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Misteriosa Shangai

Fuentes: Bohemia

Atrás quedaba el lánguido aeropuerto José Martí. Y el parisién Charles de Gaulle, quizás demasiado impersonal en su monumentalidad acristalada y su eficiencia hiperbórea. En él, más que todas las marcas Gucci, Armani, el glamour innegable, podría impresionar la cantidad de «metecos» («bárbaros» de piel aceitunada o de betún por piel) que se desempeñan en […]

Atrás quedaba el lánguido aeropuerto José Martí. Y el parisién Charles de Gaulle, quizás demasiado impersonal en su monumentalidad acristalada y su eficiencia hiperbórea. En él, más que todas las marcas Gucci, Armani, el glamour innegable, podría impresionar la cantidad de «metecos» («bárbaros» de piel aceitunada o de betún por piel) que se desempeñan en mil labores; menores las más, por supuesto.

Por cierto, cuando partíamos, una negra preciosa, de ademanes paradigmáticamente galos, al entrever «mi rojo pasaporte» -que diría Maiakovski-, me espetó en perfecto español: «Que tenga un buen viaje…, señor». Por poco me llama compañero. Creí intuírselo en un rostro que de pronto se me antojó ¿habanero?, ¿nostálgico?

Luego de sobrevolar la inmensa taigá siberiana (en sueños oía una voz: «Kalinka, Kalinka, Kalinka maiá»), desafortunadamente de noche, toda la estepa mongola y un desierto cuya blancura encandilaba (¿el de Gobi?), llegamos a Pekín. Y de Pekín, si me lo permiten, una primera impresión, que luego se fue transformando para mejor, no sé si por obra y gracia de la memoria afectiva: riqueza, pero riqueza un poco engolada, impostada, como la que se puede tener con solo 30 años de una reforma económica de resultados visibles para el más miope. Sí, tal vez de nuevos ricos los aires.

Al primer contacto, la ciudad me pareció un tanto provinciana, percepción que se ahondó después, al compararla con Shangai. Solo el tiempo me haría sopesar la delicadeza natural de los pekineses, que hacían la vista gorda a mis poco cultivadas maneras y a mi inglés escolar, mientras que una parte de los habitantes de la otra urbe con los cuales traté se mostraban menos propicios a la tolerancia, tal vez por esa consabida vertiente occidental de una educación más cosmopolita.

Pero desde el principio me cayeron bien los chinos, tan civilizados que soportaban estoicamente, con sonrisa fácil, las bromas y risotadas, las salidas de tono y hasta la impuntualidad de buena parte de la variopinta delegación de más de cien periodistas de países en vías de desarrollo, del Sur profundo, invitados a la Exposición Universal Shangai 2010, en un programa que comprendió a guisa de subyugante añadido la visita a cinco polis (tres de ellas, megalópolis) y numerosos sitios históricos y económicos, entre otros, en una agenda trepidante de solo diez días, desde los estertores de abril hasta los vagidos de mayo.

Y mire que algunos de los colegas insistían en los sempiternos clichés: «¿Por qué la entrada de las instituciones estatales son custodiadas por soldados?». Por eso, en tanto los anfitriones callaban, solícitos y respetuosos, este ya casi chinófilo, que con el viaje había llegado al culmen de su arraiga afición por las tradiciones y la cultura de la añeja nación -ópera, artes visuales y marciales, literatura- se avino a convertirse en «abogado del diablo», para ripostar con otra pregunta: «Chico, ¿por qué no inquieres también por la carencia de armas de fuego de esos soldados y de la policía?» Increíble. Sólo la brigada criminalística las porta. Si un agente del orden o de tránsito interviene en una riña digamos que con puñales tiene que hacerlo a puras técnicas de wushu (kongfú), sin ser precisamente Bruce Lee.

Un acezante paseo por la Gran Muralla y el obligatorio recorrido por la Ciudad Prohibida, o Palacio Imperial, con su alucinante rimero de nueve mil 999 estancias, serían el pórtico ideal para la piedra ancilar de nuestra misión: la ya archifamosa muestra.

Rabelaiseana, así de enorme

Si, perdonando anacronismos y otros dislates, los gigantes Gargantúa y Pantagruel, hiperbólicos comilones y meadores -tales los describe en su hilarante libro de espíritu renacentista el francés Rabelais- y un Goliat redivivo o aún no herido de muerte por la honda del pequeño David desearan vivir en China, sin duda se establecerían en Shangai, porque en esta urbe de alrededor de 21 millones de habitantes, contando empadronados y «flotantes», todo se nos presenta con la medida del asombro, de lo exagerado. No en vano un seguramente empedernido hincha de los albicelestes, el colega Marcelo Cantelmi, editor jefe de internacionales del diario argentino El Clarín, reparaba en que la exhibición, la cuadragésima primera de su tipo y la primera realizada en una nación emergente, tiene el tamaño de 990 canchas de fútbol y costó unos 58 mil millones de dólares.

La Expo reúne, igualmente, méritos como ser la primera dedicada a la ciudad en los 159 años de historia de este tipo de sucesos, desde la edición iniciática, en el Londres de 1851. El empleo masivo de fuentes energéticas renovables, con propuestas de autos y otros medios de transporte que funcionen con ese principio, la utilización de la robótica en la vida moderna y nuevos conceptos para entender los futuros asentamientos son algunas de las aristas de este encuentro de civilizaciones, como lo ha llamado, siguiendo a diversos entendidos, el colega Juan Diego Nusa. En ese ámbito se erigen en objeto de especial atención temas como el pluralismo de las culturas urbanas, la innovación tecnológica y las reformas en ese espacio, y las interacciones con el campo.

Así que, rindiendo honor a su costumbre de ¿epatar?, no, más bien de exteriorizarse acorde a su dimensión demográfica y económica, China realizó la largamente esperada inauguración, el 1ro de mayo, con interminables columnas de agua, láseres rojos y fuegos artificiales, que «danzaron» con la Carmina Burana, se explayaron al compás de los valses de Strauss y tocaron la comba celeste de la inspiración con el Himno a la Alegría, de la Novena Sinfonía de Beethoven.

Quizás no habría que estar en la margen del río Huangpu -los medios nos hacen ubicuos- para coincidir con quienes vislumbran en este país la gran superpotencia de los próximos años. Amén de lo racional, lo sensorial nos lo vaticina cuando la vista se posa, incrédula, en el televisor LED de una pieza más grande del orbe, que mide 280 metros de largo por 25 de ancho, colocado a la vera de uno de los dos fabulosos puentes -el de la derecha desde nuestra posición, de espaldas al estadio donde, como parte de la apertura, interpretó el célebre tenor italiano Andrea Bocelli-, puentes que contribuyeron a que colegas avisados, obcecados trotamundos, afirmaran sin reticencia alguna que, en rascacielos y luces, Shangai es el compendio de lo que, por separado, significan para algunos Nueva York y Las Vegas. Con una organización y una seguridad ciudadana que ya quisieran ellas, donde dizque no pasan de virtuales los protagonistas del programa CSI, los sofisticados agentes concurrentes a la escena del crimen.

Organización y seguridad que cobijarán a los 70 millones de personas que se espera asistan a la Feria hasta su cierre, el último día de octubre, y a expositores de cerca de 200 países de todo el planeta y, según el programa, 49 grandes organizaciones internacionales. Solo la fiesta primigenia congregó a dos mil 500 artistas locales y foráneos -entre ellos, el pianista chino Lang Lang, el Soweto Gospel Choir, de Sudáfrica, y el Shanghai Shengyin Art Troupe-, que cantaron o bailaron para unos ocho mil privilegiados huéspedes que el Gobierno de Pekín convocara en todo el planeta.

Para los chinos, pero particularmente para la ubérrima Shangai, epicentro del salto de este modelo de socialismo con características propias, como suelen calificarlo ideólogos, académicos y dirigentes, la Expo se une a los juegos olímpicos de dos años atrás por algunos de sus fines. Resulta expresión fehaciente del poderío, la bonanza de la única gran nación que ha emergido de la crisis con amplio crecimiento de la economía.

Y no solo de ello. Asimismo, resulta demostración plausible de la creciente conciencia de que este despunte debe transcurrir de modo sostenible, por lo que aquella cuyo nombre significa literalmente «Más arriba del mar» y que desde antaño llaman Gran Dama de Asia ha dado la bienvenida al mundo, mundo en extremo voyeurista, bajo el lema «Mejor vida, Mejor ciudad», destacando con esto el anhelo propio y de todo el globo de una existencia perfectible dentro de los entornos urbanos del mañana, en estrecha armonía con la naturaleza.

En ese contexto, innúmeros analistas concuerdan en que se trata de una oportunidad para que China exponga sus notables éxitos en los campos de la construcción, social, cultural, económico, científico y tecnológico, colocando al ser humano como centro y sujeto activo. Simultáneamente, el evento se trueca en plataforma para avanzar hacia beneficios mutuos y prosperidad común, desde un rico intercambio en las diferentes esferas del quehacer humano.

Con tales perspectivas, la muestra intentará ofrecer soluciones a los retos que plantea un imparable incremento del siglo XXI. Si a principios del XIX apenas el 2 por ciento de la población planetaria vivía en las urbes, este porcentaje se elevó hasta el 29 por ciento en 1950 y, según las Naciones Unidas, será de un 55 por ciento en el 2010. Y no pudo devenir más propicio el lugar escogido: el emporio bañado por las lentas aguas del río Huangpu, afluente del Yangtze, en la costa del Mar de China, ejemplo vívido de lo que ha significado la emigración de las zonas rurales, con los consiguientes problemas de tipo existencial, económico, ambiental, entre otros.

Recordemos que casi una cuarta parte de las mil mayores polis del planeta se encuentran en China, de acuerdo con un informe estadístico de la Organización de Naciones Unidas según el cual más de la mitad de la humanidad, unos tres mil 500 millones de personas, viven en ciudades, sobre todo en las más grandes.

Sano orgullo, el de los organizadores, magníficos anfitriones de hitos como los XXIX Juegos Olímpicos de Pekín-2008 y las celebraciones del aniversario 60 de la fundación de la república popular, el pasado año; organizadores que, si bien se han esmerado en exhibir la magnificencia de núcleos como la capital, Suzhou y la propia Shangai, no osan esconder desafíos tales como el negativo impacto inherente a una acelerada industrialización. Y que tampoco ocultan la aspiración a que la Expo 2010 derive en la más sobresaliente de su tipo en la historia, al sobrepujar el récord ostentado por su similar de Osaka, Japón, en 1970, con 64 millones de visitantes, y la de Montreal, Canadá, 1967, con más de 50 millones.

Con tal objetivo, se ha dispuesto una superficie total de 5,28 kilómetros cuadrados, que, incluyendo una zona cerrada y áreas exteriores de apoyo, se despliega a ambos lados del Huangpu, con 3,93 kilómetros cuadrados en el distrito Pudong y 1,35 en el Puxi, y que dispone de 12 grupos de pabellones, cada uno con una superficie media de entre diez mil y 15 mil metros cuadrados.

Según fuentes locales, están estipuladas más de 20 mil actividades, en 32 sitios distintos, durante 184 días. Espectáculos de artes marciales y más de 900 desfiles y actuaciones exponentes no solo de la milenaria cultura, sino de las de los cuatro puntos cardinales, forman parte de la oferta.

Cuba allá en la inmensa China

Cuando abandonamos a China, el 5 de mayo, sumaban ya más de 190 los países y alrededor de 60 los organismos internacionales presentes en la Feria, que desde su apertura hasta el día 3 había recibido la impresionante cifra de 550 mil visitantes, hecho que impele a predecir atinada la previsión de 70 millones en los más de 180 días programados.

En uno de los breves descansos de una desenfrenada cadena de recorridos, este redactor ponderaba, en diálogo con un colega, el diseño ultrasofisticado de varios de los pabellones nacionales, como la imponente Catedral de Semillas británica -con unas 60 mil varillas de acrílico, que se mueven y capturan la luz-, el gigantesco cesto de mimbre llevado por España o la pirámide invertida de color rojo de China.

Por su parte, el ámbito cubano, uno entre los ocho -dos conjuntos, en la zona C- en que están inscritos los 33 países latinoamericanos y caribeños, rezuma buen gusto en medio de su relativa pequeñez -comparado con los de las naciones primermundistas-. Lo constituye una moderna edificación, colmada de vidrio, en cuyo exterior predominan los colores rojo y azul -los de la bandera-, con un portal, elemento típico de la arquitectura vernácula, a guisa de entrada. Portal que da paso a una plaza tradicional, dominada por una enorme foto mural de La Habana.

Interrogado por los enviados especiales (El del diario Granma también), el embajador nuestro en China y comisario general de la Isla en la Feria, Carlos Miguel Pereira, afirmó que la representación antillana ha tenido una gran aceptación. «Nuestro lema principal, Una ciudad para todos, se basa en las oportunidades que se brindan con equidad a cada uno de sus habitantes, a quienes se les propicia una participación activa en la edificación y la transformación de la ciudad, independientemente de su status social, raza, género, cultura, religión, etnia y nivel intelectual.» También «presentamos las experiencias que hemos ido acumulando en los programas de rehabilitación del centro histórico de La Habana y la manera en que se trabaja desde el punto de vista comunitario la vida en la ciudad. Además, ofrecemos una visión de nuestra realidad económica, política y social».

Y claro que hay aceptación. Los periodistas comprobaron la satisfacción de quienes, además de lo aseverado por el entrevistado, podían disfrutar el milagro de un mojito, de un habano, en tanto entraban en contacto directo con los más recientes logros científicos, sociales y culturales del primer Estado de la región en establecer relaciones diplomáticas con la República Popular China, el 28 de septiembre de 1960. Y eso los ciudadanos de aquí no lo olvidan.

Pujante, bella, misteriosa

Si algún estereotipo llevaba el periodista a China era el misterio de la ciudad de neón multiplicado donde se explaya la alucinante, fastuosa feria universal: la Shangai asiática y occidental, aquella en que los europeos buscaban el morbo de unos ojos rasgados y acariciadores entre las brumas del opio y los bailes de salón, según un Hollywood repetitivo y hasta una saga de novelas detectivescas, en unas calles anochecidas aparentemente, porque en ellas siempre ha sido de día.

Sí, parece eterno el día en esa urbe brumosa y contaminada, inmisericordemente bella, que, ubicada en el sureste del país, abriga a millones de seres trashumantes en el consumo, que atiborran las bien surtidas tiendas en medio de un derroche de pantallas y carteles lumínicos donde el chino y el inglés, de manos en la publicidad, trasuntan el boom económico del gigante asiático, empeñado en un mercado regulado por el Estado como vía en su caso probada de crecimiento económico.

Como me subrayaba a cada paso, y luego escribía, un colega devenido amigo, el cuate Salvador Borja Espinosa, las fachadas de centenares de edificios iluminan a ultranza la noche de Shangai, bien de forma sutil, bien de modo cercano a lo grotesco. Por doquier, luces caprichosas, luces artísticas, luces que maravillan, encandilan y atrapan a los viandantes. También, en las trenzadas autopistas, y en los puentes, que por debajo asumen la tonalidad del azul que solo el neón se permite. Luces que, al decir del Salvador de mirada aguda, suben y bajan, rodean, aparecen y desaparecen, guían y marean, parpadean y deslumbran, y van del amarillo más intenso, pasando por el rosa, hasta el rojo, el verde, el morado… Sí, la luz parece ser la naturaleza, el destino de Shangai. Menudo imán el de esta ciudad tan poblada como México DF, por ejemplo, pero mucho más organizada y con una seguridad que nos permitió el paseo demorado por algunos de sus innúmeros bares y discotecas.

Paseo que se regocijó en la gótica torre de telecomunicaciones Perla del Oriente. La cual, con sus 468 metros desplegados en la zona de Pudong, junto al río Huangpu, se erige en el tercer edificio más alto del mundo. La mole de concreto está enclavada en el distrito financiero y su original diseño pone en consonancia dos esferas, una de las cuales alberga un restaurante giratorio -asentado en tres enormes columnas- donde se confabularon las bellezas del entorno a vuelo ¿de pájaro?, no, de helicóptero o de avión, con las bondades gustativas, olfativas y visuales que nos deparaba una de las cocinas más deliciosas que este humano y guajiro ser ha probado en su vida.

En esa emblemática construcción, abrumada cada año por millones de turistas, también se encuentra la discoteca Mint, entre las más populares del momento, cuya principal excentricidad radica en una ciclópea pecera con agua de mar, que aloja a varios tiburones y otros peces de menor tamaño. Cuentan el furibundo trasnochador que es Salvador y otros colegas -no estuve allí; lo juro- que se pueden apreciar enigmáticas, arrebatadoras mujeres asiáticas, de estilizadas figuras, así como extranjeras que rivalizan en soltura y carisma con sus pares locales, en un ambiente amenizado por música de diversos estilos y procedencias geográficas.

Pero existe la cara oscura de Shangai, con salas de masaje donde el cliente se relaja hasta un siguiente paso… más íntimo y también rentado. El viajero cauto deberá sortearlas, como eludirá, si sabio, el acoso de guías que intentarán conducirlo a «inimaginables delicias», en sitios camuflados ante ojos ingenuos, si no quiere cerciorarse de que Shangai puede ser, asimismo, definitivamente sórdida. Sórdida, a pesar de sus claras tiendas, abiertas a las compras compulsivas en la calle peatonal de Nanking, donde rivalizan firmas transnacionales como Rolex, Nike y Adidas con locales como la deportiva Li-Ning. A pesar de los democráticos almacenes comerciales, supermercados, restaurantes, bazares. A pesar de récords como el de poseer uno de los 10 primeros puertos del globo…

Sí, sin duda es enigmática, aunque no tanto como el estereotipo. Misteriosa y bella como la Gran Muralla, la Ciudad Imperial, las urbes de Kunshan y Suzhou, el parque Tinglin, la granja ecológica de Bacheng, el poblado lacustre de Zhouzhang (sus calles son canales más vetustos que los de Venecia), el Jardín del Administrador Humilde. Y sólida en lo económico como la agencia de noticias Xinhua, el Centro de Investigación y Desarrollo de Huawei, el Instituto de Bordados de Suzhou, el museo de esa última, la propia Expo Shangai 2010.

Al menos así lo apreció este enviado de BOHEMIA, que cumplió el añejo sueño de visitar a China, donde pasado y presente hacen prever un futuro exitoso, gracias a un socialismo de estirpe particular y acaso un tanto contradictorio para mentes ortodoxas, a una laboriosidad ponderada y hasta envidiada en los cuatro confines y quizás a un misterio aún sin develar. Como el de la pujante, la inigualable Shangai. Xiexie (gracias), China. Xiexie, Shangai.