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Intervención de Fiscal General de la República de Venezuela en el debate “Los Desafíos de la Masculinidad y la Paternidad en la Construcción del Socialismo del Siglo del XXI”

Masculinidad y transversalización de género en la perspectiva de los poderes públicos

Fuentes: Rebelión

Es indispensable redefinir, «con una concepción de género», todo nuestro sistema, el Estado, la sociedad, Las Constituciones, las leyes y todas las políticas de nuestros Poderes Públicos. Decimos «concepción de género», porque ello implica tocar el nervio central de una cultura que define roles masculinos y femeninos y, conforme a esas definiciones, asigna espacios, establece […]

Es indispensable redefinir, «con una concepción de género», todo nuestro sistema, el Estado, la sociedad, Las Constituciones, las leyes y todas las políticas de nuestros Poderes Públicos.

Decimos «concepción de género», porque ello implica tocar el nervio central de una cultura que define roles masculinos y femeninos y, conforme a esas definiciones, asigna espacios, establece lugares, fija, sitúa y ubico posiciones, absolutamente desiguales. El enfoque de género desbordo lo fisiológico, para adentrase en las relaciones que se originan entre lo biológico y lo social.

Precisar e concepto de género nos ayudará a entender lo que alguien denominó «las estructuras míticas de pensamiento».

¿Qué es género? Es la construcción histórica y social, mediante símbolos, de lo femenino y lo masculino, partiendo de las diferencias biológicas de los sexos y articulando esas diferencias con los elementos políticos, económicos y culturales de la sociedad, tales como lo institucional, la condición socia, la raza, la etnia, religión, etc.

El «género» apareció como una categoría de análisis, producto de varias investigaciones sobre casos de niños y niñas, a quienes, conforme a as experiencias investigadas, la sociedad les socializó el sexo, asignando (en casos específicos un sexo diferente al que, biológica y anatómicamente, les correspondía

Uno de estos casos Lo trató el psicólogo Robert Stoller, autor de un Libro cuyo titulo es «Sexo y Género». AIII estudió el caso de unos gemelos idénticos. A uno de ellos, accidentalmente, le amputaron el árgano sexual masculino. La familia, después del accidente, optó por «socializarlo» como niña:
En lugar de mantenerlo como «un varón sin pene», la familia le dio trato de niña. Creció, en consecuencia, con esa identidad, mientras su hermano gemelo, absolutamente idéntico, fue socializado como niño.

La conclusión científica abordó el tema sin disfraces: «la identidad sexual no es el resultado del sexo al cual se pertenece, sino aquel que se atribuye mediante el trato y la socialización». Eso es lo que la ciencia llamó «genero».
Stoller descubrió, que ‘las personas» a quienes se les considera femeninas, asumen ‘pasivamente esa identidad sexual» que, socialmente, Les ha sido asignada, aún cuando la identidad biológica no se corresponda con la identidad asignada.

Para Stoller lo determinante de la identidad sexual; «No es el sexo biológico, sino la socialización del mismo, desde o antes del nacimiento’ La asignación del rol en el establecimiento de la identidad sexual, concluye & científico, «es más determinante que la carga genética… que la carga hormonal…y que la carga biológica».

Esa identidad socializada, que Stoller llamó «género», la diferencié del «sexo anatómico» que, tal como lo define la Iglesia, son solamente das, únicamente das.

No sabemos, si de acuerdo o en desacuerdo con Dios.

Son estas conclusiones las que nos obligan a visualizar la sociedad desde múltiples variables y a cuestionar a todos, quienes durante milenios, nos han puesto en la cabeza, en el corazón, y en otros lugares del cuerpo, unas ideas y unos pensamientos en puro masculino», sin tomar en cuenta todos los otros espacios de la vida, a los que la mujer, al igual que el hombre, tiene derecho.

Durante seis mil años, aún, no ha sido posible conceder esa justicia a la mujer.

Aparentemente los sexos no implican desigualdad, a pesar de que todo el mundo sabe que «sexo y desigualdad» están y, por algún tiempo más, estarán estrechamente vinculados a la intolerancia, a la discriminación, al sometimiento, al dominio y a la debilidad.

Es la sociedad, y no la anatomía, la que ha hecho todo cuanto ha estado a su alcance para categorizar a las mujeres como inferiores. Es esa sociedad bárbara, atrasada, quien dictamina «que los hombres son de la calle y las mujeres son de la casa».

El poder punitivo fue orientado desde siempre contra la mujer, por la religión. La mujer había sido largamente maltratada por la Biblia. Eugenio Zaffaroni comenta, que en los siglos XI y XII, en un texto conocido como «El martillo de las brujas», oficialmente el papado explicó que la subordinación de la mujer era consecuencia de su inferioridad genética. Según el papado habla sido creada a partir de una costilla torcida.

Es cierto que la sociedad no construye a todas las mujeres, idénticamente subordinadas, ni a todos los hombres con los mismos privilegios, pero es una realidad que «el mandato de esa sociedad», casi imperativo, es que la mujer sea «para el hombre y para sus hijos» y que el territorio al cual deben estar circunscritas, sea «esos hijos y esa casa».

Todo esto no es más que un sistema de creencias, reiterado durante miles de años, mediante el cual se ha armado, con un cinismo inmoral, obsceno y descarado, un comportamiento social que somete, segrega, discrimina y disminuye a las mujeres.

Es una ideología excluyente que les atribuye, en forma explícita e implícita, mitos para desvalorizarla y para hacerla ver, a través de significantes desestimatorios, en roles donde nunca hay fuerza, ni poder.

Y es que «género» no es mujer, ni salud sexual y reproductiva, «es una categoría de análisis histórico resultante de las relaciones construidas socialmente, para afectar la participación igualitaria de las mujeres como sujetos de derechos humanos».

Es la interrelación cultural entre lo femenino y lo masculino en un tiempo histórico.

Las estructuras de género, corno lo afirma Stoller, son elaboradas por la sociedad, construidas por los seres humanos en un momento dado y, por lo tanto, aprendidas por ellos y, sin lugar a dudas, transformables.

La viabilidad de los derechos humanos de mujeres y hombres, en cada tiempo histórico, se define, en consecuencia, a través de las luchas sociales y/o mediante negociaciones políticas.

Género es una categoría de análisis que va más allá del cuerpo biológico y que, en sus contenidos, es, eminentemente social. No se trata de ‘cuerpos biológicos», sino de cuerpos en movimiento, construidos socialmente por relaciones culturales y que, como estereotipos, se nos transmiten de generación en generación.

En otras palabras, la sociedad enseña a ser hombre o mujer, con prescripciones y prohibiciones que, como afirma, Magally Huggins, «estaban allí cuando llegamos’.

Lo grave es que esa facultad humana de aprender a ser mujer y a ser hombre es la resultante de «símbolos» símbolos sociales que, psicológicamente, penetran nuestro pensamiento y, a través de él, penetran, también, el lenguaje. No nuestro lenguaje, sino «todo» el lenguaje. Por ejemplo, se liga a las mujeres con lo reproductivo.

El lenguaje no es neutral y, por esa falta de neutralidad, es un factor de sometimiento, sobre todo porque, a) dedillo, reproduce una dominación que, por lo demás, es invisible, pocos o nadie lo ven, a ratos parece intangible y, sin que nos demos cuenta, se lo percibe, se lo oye y, lo peor, ese lenguaje se oye y se siente como si fuera imparcial.

No todos saben que el lenguaje genera realidades, crea y habilita vida social, registra la existencia de personas, asuntos y objetos, y ninguna sociedad vive al margen de él.

Por el contrario existe en él.

En efecto, las acciones de los seres humanos están regidas por el lenguaje. Genera tanta realidad que algunos aborígenes centroamericanos, cuenta Miguel Ángel Asturias, sostenían que el mundo nació, no de Dios, sino de la palabra. Bastaba nombrar el árbol para que apareciera un árbol y nombrar el mar para que hubiese mar. No recuerdo si lo dijo Asturias, pero si no lo dijo lo expreso, así, ante ustedes: «la palabra es el poder de nombrar».

El lenguaje crea las reglas gramaticales, evoca, establece las identidades; afirma lo que existe y niega lo que no existe; lo que es natural y lo que no lo es; lo que es verdad y la que es incierto; lo bueno y lo malo. Es el lenguaje lo que ha hecho de la voz «hombre» un símbolo para dominar, para excluir, para ocultar y relegar lo femenino.

Los adjetivos, por ejemplo, si ustedes hurgan la gramática se escriben siempre en forma masculina y los libros y los diccionarios simplemente le agregan una «(a)» entre paréntesis y con comillas, Identifican las formas femeninas con una «(a)» adicional, despectiva y displicente.

En nombre de la lingüística, apunta Alicia Puleo desde Valladolid, se obstaculiza el uso de instrumentos conceptuales que son necesarios para desafiar la subordinación. Se priva -dice la catedrática- de significantes y significados adecuados, a quienes pretenden transformar las relaciones sociales. Se olvida que de cada diez pobres, siete son mujeres y que, por ello, constituyen el 70% de los mil trescientos millones de pobres del planeta. Sólo una, de cada cien mujeres, es propietaria de algo y esta realidad pareciera pasar inadvertida.

Pero eso no es todo, en el amor «la esclavitud» la venden como excitante, y la servidumbre sexual, como una expresión máxima de erotismo y de sensualidad.

La fuerza del lenguaje enseñó al hombre (y también a la mujer) a confundir violencia con placer. Al hombre le enseñé que pasión es estímulo, provocación, ánimo exacerbado, violencia y, para algunas mujeres, se les ha hecho creer que es dolor y, aún más, «que dolor y placer son una misma cosa».

Para ese lenguaje patriarcal la mujer es un sexo débil, dependiente, frágil, maternal, a quien le gustan las rosas y no es apta para los grandes esfuerzos, ni para el trabajo duro.

Algunos hombres glorifican la sensibilidad de la mujer madre, novia, esposa, amiga y -¡vaya barbaridad!- esa sensibilidad es cuestionada «porque carece de hombría. Y es que, para la ideología dominante, el hombre es solamente un macho brutal, habitado por la violencia y con la cual, paradójicamente, debe buscar amor á través del sufrimiento.

El lenguaje, como decíamos, crea realidades y registra documentalmente la existencia de un mundo que no deja constancia de lo femenino, sino esencialmente de lo masculino. Para ese mundo, las mujeres no existen, son seres no racionales que nos han enseñado á verlas a través de cinturas, medidas, orificios o, simple y llanamente, como meros objetos mercantilizados.

Lo peor es que, la mentalidad de los hablantes, facilita a los niños esas claves y esos signos, incorporándoles a ellos esa cultura que al arraigarlos, les asimila esos valores y logra transmitir y hasta sembrar, como una herencia perniciosa, el sometimiento y la dominación.

El lenguaje, sin dudas, cambia la cultura y el pensamiento, pera a su vez una y otra, también, lo cambian a él. En materia de derechas humanos, por ejemplo, el principio de igualdad se entiende como «el deber de otorgarle a las mujeres los mismos derechos de los cuales gozan las hombres».

De esta forma se afianza el «patriarcado de coerción», típico de aquellas sociedades que recluyen a las mujeres al ámbito doméstico y son penadas con la muerte si no cumplen con su rol, o se permite el «patriarcado de consentimiento», mediante el cual se naturalizan las desigualdades.

En este sentido el capitalismo, en su Jase neoliberal, con su acostumbrado cinismo, presenta a las mujeres con un estatus de «máxima realización» ocultando, entre otras cosas, esas jornadas múltiples e interminables que continúan esclavizándola.

Esta ideología no se resuelve con reacomodos. No se resuelve, ni reorganizando la familia, ni reorganizando el Estado, ni reorganizando la educación, porque, Sencillamente, cuando históricamente se han dado esos reacomodos, ‘han pasado de largo» y la opresión ha quedado intacta, inamovible, indemne, flamante, inalterable.

Ese ha sido uno de los grandes pecados en: que han incurrido todos los procesos revolucionarios. Lenin lo afirmó cuando expresó «… que el proletariado no llegaría nunca a emanciparse hasta no haber conquistado la completa libertad de las mujeres».

Los conceptos normativos de género se expresan a través de doctrinas religiosas, educacionales, científicas, legales y políticas. Cada una de ellas prescribe sanciones e instala dominios como métodos de convivencia. Hace con las diferencias discriminaciones y construye, desde la subordinación de la mujer, un estilo y una forma de vida.

El género es una forma primaria de poder que articula y distribuye el pensamiento, para justificarlo todo.

Afortunadamente, la sociedad es una forma viva. Ella no se detiene y evoluciona. Cada tiempo histórico no es igual a otro, y los procesos sociales políticos, económicos y culturales, afectan las concepciones de género que circunstancialmente varían. Por ejemplo, durante los últimos 50 años, a pesar del patriarcado, hemos presenciado muestras de cómo las mujeres han venido ocupando espacios, que antes estuvieron vetados para ellas.

Una ruptura progresiva ha impulsado ciertas revisiones al viejo concepto de género y alguna independencia económica anuncia nuevos proyectos de vida. La pérdida, en la sociedad, de parte del dominio económico por algunas hombres, comienza incipientemente a producir una cierta redistribución del poder.

El impacto de las consecuentes y constantes luchas de las mujeres ha convertido hechos privados en hechos de la vida pública, tal como ha ocurrido con la violencia intrafamiliar. En muchos países esa violencia es, hoy, un delito que se sanciona a través de leyes especiales o penales.

La consideración de la violencia contra las mujeres, ya no como orden natural, sino como un grave delito relacionado con el sexismo, es un paso fundamental para terminar con una tradición que no reconoce la autonomía de la mitad de los seres humanos.

Este es el reto que tenemos en el siglo XXI. Magally Huggins Castañeda, lo ha expresado con frases que no puedo sino repetir con respeto y reconocimiento:

«Reencontramos en nuestra separación histórica; reconstruirnos como seres igualmente diferentes, y democratizar la convivencia a través de políticas públicas que impulsen a las mujeres desde el Estado».

Es de esta manera como descubrí que hay un proceso de transformación social, político, cultural y económico para participar, con equidad y justicia, en un cambio social que no debe hacer distinciones ni de sexo, ni de género, ni de clase.

Pero no basta descubrirlo interiormente, para nuestro yo. Es necesario lograr la perspectiva de género en los Poderes Públicos. Y en este sentido quiero agotar mis propias vivencias con un cuento que nunca me cansaré de narrar.

La Ley Sobre la Violencia contra la Mujer y la Familia entró en vigencia el 1° de enero de 1999. Fue derogada por la Ley Orgánica sobre el Derecho de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, publicada el 19 de marzo de 2007.

Dicha ley generó diversas interpretaciones por parte de los operadores de justicia con posterioridad a la aprobación de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela.

Varias decisiones judiciales desaplicaron algunas de las disposiciones de esa ley, que tenían que ver con la privación de libertad sin orden judicial. Ello llevó al Ministerio Público a interponer un recurso contra dichas disposiciones. Fue un error. Aún cuando, ejercíamos la competencia legal de hacer cumplir la Constitución, produjimos el desamparo y la desprotección de la mujer, frente a una cultura irracional que no distingue entre «hembra» y mujer, ni tampoco distingue entre seres racionales y animales.

Una ideología nefasta, ‘con su catálogo de creencias primitivas, se apoderé de nosotros, nos invadió y nos manipulé groseramente, hasta llevarnos inconscientemente a contribuir al sometimiento, a la exclusión, al maltrato y disminución de las mujeres «en nombre de la Constitución y de la Ley».

La ley, aparentemente imparcial, nos hizo reproducir esa dominación invisible, que genera realidades con las cuales, sin darnos cuenta, convivimos.

La ley, como el lenguaje, es un mecanismo de dominación que, al igual que él, se usa para execrar y perseguir. Crea reglas, evoca, da identidad, establece lo que existe y lo que no existe, lo que es verdad y lo que no lo es, lo bueno y lo malo.

Ella expresa una ideología que nos utiliza para invocar «la santidad de la legalidad», sin tomar en cuenta para nada, la verdadera justicia: la humana, la social, la que aún está por llegar.

En aquella oportunidad nos equivocamos y lo reconocimos públicamente. Fue peor el remedio que la enfermedad y con humildad debimos reconocerlo, Solicitamos el perdón para quienes cometimos el «error constitucional, ajustado a derecho» de armamos con una legalidad primitiva que, luego supimos, gracias a las mujeres, que no debe, ni puede, estar por encima de las problemáticas sociales de éste y otros países.

Por creer que los equilibrios están en la Constitución y en la ley, y no en la realidad social, erramos. Por no entender que la justicia la construyen los pueblos y no los legisladores, ni los jueces, ni las academias, ni las instituciones, nos equivocamos. Nos engañó la perversión de la cultura dominante y dominadora.

No nos dimos cuenta que la legalidad está hecha de ideologías reiteradas. Seguirnos un paradigma no neutral en términos de poder. Esa actitud de los poderes públicos se repite inconscientemente, o con un silencio consciente, para vergüenza de quienes creemos que nos hemos curado de esa historia de opresión cotidiana.

Reflexionamos y recapacitamos. Aprendimos que el error está en que no sólo debe verse la injusticia, sino, también la oportunidad de derrotada.

Eso marcó el origen de la lucha por una nueva ley y se inició la búsqueda. No, como en la Organización de las Naciones Unidas, donde se busca una igualdad que no se practica. Allí, en el nivel alto, donde se toman las decisiones, de cada diez cargos los hombres ocupan ocho y las mujeres los dos restantes.

Algún día la mujer dejará de ser la Rebeca de Cien Años de Soledad, quien todavía comía tierra y cal para cuando llegó a la casa de los Buendía. Llevaba sólo un saco con los huesos de sus padres. Parecía estar condenada a la soledad y, por ello, sufrió con ansiedad los continuos aplazamientos de la boda con Pietro Crespi. La frustración la llevó a sucumbir ante el brutal atractivo de José Arcadio Buendía, quien, a zarpazos, la despojó de su intimidad. Algún día la mujer tendrá más de la Ursula lguarán de García Márquez, fuerte, activa, sólida, íntegra de carácter, con parcelas de poder logradas por ella misma.