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Marcha contra la inseguridad pública

México: Del acarreo yuppie al pueblo raso, cada quien con su bandera

Fuentes: Rebelión

Eso sí que fue ya el colmo. Un carterista, sorprendido en plena práctica del dos de bastos a la mitad del Zócalo, fue capturado ayer a las 2:25 de la tarde por algunos asistentes a la megamarcha contra el secuestro y la inseguridad pública, y estuvo a punto de ser linchado por los enardecidos manifestantes, […]

Eso sí que fue ya el colmo. Un carterista, sorprendido en plena práctica del dos de bastos a la mitad del Zócalo, fue capturado ayer a las 2:25 de la tarde por algunos asistentes a la megamarcha contra el secuestro y la inseguridad pública, y estuvo a punto de ser linchado por los enardecidos manifestantes, entre los cuales, sin embargo, se interpuso el grito «¡no vio-len-cia, no vio-len-cia!», que le salvó la vida al pobre ladrón. Integrantes de la Cruz Roja Mexicana lo rescataron de los brazos de la gente y lo entregaron a la policía preventiva.

De acuerdo con los cálculos más serenos, entre ellos el de la Agencia France Presse, alrededor de 250 mil personas marcharon ayer, inundando los dos sentidos del Paseo de la Reforma, desde el Angel de la Independencia hasta la avenida Juárez, y más allá de la Alameda Central se dividieron espontáneamente para entrar por 16 de Septiembre, Madero y 5 de Mayo hasta la plancha del Zócalo.

Aunque la cita era a las 11 de la mañana, el punto de partida estaba a reventar desde las nueve y media. En una maniobra que alguien describió como «el primer acarreo yuppie de la historia», cientos de autobuses escolares pintados de amarillo descargaban desde esa hora grupos y más grupos de habitantes de Las Lomas, Polanco y Santa Fe. Vecinos de las colonias Del Valle, Narvarte, Nápoles, Coyoacán, Florida, San Angel Inn y Pedregal de San Angel invadieron con sus autómoviles las calles aledañas a la embajada de Estados Unidos.

Allí estaba toda la clase media panista, católica, apostólica y urbana, pero no menos numerosa era la participación de las pequeñas burguesías e incluso del pueblo raso, así como de ciudadanos originarios de diversos estados, entre los cuales destacaban los de Chihuahua, con sus pancartas alusivas a las asesinadas en Ciudad Juárez; de Nuevo León -congregados éstos en protesta por el asesinato de la estudiante del Tec de Monterrey Lizbeth Salinas- y de Morelos, que trajeron consigo vistosos volantes a colores contra el gobernador panista Sergio Estrada Cajigal, quien se mantiene en el poder por obra y gracia de Santiago Creel, secretario de Gobernación, que lo protege contra viento y marea.

Pese a que no escaseaban las mantas contra Andrés Manuel López Obrador -muchas fabricadas en serie con frases relacionadas con la palabra «complot», que escribieron sin la «t» final para darle, según ellos, acento tabasqueño-, no fue una manifestación antiobradorista. Una de las razones por las cuales, según trascendió, los organizadores prefirieron que el acto fuera silencioso fue precisamente para evitar que hubiera gritos a favor del jefe de Gobierno del Distrito Federal o, peor aún, contra Vicente Fox y su señora esposa, presuntos responsables de diversos fraudes cometidos a través de Amigos de Fox y la fundación Vamos México, que tiene 173 cajas chicas escondidas en la Lotería Nacional, Pronósticos Deportivos, Pemex y muchas otras dependencias públicas.

La metáfora del día

Poco antes de la hora señalada para iniciar el callado cortejo, distinguidas personalidades de la derecha -entre ellas Guillermo Velasco Arzac, del Yunque-, se alinearon sobre Reforma, dando la espalda al Angel, y formaron lo que iba a ser la vanguardia de la columna. Ante ellos apareció un ataúd de madera, de tres metros de largo, pintado de color cobrizo y ornamentado con la estrella de David, que tenía el aspecto de un tétrico carro alegórico, pero la multitud, que ya no cabía en la zona, emprendió la caminata por su cuenta, dejando atrás a sus supuestos guías.

Estos forcejeaban, mientras tanto, con un grupo que también deseaba encabezar la procesión desplegando una manta contra los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, pero Eloy Salazar, en nombre de los «luchadores» contra la delincuencia, consiguió que muchachitos de gorra guinda y camisetas con una X verde en la espalda -la estructura de seguridad preparada para guardar el orden- desplazaran a quienes trataban de dar máxima notoriedad a la causa de las víctimas de los crímenes de odio.

Sin embargo, para el caso, ya no importaba quién iba al frente y quién no, porque ya no había frente. Los convocantes habían sido rebasados por la muchedumbre y ésta fue tal vez la más ilustrativa metáfora política de la mañana: la gente aceptó la histérica convocatoria de los medios para marchar contra la inseguridad, no contra López Obrador ni en favor de las tenebrosas intenciones de la pareja presidencial.

Ahora, no obstante, quizá veremos cómo los medios, que sí alientan propósitos golpistas contra el Gobierno del Distrito Federal, usarán esas imágenes de los ríos de puntitos blancos que, de seguro van a decirlo, salieron a «rescatar» la ciudad, pese a que la capital del país, de acuerdo con el INEGI, ocupa el número 10 en la lista de entidades más inseguras de la República. Y las peores -Tijuana, Cuernavaca y Mérida- son gobernadas por el partido de Fox y sus compinches.

No a la pena de muerte

A medio camino rumbo al Zócalo, dos jóvenes alzaron una leyenda de apoyo a López Obrador, pero otros custodios de gorra guinda les gritaron «¡esbirros del pejelagarto!» Y entonces ocurrió algo simpatiquísimo. Una muchacha indignada por los afanes proselitistas de sus coetáneos se plantó frente a ellos y les dijo, sin ocultar la cruz de su parroquia cultural clasemediera:

-¡Jelóuuuu! Esto es una cosa a-po-lí-ti-ca… ¡Jeló-uuuuu!

En su inmensa mayoría, la multitud iba vestida de blanco -no eran pocos los que se hacían acompañar de sus elegantes perros- y avanzaba en medio de un silencio que no alcanzó la categoría de «imponente», porque a cada tres pasos lo desgarraba el estruendo de un aplauso -clap-clap-clap-, que sonaba al conocido «juntensé» de las demostraciones izquierdistas.

Una novedosa aportación de los organizadores fue la distribución de pancartas en blanco, plumones negros y tapabocas blancos, que damas vestidas de blanco repartían a la sombra de los árboles de la glorieta del Angel, donde meseras de Sanborns, ataviadas como tehuanas, vendían café, donas y hot-dogs. Otros participantes se incorporaban al desfile de masas con grandes rótulos de cartón que ostentaban un letrero impreso industrialmente en altas letras negras: «Pena de muerte a los secuestradores».

Esta sutil influencia surtió efecto, porque un grueso número de asistentes, con la mente quizá en blanco como sus ropas, se dedicaron a copiar tal «demanda» igualmente prefabricada en las cartulinas vacías que les regalaban los miembros de México Unido Contra la Delincuencia. Pero indignada al ver que una criatura de dos años iba en su cochecito de juguete con una cartulina de adhesión a la pena de muerte, la adolescente Natalia Cote, de 13 años, dijo a este reportero: «Pedir la pena de muerte es rebajarse a la altura de los asesinos. Si ellos no respetan la vida de los demás, tampoco respetan su propia vida y por eso este tipo de castigos no va a asustarlos», afirmó con toda claridad en compañía de su padre, que asentía en silencio.

«Fox: te odio»

Poco antes de la una de la tarde, cuando todos los manifestantes iban a entonar el Himno Nacional allí donde estuvieran, una familia se detuvo rendida frente al McDonald’s del Zócalo. Eran padre, madre e hija, ejemplos típicos de la clase predominante en el corazón de la ciudad. Colorada como jitomate, la hija se quejó así:

-¡Ash, hace mucho calor, ma’! ¡Demasiado sol!

A lo que su progenitora cincuentona respondió: «Tómalo como un bronceado…»

Y entonces comenzó el Himno, que un señor de luengos bigotes blancos como su ropa coreó a todo pulmón sacando el pecho con los puños crispados y los ojos llameantes de furia. Por alguna extraña razón, todos los cantantes miraban a la facha del hotel Majestic, en uno de cuyos balcones había una señora parecida a Marta Sahagún, de anteojos negros y cachucha blanquísima.

Tras los aplausos y los vivas patrioteros, llegó el final sin discursos. Los medios habían logrado constituirse peligrosamente como un poder político supralegal, capaz de movilizar a una multitud tan grande como la que en marzo de 2001 acompañó hasta ese sitio al subcomandante Marcos. Pero ya la estación radiofónica Monitor hablaba de «¡2 millones de asistentes!», lo que contrastaba con los reportes matutinos de El Universal, que se referían a 100 mil personas. Ambas cifras eran las antípodas de la inexactitud, porque el Zócalo nunca se llenó por completo, y quienes lo conquistaban con la lengua de fuera se retiraban de inmediato para ceder su espacio a las masas que aún venían sobre Reforma.

Para terminar, la gente depositó sus pancartas en el centro del Zócalo y allí se produjo un collage escalofriante de denuncias y lamentaciones que hablaban lo mismo de automóviles que de bebitos robados, fotos de muchachos asesinados en la calle, mensajes de viudas y huérfanos, quejas contra López Obrador y Fox en el mismo paquete, exigencias de «políticos inútiles, ya pónganse a trabajar», una insólita demanda de «¡pena de muerte a los diputados!», un japonés que en su propia lengua dibujó «¡odio el crimen!», y una muchacha silenciosa, de pie, inmóvil como una cariátide, exhibiendo estas palabras: «Fox: te odio no por bonito sino por idiota».

En fin, México en junio de 2004, al borde del precipicio político. Ah, pero entonces alguien clamó: «¡Agárrenlo, agárrenlo!» y decenas de manos cayeron sobre el más paradójico de los carteristas. Al fondo repicaban las campanas de la Catedral…