La polarización social y la polarización política caminan por rutas convergentes. Un feroz enfrentamiento dentro de las elites que, en parte, ha asumido la forma de nueva edición de la lucha entre liberales y conservadores, similar a la que dividió al país en el siglo XIX, ha entrado en sincronía con un nuevo capítulo de […]
La polarización social y la polarización política caminan por rutas convergentes. Un feroz enfrentamiento dentro de las elites que, en parte, ha asumido la forma de nueva edición de la lucha entre liberales y conservadores, similar a la que dividió al país en el siglo XIX, ha entrado en sincronía con un nuevo capítulo de las recurrentes pugnas de la gleba. Los ritmos y tiempos en los que ambas se desenvuelven comienzan a coincidir.
La multitudinaria manifestación contra el desafuero de Andrés Manuel López Obrador, efectuada el 29 de agosto, y las marchas y paros obreros y campesinos contra la reforma a la Ley del Seguro Social que se realizarán este 31 de agosto y el 1º de septiembre, son indicadores de esta tendencia profunda. El descontento político y el malestar social comienzan a encontrarse y entrelazarse.
Los pleitos en el seno de la clase política han alcanzado intensidad mayúscula. Los partidos padecen inacabables conflictos internos. Las peleas entre las personalidades políticas de mayor renombre son recurrentes. El pavor de Los Pinos a la popularidad de López Obrador es compartido por un importante grupo de empresarios. Temen que se les cuele, y con él el pobrerío al que tanto temen.
Hay resentimiento creciente entre los sectores populares y los privilegiados, y la figura de López Obrador se está convirtiendo -más allá de su voluntad- en el emblema de ese encono. Y, aunque la división política no sigue una estricta línea de clase -porque la ineptitud del presidente Fox y su política conservadora provocan un rechazo creciente también entre las clases medias-, la amenaza del desafuero al jefe de Gobierno de la ciudad de México ha provocado una fuerte reacción entre los sectores populares hartos de la prepotencia y los excesos de las elites.
Las disputas entre la clase política han sido alimentadas, en parte, por el gobierno federal. La administración de Vicente Fox no sólo ha seguido adelante con las reformas neoliberales impulsadas por el PRI, sino que ha buscado lanzar una revolución conservadora que cuestiona elementos nodales del Estado mexicano. La política exterior se ha subordinado a los intereses de Washington, como no sucedía en años. La privatización avanza ilegalmente en la industria petrolera y eléctrica. El laicismo ha sufrido grave retroceso. Grupos confesionales como Provida han sido generosamente financiados con recursos públicos.
La promoción del conservadurismo desde las instituciones del Estado ha fracturado a la clase política. Para enfrentarla comienza a gestarse en un sector de las elites una nueva versión del liberalismo, muy distinta del «liberalismo social» puesto a circular en la época de Carlos Salinas, como sustituto de la ideología de la Revolución Mexicana. Se trata de un liberalismo que, reivindicándose juarista, pone en el centro de su acción cierta modalidad de justicia social, la defensa de la soberanía nacional y la defensa del Estado laico.
Ello es resultado tanto del agotamiento doctrinario que padece una parte de la clase política de origen priísta como una respuesta al avance de la derecha. No son pocos quienes creen que la acción de López Obrador sienta las bases para esta reconstitución del liberalismo y el freno al conservadurismo.
La acción gubernamental ha propiciado también el incremento de la polarización social. La reforma a la Ley del IMSS -criticada hasta por la jerarquía de la Iglesia católica- ha provocado gran malestar en el mundo del trabajo. Ha sido vista por un conjunto de sindicatos como el preámbulo para que el gobierno imponga por la fuerza una reforma laboral antiobrera. Además, la Unión Nacional de Trabajadores (UNT) ha interpretado el apoyo que el Congreso del Trabajo brindó a esta iniciativa como un abierto desafío a su influencia sindical. Expresión de este descontento son las enérgicas y sostenidas protestas realizadas por los trabajadores del IMSS al margen de sus dirigentes nacionales.
Sin embargo, el crecimiento del encono social es previo a la reforma. El desempeño de la economía ha sido decepcionante. Está en marcha una restructuración del mercado laboral y de la fuerza de trabajo, marcada por un claro crecimiento de la economía informal y un incremento de la migración hacia Estados Unidos, que ha hecho crecer la precariedad y la inseguridad. La declinación del estándar de vida y el aumento en los niveles de pobreza -maquillado en las estadísticas oficiales con los ingresos provenientes de las remesas- han provocado un resentimiento social creciente. La ilusión por la oferta del cambio se ha convertido en desencanto.
Y aunque las desigualdades sociales no se traducen directa o automáticamente en divisiones políticas, la diferencia social en el México de hoy se ha politizado y se ha convertido en eje de una política distinta. Los antagonismos de clase están recuperando sus tradicionales formas de expresión gremial, pero también han adquirido nuevas modalidades. Y con los partidos en proceso de descomposición, la importancia política de la estratificación social aumenta.
Vivimos el ocaso de los partidos tradicionales. El sistema de partidos es cada vez más ineficaz. No han sabido responder a los desafíos de una crisis económica prolongada. Su incapacidad para identificarse con las clases bajas contribuyó a erosionar la credibilidad del sistema. El apoyo que tuvo el PRI en los sectores populares organizados se ha desgastado. Una parte sustancial de la clave para entender el fenómeno López Obrador está, precisamente, en su mimetismo con las aspiraciones de los sectores más humildes y menos representados.
Martes 31 de agosto de 2004