Cada vez más, léase lo que se lea, uno encuentra que la inflación de mayúsculas, especialmente en la prensa dominicana, así como el uso de estadísticos porcentajes para referirse a cualquier pendejada, está desbordando todas las posibles previsiones. De hecho, casi me atrevería a asegurar que la conversión a Mayúsculas de palabras que hasta hace […]
Cada vez más, léase lo que se lea, uno encuentra que la inflación de mayúsculas, especialmente en la prensa dominicana, así como el uso de estadísticos porcentajes para referirse a cualquier pendejada, está desbordando todas las posibles previsiones.
De hecho, casi me atrevería a asegurar que la conversión a Mayúsculas de palabras que hasta hace unos años eran simples minúsculas se ha disparado en más de un 85 por ciento.
Hay quienes creen que la Bandera, dado que se trata de la Bandera Nacional, debe ir en Mayúscula, así como el Himno Nacional, o el Secretario de cualquier Ministerio o el propio Peso Dominicano.
La necesidad de Adular, multiplicada hasta la Exageración en los últimos años, tal vez en un 78%, ha llevado a la gente a reconvertir en Mayúsculo al Síndico o al Alcalde de la Ciudad Capital como una efectiva manera de Engrandecer su persona y rango, como si fuera más Síndico de apelar a la Mayúscula y más Grande la Ciudad Capital si la despojáramos de sus comunes minúsculas.
Y tanto para entender el abusivo empleo de porcentajes, que ya oscila entre el 75% y el 90%, como para aclarar la desaforada pasión por las mayúsculas, no parece haber otra explicación que la extrema presunción que afecta a la sociedad dominicana, ese ser «allantoso», cuyos orígenes habría que buscar en un 95% en los complejos Culturales que se arrastran, y que provoca tanta Mayúscula indebida, tanto por ciento innecesario, (al menos en un 65%).
De ahí también la prolija enumeración de títulos y cargos previa a la formulación de nombres y apellidos, que ha convertido a la República Dominicana en el país con más doctores, licenciados, profesores, ingenieros, príncipes, poetas, diputados y eminencias reverendísimas del mundo, o el que se manifieste con parecido esmero el secular desprecio hacia la peor y más repudiable de todas las desgracias: la triste y maldita sencillez.
Nada más lógico, por otra parte, en una sociedad en la que sus más preclaras referencias y autoridades siempre han coincidido en hacer de la apariencia culto y del disimulo la más lucrativa profesión, en no conservar mácula alguna de pudor que les impida exhibir sus bienes mal habidos y peor contados, y en agradecer a Haití el pretexto para llamarse Indios y soñarse blancos, al menos en un 50%.