Desde hace varios números, el periódico Diagonal está publicando una serie de debates bajo el título «Los movimientos sociales ante el panorama político». En su aportación, José Toribio Barba simplifica en dos las corrientes dentro de los movimientos sociales: la de pretensiones reformistas y la que mantiene propósitos radicales. Los primeros buscan mejorar o cambiar […]
Desde hace varios números, el periódico Diagonal está publicando una serie de debates bajo el título «Los movimientos sociales ante el panorama político». En su aportación, José Toribio Barba simplifica en dos las corrientes dentro de los movimientos sociales: la de pretensiones reformistas y la que mantiene propósitos radicales. Los primeros buscan mejorar o cambiar aspectos del sistema, mientras los segundos se definen en una oposición a los primeros, aunque sólo sea formal y aparente. «Decimos «no», escribe Toribio, a una miríada de experiencias que, si se produjeran, vaciarían de sentido la vida tal y como la vivimos. Si el «no» que proferimos en infinidad de luchas se hiciera carne y no sólo verbo, deberíamos desertar de infinidad de chucherías cotidianas -alimentarias, de transporte, de tecnología, de ocio…». (1)
La reflexión incómoda de Toribio Barba, en definitiva, nos lleva a reconocer lo que Serge Latouche define como nuestra adicción a la droga desarrollista, economicista y supuestamente racional en un mundo pensado para todo lo contrario. Latouche saca a la luz esta dependencia enfermiza (interior y exterior) en la discusión sobre el decrecimiento y su validez en África. ¿Es factible en el continente africano proponer las tesis del decrecimiento forjadas en Europa? Una sociedad que todavía no ha tenido tiempo de probar algunas de las delicias del crecimiento económico, ¿debe entrar ya en el decrecimiento? ¿No sería más justo dejarles probar un rato? ¿No es el decrecimiento un lujo para ricos?
Estas cuestiones son planteadas, especialmente, en el seno de los movimientos sociales franceses, donde las propuestas integrales del decrecimiento (capaz de aunar causas sociales, ecológicas, económicas, culturales…) han arraigado con fuerza. Por respuesta, Latouche recuerda que el decrecimiento no se inventa en el Norte, sino que son las sociedades del Sur, especialmente las africanas, quienes lo corroboran en su día a día. Combatir la idea misma de «desarrollo» pasa por reconocernos drogodependientes, al mismo tiempo que impide nuestra ingerencia en África, por muy humanitaria que nos parezca. (2)
Los movimientos sociales europeos que trabajan en África deberían reconocer, en primer lugar, este síndrome intervencionista. Aprender a escuchar. Desintoxicarnos. Uno de los muchos ejemplos lo encontramos en la alimentación. Ningún otro continente está tan asociado a la hambruna como África. Sin embargo, la capacidad de los campesinos africanos para superar las sequías mediante su conocimiento tradicional nunca se subraya. Se tacha a cualquier africano, en el mejor de los casos, de impotente (cuando no de incompetente).
A. Mushita y C. Thompson, grandes conocedores del terreno, han escrito un libro precisamente para demostrar, datos en mano, todo lo contrario: «Los africanos pueden proporcionar a los norteamericanos y a los europeos nuevas y adecuadas técnicas para la producción sostenible de alimentos, un obsequio imprescindible. Los países del Norte pueden ofrecer, a cambio, una mayor concienciación: lo que comemos es altamente político y está muy relacionado con la próxima hambruna que amenaza al continente africano. La ayuda alimentaria puede cubrir una necesidad básica a corto plazo, pero es un indicador del fracaso político, en el Norte y en África.» (3)
En definitiva, es más importante y resolutivo oponerse a la privatización genética y apostar por la agricultura local y ecológica que lanzarse a construir escuelas en las zonas rurales de Mozambique o Burkina. En este sentido, la cooperación y las redes internacionales de movimientos sociales suponen un trabajo ciertamente más complejo, pero también mucho más contextualizado y provechoso. El debate interno con el que empezábamos la columna oponía reformistas y radicales. En África, como queda ilustrado en este libro, los movimientos sociales no suelen entrar en esta dicotomía, fuertemente influenciados por la lucha anticolonial en favor de una soberanía estatal. Por consiguiente, el estado no debe desaparecer, sino convertirse en un aliado de la comunidad. A diferencia del imaginario occidental, prevalecen los derechos comunes, no sólo los individuales. Este encaje en lo social, el vínculo y las estrategias de relación amortiguan el presente apartheid económico.
Notas
(1). En su artículo «Los movimientos sociales de la crisis», Diagonal, 24 julio-3 septiembre 2008 (www.diagonalperiodico.net).
(2). Serge Latouche, Entre mondialisation et décroissance, A plus d’un titre éditions, Lyón, 2008. Y también: La otra África. Autogestión y apaño frente al mercado global, oozebap, Barcelona, 2007.
(3). Andrew Mushita y Carol B. Thompson, Biopiracy of Biodiversity, Africa World Press, 2007. En preparación la traducción española en oozebap, 2009.