que una veintena fueron ingresados en estado crítico en hospitales. Además, casi cuatrocientos civiles resultaron heridos, y fue particularmente atroz la muerte de cinco jóvenes trabajadoras, abrasadas en un incendio provocado por los seguidores del Dalai Lama. Más de cuatrocientas tiendas y comercios fueron quemados o saqueados, y se destruyeron siete escuelas y seis hospitales, así como decenas de vehículos. Es obvio que la mayoría de la población tibetana no tuvo nada que ver con esa siniestra explosión de odio contra chinos han y musulmanes. El Panchen Lama, Gyaincain Norbu, condenó el sabotaje de los manifestantes, gesto que los seguidores del Dalai Lama rechazaron, recurriendo al expediente de ignorar los hechos y acusando al Panchen Lama de seguir los dictados de Pekín. A finales de marzo, los autores de varios incendios en Lhasa, que causaron la muerte de doce personas, habían sido detenidos por las autoridades chinas. Sin embargo, la campaña mundial siguió en los mismos términos, y, a principios de abril, de nuevo la prensa mundial informaba de más muertos, ahora en Sichuan. Repetir la mentira mil veces la convierte en verdad: a esas alturas, las cifras facilitadas por el Dalai Lama, las supuestas 140 víctimas, eran ya, para la prensa internacional, una realidad demostrada, y las personas que habían sido asesinadas por los seguidores del Dalai Lama se cargaban en la cuenta del gobierno chino.

El momento estaba calculado. Se trataba de iniciar la campaña contra los Juegos Olímpicos de Pekín y de crear una situación de crisis en los días en que se reunía la Asamblea Nacional china y la Conferencia Consultiva, que debían elegir a los nuevos responsables del país. Por si fuera poco, otro extraño incidente sirvió de prólogo a la provocación de Lhasa, aunque la intentona fracasó y la prensa internacional no informó de ello. Tres días antes del inicio de las protestas en los monasterios tibetanos de Drepung, Ganden y Sera, un avión de pasajeros de la compañía China Southern Airlines que había despegado de Urumqi (capital de la región autónoma de Xinjiang donde actúan grupos nacionalistas islamistas) tuvo que aterrizar dos horas después en Lanzhou, antes de llegar a su destino, porque agentes de seguridad chinos consiguieron detener en vuelo a varios pasajeros que intentaban secuestrar el avión o, tal vez, estrellarlo. Las autoridades chinas acusaron a los grupos islamistas de Xinjiang (que tienen oscuras conexiones con el terrorismo islamista, con la espectral Al Qaeda y con los servicios secretos pakistaníes, tributarios de Washington), de ser los responsables de la acción. Parecía un aviso para navegantes.

Aunque tampoco era nada nuevo. Hechos similares a los de Lhasa se produjeron en febrero de 1997 en Yining, una ciudad de Xinjiang, donde unos mil independentistas uigures musulmanes incendiaron comercios y vehículos y lincharon a ciudadanos chinos, causando diez muertos y decenas de heridos. Hay que recordar que la exigencia de la independencia de Xinjiang (o Turquestán Oriental), separándolo de China, está en el origen de esa agitación islamista. No es difícil ver tras esas coincidencias la complacencia de otras potencias: la denuncia, en Tíbet y en Xinjiang, que hacen los sectores independentistas tibetanos y musulmanes del » colonialismo chino han» es un arma en manos de Estados Unidos, y Pekín lo sabe.

 

 

 

 

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Ese irredentismo político de los lamas tibetanos -propagado en Europa y Estados Unidos por ONGs de turbia financiación y trayectoria, o de escasos conocimientos históricos y políticos- sueña con separar de China a una gran parte de su territorio, fomentando la idea de un Gran Tíbet que nunca existió (se omite deliberadamente que Tíbet forma parte de China desde el siglo XIII, con la dinastía Yuan, aunque la convulsa historia de la China imperial viese períodos de descontrol político sobre el territorio), utilizando para ello la figura del Dalai Lama como carta de presentación. Juega, además con una idea disparatada: pretender la independencia del Gran Tíbet, significa postular que Pekín acepte entregar al Dalai Lama (suponiendo, que es mucho suponer, que represente a la totalidad de la población tibetana) y a sus tibetanos, que son el 0,3 por ciento de la población china, la cuarta parte del territorio de la República Popular China.

Pero, ¿quién es el Dalai Lama, ese hombre a quien la propaganda presenta como un hombre pacífico y bondadoso? Tenzin Gyatso, llamado Dalai Lama, era un niño a quien, a la edad de dos años, en 1937, eligieron como «encarnación» del Dalai Lama anterior, llamado Thupten Gyatso, en la China anterior a la revolución comunista de 1949, cuando el Tíbet era una aislada región dominada por los monasterios y cuyos habitantes eran, en su gran mayoría, siervos y esclavos. A partir de ese momento, Tenzin Gyatso pasó a formar parte de la minoría que dominaba la región gracias a la tradición religiosa, a la ignorancia y a la resignación secular de la población tibetana y que vampirizaba en su beneficio a todos los habitantes del Tíbet. Tenzin Gyatso, asumió el principal papel en la religión tibetana a los quince años, en 1950.

La lamasocracia, un régimen religioso articulado alrededor de una nobleza feudal y del poder de los monasterios, reinaba sobre una población de menos de tres millones de habitantes, y mantenía en la miseria a la gran mayoría, que eran siervos sin tierra, condenados a vivir sin escuelas ni condiciones de vida dignas. Los siervos podían ser vendidos y debían trabajar las tierras de los señores sin percibir ningún salario, y ni tan siquiera poseían la libertad personal para abandonar la tierra, como en la Edad Media europea. Nobles y monasterios tenían prisiones privadas y eran comunes castigos como arrancar los ojos de los condenados, cortarles las manos o la lengua. Era un régimen despótico, esclavista y racista, cuyos seguidores, todavía hoy, siguen prohibiendo los matrimonios mixtos entre tibetanos y miembros de otras etnias.

La revolución china de 1949 empezó a cambiar China y también el atrasado y medieval altiplano tibetano, aunque el Dalai Lama y sus seguidores hablan de esa fecha, como del inicio de la «invasión». De hecho, un denominador común de la información tendenciosa de la prensa internacional ha sido hablar de esa invasión china del Tíbet en 1950. No importa que el Tíbet fuera tierra china desde siglos antes de que se crearan cualquiera de los actuales países europeos, porque una mentira tan grosera, elevada a la categoría de verdad por la propaganda, ayuda a presentar a los monjes esclavistas del Dalai Lama como ciudadanos incapaces de seguir soportando por más tiempo la ocupación china.

De esa forma, las mentiras sobre el Tíbet se han ido sedimentando. Tras unas conversaciones, en Pekín, del actual Dalai Lama con los dirigentes de la revolución, Mao Tsé Tung, Chu En Lai y Deng Xiao Ping, que acabaron fracasando, la ruptura abocó a los monjes tibetanos a la rebelión abierta contra el nuevo gobierno comunista, rebelión que contó con apoyo exterior. Está perfectamente documentado que la insurrección armada tibetana de 1956 fue organizada y financiada por la CIA. Desde tres años antes del inicio de los combates, la CIA preparaba una insurrección en Tíbet, en coordinación con el Dalai Lama y sus seguidores: Washington quería vengar la ayuda china a los norcoreanos de Kim Il Sung en la guerra de 1950-1953 y dificultar la consolidación de la revolución comunista en China. Así, la coalición de intereses en el Dalai Lama y Washington hizo que los monasterios lamaístas fueran los focos de la insurrección armada contra la nueva China socialista.

Los beneficiarios de un sistema feudal de propiedad y privilegios, que tenía en los monasterios y en los monjes lamaístas su columna vertebral, fueron quienes impulsaron la rebelión, alarmados por las reformas políticas que la revolución comunista de Mao Tsé Tung que amenazaba terminar con su poder. La insurrección fracasó tres años después: en 1959, el Ejército Popular chino consiguió derrotar a los partidarios del Dalai Lama. Los combates causaron unas diez mil víctimas entre ambos bandos, aunque la disparatada propaganda del Dalai Lama y de los más deshonestos medios occidentales habla de un millón doscientos mil muertos, achacándolos todos, por supuesto, a la acción del ejército chino. Hay que recordar que, a mediados de los años cincuenta, la población total tibetana no llegaba a tres millones de habitantes, de los que un millón y medio eran hombres: de ser ciertas las cifras que sigue difundiendo la propaganda del Dalai Lama casi todos los hombres hubieran perecido en la insurrección y sería incomprensible que hoy la población tibetana sea de más de seis millones de habitantes. La falsedad no ha impedido que esas cifras dieran la vuelta al mundo y sigan repitiéndose, aunque el propio Patrick French ( que fue director de la Free Tíbet Champaign, la organización del Dalai Lama para propagar en el mundo la idea de la independencia del Tíbet), dimitiese en protesta por la falsificación de los datos del supuesto «genocidio» tibetano.

Gyalo Thondupt y Takster Rimpoche, hermanos del Dalai Lama, eran agentes de la CIA, y la agencia estaba de acuerdo en mantener en aparente ignorancia al Dalai sobre la actividad de los servicios secretos norteamericanos. La derrota de 1959 no supuso el fin de la intromisión: la CIA siguió organizando incursiones armadas de los exiliados tibetanos hasta el inicio de la década de los años setenta y hasta 1974 mantuvo el ejército tibetano que había ayudado a organizar. Incluso llegó a enviar a centenares de tibetanos a una base militar en el Estado de Colorado y a bases norteamericanas del océano Pacífico, para entrenarlos en tácticas de sabotaje y terrorismo. De hecho, los khampas, grupos de tibetanos armados, actuaron dirigidos por un hermano del Dalai Lama, Gyalo Thondup, y lanzaron constantes incursiones armadas en el interior del Tíbet gracias al apoyo logístico norteamericano, que no escatimó armamento, que lanzaba en paracaídas sobre la zona nepalí dominada por esos guerreros khampas. Sin embargo, la operación no dio los resultados que se esperaban, y, a mediados de los años setenta, el Dalai Lama consideró fracasada la iniciativa y procedió a su desmantelamiento. Tenían en ese momento casi diez mil hombres armados, con campamentos permanentes en Nepal supervisados por la CIA.

Después de la derrota de la insurrección; haciendo de la necesidad, virtud, el Dalai Lama y su «gobierno» descubrieron en su interior un corazón de amantes de la democracia, por lo que, aconsejados por los norteamericanos, llegaron a presentar propuestas de «organización democrática» del Tíbet, que, como es obvio, no tienen ninguna credibilidad. De hecho, el Dalai Lama, mientras proclamaba la no violencia y el diálogo pacífico se mostraba conforme con la organización de acciones armadas y protestas violentas, al tiempo que s u extrema sensibilidad democrática no le impidió apoyar a Estados Unidos durante la intervención norteamericana en Vietnam, así como las sangrientas operaciones norteamericanas en Asia durante la guerra fría, defender el bombardeo de Yugoslavia por parte de la OTAN y la invasión norteamericana de Iraq y Afganistán. No en vano, el Dalai Lama ha calificado a los Estados Unidos como «los campeones de la libertad y de la democracia».

El «genocidio cultural» del que habla el Dalai Lama es una abyecta mentira, porque, además, la libertad religiosa es un hecho y en Tíbet siguen funcionando los monasterios lamaístas: viven en ellos unos cincuenta mil monjes, a quienes, como es lógico, el gobierno chino exige que no pongan en duda que la región forma parte de China. Es cierto que, entre una parte importante de la población tibetana, el Dalai Lama sigue conservando influencia, y aunque el gobierno chino cometió serios errores en el Tíbet por la forma de aplicar la colectivización de tierras y en el difícil tratamiento de la religión, lo cierto es que las reformas fueron un paso de gigante para que el Tíbet saliese de su atraso secular, y que el desarrollo actual, del que se ha beneficiado también la población local, no implica necesariamente un retroceso de la cultura tibetana. Por otra parte, pese a la histeria antichina de los grandes medios de comunicación, ningún país reconoce al «gobierno tibetano en el exilio», que, de hecho, es un organismo propagandístico del Dalai Lama, a quien muchos de sus seguidores consideran la reencarnación de Buda. Lejos del siniestro rostro represivo con que Occidente presenta a China, el gobierno de Pekín ha confirmado que está dispuesto a celebrar conversaciones con el Dalai Lama, con la condición de que haga explícita su renuncia a la independencia del Tíbet y deje de amparar las acciones agresivas contra China. No parecen condiciones especialmente duras.

La proximidad de los Juegos Olímpicos ha sido aprovechada por el Dalai Lama para fortalecer su causa ante la opinión pública mundial y ante los organismos internacionales, porque el pogromo de Lhasa no tenía por objeto la defensa de la cultura y de la identidad tibetana (que Pekín no cuestiona, más allá de los errores y de los inevitables cambios que conlleva la gigantesca transformación china, la más importante de toda la historia de la humanidad) sino que pretendía azuzar los enfrentamientos étnicos para crear una crisis política en China. Es difícil creer, además, que los servicios secretos norteamericanos no estuvieran implicados en la provocación, o, al menos, que no estuvieran informados.

 

 

 

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Las implicaciones de la crisis tibetana cobran sentido si analizamos la estrategia global de Estados Unidos, porque lo último que preocupa a Washington es la suerte de seis millones de chinos tibetanos, un pequeño contingente en medio de un gigantesco país de mil trescientos cincuenta millones de habitantes. Si hasta el momento la posición mantenida por el gobierno norteamericano ha sido discreta, pese a algunas declaraciones contundentes, es porque prefiere que sean otros quienes encabecen las acusaciones a China, porque no son los Juegos Olímpicos (que, después de todo, son un asunto menor, aunque tenga una gran repercusión informativa internacional) lo que preocupa a Washington, sino la creciente fortaleza económica china, su capacidad para hacer que el dólar, como moneda internacional de pago y de reserva, se resienta, y su emergencia como gran potencia rival.

Por eso, la política norteamericana mantiene un delicado equilibrio entre su objetivo de «contener» a China, y la evidencia de que una parte de su estabilidad económica está hoy en manos de Pekín. Así, Estados Unidos acusa a China de estar llevando a cabo un rearme de su ejército (aunque incluso las fuentes occidentales están de acuerdo en que Washington gasta en armamento diez veces más que Pekín) y sigue con mucha atención los progresos chinos en el desarrollo de misiles, satélites y en la tecnología espacial. Paralelamente, Bush ha estado impulsando el rearme de Japón, como contrapeso a China, y ha dirigido muchos sus misiles nucleares estratégicos, que antes apuntaban a ciudades y objetivos soviéticos, hacia China. En esa política de «contención», Estados Unidos, además del cinturón de bases militares permanentes que tiene en los mares próximos a China, cuenta con cartas importantes que utiliza a conveniencia: en el mundo chino, Taiwan, Tíbet, Xinjiang, incluso Mongolia, y fuera de él, Corea.

Mongolia es una cuestión menor, pero Xinjiang reúne condiciones para que Washington pueda crearle nuevas dificultades a Pekín: aunque su población es de menos de veinte millones de habitantes, la región tiene más de un millón y medio de kilómetros cuadrados y un movimiento islamista que conecta con el Islam más radical. No sería una novedad: si para erosionar a la Unión Soviética, Estados Unidos armó a los feroces señores de la guerra en Afganistán, creó Al Qaeda y financió las redes terroristas islamistas, puede volver a hacerlo contra China. Las posiciones políticas de los independentistas de Xinjiang no están lejos de los talibán o de los grupos musulmanes más rigoristas. No hay que desdeñar la posibilidad de que Washington decida crear focos de tensión introduciendo armas en Tíbet y en Xinjiang, y China lo sabe, como no es difícil imaginar el rumbo que tomarían Estados independientes desgajados de China en manos de fundamentalistas religiosos. Por si fuera poco, la propia evolución del Nepal, donde actúan grupos terroristas hinduistas y donde, tras la proclamación de la república, Washington pretende evitar que el país se oriente hacia un sistema socialista, puede convertirse en un problema añadido en las fronteras chinas.

En cuanto a Taiwan, aunque Estados Unidos acepta oficialmente la idea de «una sola China», juega con la «autodeterminación» de la isla (sabiendo que, para Pekín, la reunificación es un asunto central de su política estratégica), llegando al extremo de que ha prometido defender militarmente a Taiwan en un hipotético enfrentamiento con China. La reciente victoria del candidato del Kuomintang, Ma Yiung Jeou, en las elecciones presidenciales de Taiwan ha sido, paradójicamente, un triunfo para Pekín, más allá del recuerdo de los enfrentamientos históricos entre el Kuomintang y el Partido Comunista Chino durante la revolución. Frente a la agresividad de Frank Hsieh (el candidato del Partido Democrático Progresista, partidario de la independencia de la isla) que manipuló la supuesta represión en el Tíbet, Ma fue más prudente, apostando por la mejora de relaciones con Pekín.

En la península de Corea, las relaciones vuelven a ser tensas. El nuevo presidente de Corea del Sur, Lee Myung-bak, está impulsando una orientación más agresiva en las relaciones con Corea del Norte, que se añade a la renovada presión norteamericana sobre Pyongyang. Contrariamente a lo que parecería razonable y prudente para avanzar en la superación de la crisis y en el establecimiento de un clima de colaboración entre las dos Coreas que permita la desnuclearización definitiva de la península, Seúl ha iniciado una campaña de acoso y denuncia contra Pyongyang, con el pretexto de la defensa de los derechos humanos. El gobierno chino ha realizado enormes esfuerzos diplomáticos (en las negociaciones a seis celebradas en la capital Pekín, entre las dos Coreas, China, Estados Unidos, Rusia y Japón) para desactivar la crisis y para impulsar la desnuclearización de la península (en la que China está muy interesada por obvias razones estratégicas), pero las diferencias entre las partes son grandes: han llevado a la apertura de negociaciones parciales entre Corea del Norte y Estados Unidos en Ginebra, en las que interviene el secretario de Estado adjunto norteamericano Christopher Hill, a consecuencia de las nuevas acusaciones norteamericanas sobre un «programa secreto norcoreano de enriquecimiento de uranio», que incorpora ahora al programa de plutonio que ya había sido abordado. Pyongyang mantiene que Estados Unidos añade constantemente nuevas exigencias al proceso negociador para retrasar la solución de la crisis, al tiempo que organiza con regularidad, de acuerdo con Seúl, maniobras militares agresivas cerca de sus fronteras. Hay que recordar que Estados Unidos mantiene cuarenta mil militares en Corea del Sur (que se elevan a cien mil soldados, si se cuenta toda la región del Mar Amarillo y del Mar del Japón) y que posee armas nucleares en la zona, y todo indica que sigue interesado en mantener abierta la crisis, todo lo contrario de lo que Pekín pretende.

Un último apunte. Frente a la idea tradicional de que los movimientos guerrilleros han sido protagonizados por los comunistas y por grupos de izquierda, lo cierto es que Estados Unidos ha organizado muchos grupos insurgentes, desde los feroces muyahidin y los talibán afganos, pasando por Al Qaeda, los muyahidin iraquíes que luchan contra Irán, las guerrillas eritreas, la contra nicaragüense, los monjes tibetanos o los albanokosovares de la UÇK, entre otros, además de grupos terroristas ocasionales que actúan en Líbano o en Asia central, y en otras zonas del mundo. Por eso, ante la maquinación y la mentira, después de lo que sabemos sobre las operaciones norteamericanas para acosar a la Unión Soviética, sobre la reciente organización de revoluciones naranja en la periferia rusa, sobre la revuelta de los monjes en Birmania (donde Washington quiere acabar con el régimen no porque sea una dictadura, sino porque escapa a su control); si añadimos la implícita advertencia norteamericana a Moscú y a Pekín forzando la independencia de Kosovo (donde previamente había financiado y armado a los grupos terroristas de la UÇK), y, ahora, la provocación en Tíbet, hay que preguntarse si, en la lucha contra China, el nuevo oponente estratégico de los Estados Unidos, los servicios secretos norteamericanos llegarán a considerar la creación de una Al Qaeda budista. Después de todo, durante la guerra fría, la CIA ya estudió la posibilidad de convertir al Dalai Lama y al budismo en instrumento de su lucha contra el comunismo en toda Asia.

Enlaces con documentos gráficos sobre la violenta provocación en Lhasa:

http://news.qq.com/a/20080321/000213.htm

http://news.sina.com.cn/c/p/2008-03-21/232315198897.shtml

http://www.spanish.xinhuanet.com/spanish/2008-03/22/content_601571.htm

http://www.youtube.com/watch?v=x9QNKB34cJo#

http://www.youtube.com:80/watch?v=uSQnK5FcKas