Traducido para Rebelión por Rocío Anguiano
«Tolerancia cero», proclama Sarkozy desde hace más de tres años. Pero la violencia persiste y el eslogan suena hueco.
«Iré a Corea», había dicho Eisenhower para que le eligieran presidente de Estados Unidos en 1952. Nicolas Sarkozy, por su parte, se dirige a los suburbios, comandante en jefe en el frente de las barriadas. ¿Es la guerra de los suburbios, la madre de todas las batallas del sarkozismo? Pues no ha empezado bien. Se inicia en la cacofonía, la confusión y la impotencia. Como en el drama de Clichy-sous-Bois. Los adolescentes electrocutados por ocultarse en un transformador de la compañía eléctrica EDF fueron presentados por las autoridades como delincuentes que huían de la policía, y más tarde como inocentes que habían sido presa del pánico. Estallaron las revueltas. Se lanzó una bomba lacrimógena contra una mezquita -infortunio que fue desmentido y luego reconocido por el propio ministro. Algunas asociaciones musulmanas se adhirieron, junto con el ayuntamiento, al duelo y la protesta de los amigos de los jóvenes… El comunitarismo subió puntos. Más aún: un ministro, Azouz Begag, protestó contra el uso por parte de Sarkozy de la palabra «chusma» para referirse a los alborotadores. Begag, que fue elegido miembro del gobierno como muestra de la voluntad de integración de la derecha, pisa en terreno movedizo, haciendo suyo ese malestar de las barriadas, que han de sentirse atacadas en su conjunto cuando las autoridades pretenden estigmatizar a los delincuentes… Curioso resultado para Sarkozy, el apóstol de la «discriminación positiva».
«Cuando se quiere esclarecer una situación, solo el recurso a la justicia, a una investigación ordenada por un juez de instrucción, permite ser creíble» afirma Jean-Pierre Mignard, abogado de las familias. En lugar de esto, las autoridades han proclamado sus sucesivas verdades. Las sistemáticas apariciones de Sarkozy -el jefe ratifica- subrayan esta espantada frente al estado de derecho. ¿Maniobra deliberada? Desde 2002, Sarkozy ha intentado beneficiarse de la inseguridad con la pretensión de ser el único capaz de acabar con ella. La delincuencia, lejos de amedrentarle, reforzaba sus argumentos. Pero han pasado tres años y el ministro se ha convertido en responsable de la situación. El exceso de apariciones del ministro-candidato refleja más su impotencia -la del Estado- que su determinación. «Tolerancia cero» proclama Sarkozy, sin embargo este ha sido su eslogan desde hace más de tres años sin que se hayan visto los resultados. Porque en el fondo no se ha solucionado nada. El estado de violencia no disminuye. Los tres muertos de la semana pasada son una muestra del mal que aqueja a la sociedad francesa.
En efecto, son tres los muertos y no solo dos. Porque a los dos jóvenes electrocutados hay que añadir ese padre de familia que fue golpeado hasta la muerte delante de su familia, por haber penetrado en una barriada «prohibida» con una máquina fotográfica, en Epinay-sur-Seine. La prueba misma de la lógica mortífera de la guetización, la concatenación del patriotismo de grupo, de la violencia trivializada, de la inconsciencia criminal de los aprendices de adalides. Y esta constatación: un ciudadano normal, una persona cualquiera, puede morir a causa de los golpes, en pleno día, a pesar de la afirmación tranquilizadora de Sarkozy. «Si se hubiera asesinado a un hombre de esa manera cuando gobernaba la izquierda, me puedo imaginar las conclusiones que habría sacado la derecha» se plantea el diputado por el Partido Socialita de Epinay-sur-Seine Bruno Leroux. Pero esta vez la laxitud de los socialistas no está en el candelero. Todos estamos de luto, la muerte no puede beneficiar a nadie. Y mucho menos a Sarkozy.