A lo largo de 24 años, México ha sido gobernado a contrapelo de los intereses populares. En ese lapso, los depositarios del poder político han persistido en la práctica sistemática de privatización de lo público. Entre las autoridades federales y los barones del dinero se ha ido conformando una corrupta oligarquía hay que mencionar, sólo […]
A lo largo de 24 años, México ha sido gobernado a contrapelo de los intereses populares. En ese lapso, los depositarios del poder político han persistido en la práctica sistemática de privatización de lo público. Entre las autoridades federales y los barones del dinero se ha ido conformando una corrupta oligarquía hay que mencionar, sólo por su actualidad, la obscena evidencia aportada por Emilio Gamboa Patrón y Kamel Nacif, y ello sin afán de hacer menos el cúmulo de indicios que apunta a los negocios turbios de la actual familia presidencial que legisla y aplica o quebranta las leyes resultantes en exclusivo beneficio de sí misma; que se sirve de las instituciones para asegurar su perpetuación en ellas, que simula un estado de derecho a todas luces vulnerado. Esta oligarquía ensalza leyes y procedimientos democráticos que se cumplen cuando sus resultados resultan favorables a los intereses dominantes, pero que son atropellados hasta el punto de la imposición, como la que operó Miguel de la Madrid en la persona de Carlos Salinas, o de la guerra sucia, como la que emprendió 18 años más tarde Vicente Fox contra la coalición Por el Bien de Todos.
Convertida en una gestión a favor de los grandes capitales financieros Ernesto Zedillo o en un juego de seducción de las clases medias Salinas, Fox, la autoridad presidencial se ha desentendido, durante un cuarto de siglo, de la catástrofe económica y social que padecen millones de mexicanos, y al desentenderse la ha acentuado. El proyecto histórico de estos años ha consistido más bien en incrustar al país en la economía global, así sea partiéndolo en pedazos y subastándolo como chatarra.
Tal acumulación de agravios habría podido degenerar en una violencia generalizada, en un incendio nacional de grandes proporciones, en un país en caos. Que no haya ocurrido así no es mérito de los gobernantes, sino del tejido social, que ahora, maltratado y todo, ha conseguido dar cuerpo a la convención nacional democrática (CND), una respuesta pacífica, civilizada y orgánica ante los más recientes desmanes y atropellos cometidos por la arrogancia, la frivolidad y la ilegalidad del foxismo. Ante un proceso electoral cuestionado y cuestionable, manchado por la sospecha y por irregularidades del Poder Ejecutivo así lo reconocieron los magistrados del tribunal electoral que, a pesar de ello, lo dieron por bueno y otorgaron el triunfo al candidato oficial, Felipe Calderón, la porción ignorada de la sociedad, la ninguneada, la defraudada, ha decidido establecer su propia representación social y desconocer a las instituciones que por tantos años han sido operadas por quienes, a su vez, ignoran y desprecian las necesidades, las aspiraciones y la dignidad de ese sector de la población. La CND y el cargo que ésta le otorga al ex candidato presidencial de la coalición Por el Bien de Todos tiene su razón inmediata en un vasto descontento electoral, pero sus contenidos no se agotan en él; su propósito, en adelante, es luchar contra el programa de desmantelamiento nacional en curso, del que Felipe Calderón es amenaza de continuidad, y tiene asideros mucho más reales que el país de fantasía (bienestar y crecimiento económicos, vigencia de las leyes, transparencia, democracia, rendición de cuentas) que hasta en el discurso oficial ha empezado a caerse a pedazos.
Fiel a sí mismo, el grupo gobernante cuyo frente mediático constituye un bastión principal de poder fáctico ha empezado ya a reaccionar con mofa y desprecio al surgimiento de la CND y a sus resolutivos. Pero este empeño de una parte fundamental de México por hacerse ver, por darse la representación real que le ha sido escamoteada durante muchos años por sus supuestos representantes formales, es hoy, sin embargo, un elemento inocultable en el panorama político del país: es el símbolo del descontento ante las autoridades frívolas, corruptas, insensibles y excluyentes que México no se merece. Los despreciados, los ninguneados, los burlados de siempre, han decidido hacerse presentes en la historia.