El ataque de la policía al plantón de maestros en la ciudad de Oaxaca demuestra varias cosas, además de la ineptitud de quienes lo planearon y ejecutaron. La principal, sin duda, es la ausencia absoluta de conciencia en cuanto a los derechos de los seres humanos en los gobernantes de esta vasta República que ya […]
El ataque de la policía al plantón de maestros en la ciudad de Oaxaca demuestra varias cosas, además de la ineptitud de quienes lo planearon y ejecutaron. La principal, sin duda, es la ausencia absoluta de conciencia en cuanto a los derechos de los seres humanos en los gobernantes de esta vasta República que ya no es bananera, y no porque el Estado nacional haya evolucionado (al contrario, padece de una involución casi clínica), sino porque la población madura políticamente a fuerza de palos y carcelazos.
Seis semanas atrás, policías federales y del estado de México realizaron en San Salvador Atenco un ataque aún más brutal y sangriento, con el aval entusiasmado de los medios electrónicos y no pocos diarios. Lo que pareció un clímax podría ser un adelanto. El poder político de la «transición democrática» alcanza nuevos límites de intolerancia contra el descontento popular. De inmediato se le criminaliza, se arman rápidas teorías conspiratorias y se «deslegitima» a la gente.
No parece importar en el gobierno ni en los partidos políticos de donde emanan los gobernantes, que vivamos en un mundo más interconectado, y que las atrocidades de Atenco le dieran la vuelta al mundo, indignaran a ciudadanos de muchos países, y las censuras al Estado mexicano no se hicieran esperar. Una inusual actitud de los afectados, en especial las mujeres ultrajadas, volvió candente el tema. No obstante, no se castiga a nadie, no se reconoce el exceso criminal de los policías, no se despide a ningún funcionario.
Se castiga, en cambio, a las víctimas, pues para las autoridades son las únicas culpables. Y poco después se recicla el procedimiento en Oaxaca. Lo nuevo no son los desmanes del orden público, ni que las acusaciones y denuncias de la población se minimicen, o de plano se nieguen «de oficio», sino que sean espectáculo.
Extrañamente, el rompecabezas de lo que sucedió el pasado 14 de junio en el Centro Histórico de Oaxaca resulta difícil de armar. Se atacó a personas inermes, dormidas e inocentes. Mujeres, niños y maestros de primaria, muchos de ellos indígenas. El ingenio oficial fue tanto que agregó a la infantería de los garrotes y no pocas armas de fuego el recurso del bombardeo aéreo con gases lacrimógenos. El abuso fue tan desordenado que por supuesto afectó también a los policías actuando en la plaza. Los testigos describen una situación de caos que duró varias horas, donde los perseguidos huyeron, pero también se defendieron. Y luego regresaron.
Como se sabe, los plantonistas capturaron algunos policías. Un maestro contaría después cómo le tocó ver lo fácil que resultó a los mentores reducir a algunos de sus atacantes. «Parecían muy drogados», afirma. «Como si no supieran ni dónde estaban». No sería noticia que las tácticas perfeccionadas por los marines en Vietnam (surtir enervantes a las tropas antes de una operación) se apliquen en nuestro país; lo nuevo fue que se les pasara la dosis, o no se calcularan los efectos secundarios.
Un manejo apresurado e irresponsable de la información por parte de los afectados los llevó a hablar de un cierto número de muertos sin evidencias definitivas. Ese error dio un arma más al gobierno. Como el policía pateado en Atenco. El gobernador y sus voceros pudieron desmentirlo tranquilamente, ganando puntos mediáticos. Pero como en Atenco, les duró poco esa ventaja. Los maestros recuperaron la plaza, ganaron la simpatía popular, y sobre todo la solidaridad de otras organizaciones y de comunidades indígenas en todo el estado, las cuales sufren ataques así y peores constantemente, cuentan por decenas sus muertos y, posiblemente, por centenares, sus presos políticos, astutamente acusados por el gobierno de delitos del orden común.
Los organismos de derechos humanos han tenido dificultades para documentar muertes, heridos de bala y violaciones sexuales durante el desalojo. Pues al parecer sí los hay. Se sabe del fallecimiento de una mujer de Cuacatlán, que en medio de la confusión y el miedo fue llevada a enterrar por sus familiares. Y una doctora del IMSS relató en Radio Universidad (actualmente tomada por estudiantes que apoyan el paro magisterial) cómo vio morir a un niño, a quien sus padres también habrían trasladado a su comunidad. Sin cuerpo del delito no hay pruebas, se regocijan los agentes del Ministerio Público.
También se presume al menos un caso de violaciones a mujeres refugiadas en un aula de la escuela primaria Pestalozzi de la capital oaxaqueña, pero las mujeres se dispersaron y no han aceptado atestiguar «su vergüenza», mucho menos someterse a un estudio ginecológico. La Red Oaxaqueña de Derechos Humanos ha confirmado al menos un herido de bala (un comerciante que se encontraba en la plaza), lo cual es rarísimo, porque como en Atenco, oficialmente los policías iban desarmados.
El rigor policial incluyó robo o destrucción de las modestas pertenencias de los plantonistas. ¿Eso es parte de la aplicación normal de la justicia? Una vez más se oculta o minimiza la violencia oficial. Una vez más, los analistas y escritores que «se ocupan del tema» prefieren no ocuparse del tema; esto es, se aferran a las versiones de que los inconformes son los «violentos», y que el estado de derecho y la paz social deben salvaguardarse. Están llegando tarde. Los pobres, inconformes con sus condiciones de vida y el trato que reciben (o sea, los «culpables») ya no aguantan, y saben que nadie los defenderá si no son ellos mismos. ¿Cómo hablar de paz social si para ellos eso no existe?