Con la planificación en marcha para poner fin a medio plazo a la ocupación militar en Iraq, los estrategas occidentales han centrado sus esfuerzos en buscar otra salida a la complicada situación que ellos mismos han desarrollado en Afganistán. Siguiendo el estereotipo del «poli bueno» y «poli malo», nos quieren presentar en esta ocasión la […]
Con la planificación en marcha para poner fin a medio plazo a la ocupación militar en Iraq, los estrategas occidentales han centrado sus esfuerzos en buscar otra salida a la complicada situación que ellos mismos han desarrollado en Afganistán.
Siguiendo el estereotipo del «poli bueno» y «poli malo», nos quieren presentar en esta ocasión la falsa disyuntiva entre la «guerra mala» (Iraq) y la «guerra buena» (Afganistán), tratando de esa forma de cimentar los argumentos que permitieron la ocupación de este segundo estado hace ya bastante tiempo.
El fracaso de la ocupación internacional es un aspecto clave, y normalmente silenciado. Desde hace siete años, la población afgana ha recibido mil y una promesas de ayuda y lo que perciben cada vez con más claridad es que la ocupación les ha traído muerte y destrucción. Esa red de estados, agencias no gubernamentales y organizaciones internacionales han incumplido una tras otra todas las promesas efectuadas en estos años.
El plan inicial distribuía responsabilidades entre los principales estados de la colación ocupante. Así, «EEUU se encargaría de la reforma y construcción del nuevo ejército afgano; Alemania haría lo propio con la policía; Japón se ocuparía del desarme, desmovilización e integración de los combatientes; Gran Bretaña lucharía contra el narcotráfico e Italia se encargaría del sistema judicial».
A día de hoy, los analistas señalan que no existe «un mecanismo estratégico que permita la coordinación entre esos actores», una manera muy sutil de apuntar que esa supuesta intervención humanitaria es una reino de taifas donde cada cual busca su propio beneficio. Junto a ello, esas mismas fuentes apuntan a la falta de fondos inversores para los proyectos aprobados, alegando en muchas ocasiones que el coste de la ocupación en Iraq ha impedido aportar esas cantidades para la reconstrucción de Afganistán.
En Afganistán es muy peligroso ser afgano, comentaba con ironía un estudiante local. En clara referencia a las continuas operaciones militares de los ocupantes, pero que al mismo tiempo guarda una estrecha relación con el panorama que emerge en el país tras siete años de ocupación.
Las operaciones militares y los consiguientes partes que siguen a éstas son un verdadero insulto para la inteligencia. Cuando presentan la cifra de bajas de los supuestos militares o talibanes un abanico de preguntas rodean las mismas. Si el número de muertos en la resistencia es tan elevado, y todavía siguen peleando, entonces, ¿cuántos son los que componen la misma?
No será más probable que muchas de esas víctimas engloben la cínica cifra de «víctimas colaterales», es decir, muertes entre la población civil. Y este tipo de situaciones tienen sus consecuencias sobre el terreno. Por un lado crece el rechazo de la población afgana hacia las tropas extranjeras, y al mismo tiempo aumenta el reclutamiento para las filas de lo que algunos ya presentan como «un movimiento de resistencia nacional contra la ocupación».
Además a todo ello se añade una fotografía muy negra del actual Afganistán, producto de esa ocupación. De momento crece el desempleo, y las expectativas de encontrar trabajo son muy escasas; el sector público está siendo desmantelado por las propias agencias extranjeras que dicen afrontar la reconstrucción, pero que para ello se llevan a los trabajadores más cualificados; esa reconstrucción en mínima, casi inapreciable, con la mayoría de proyectos sin fondos y sin llegar a materializarse; la seguridad es inexistencia en casi todas las zonas controladas oficialmente por los ocupantes; y la corrupción se expande por doquier.
Con ese puzzle que la población afgana percibe con nitidez, no es de extrañar que los acontecimientos estén tomando el rumbo que toman cada día que pasa, y que muestra que el tiempo corre contra los deseos de los ocupantes.
Porque está cada vez más claro que las fuerzas de ocupación están perdiendo la guerra, y algunos dentro de éstas son conscientes de ello. Las operaciones militares de la resistencia afgana se han extendido estos meses a más zonas del país, llagando a operar dentro de la capital y en ciudades cercanas a éstas. Algunas fuentes apuntan que el control del gobierno afgano se limita a menos del 30% del territorio, y los enfrentamientos se suceden en zonas teóricamente en manos de la coalición extranjera (norte y este del país). Además, las carreteras que unen Pakistán con las principales ciudades afganas son continuamente atacadas por los miembros de la resistencia.
De momento, la caracterización de la resistencia es algo que va más allá del tópico de situara a ésta como una expresión de los talibanes. Si bien el peso de éstos es evidente, también existen otros grupos y organizaciones que se han unido para «afrontar la ocupación extranjera». En estos momentos se puede señalar que la misma además se muestra unida políticamente, aunque en algunos niveles su coordinación no es muy sólida.
El vacío gubernamental está siendo cubierto con la instauración de una administración paralela, una especie de gobierno alternativo, que cuenta cada vez más con el respaldo de la población afgana, cansada de soportar una ocupación extranjera y un gobierno que es visto como una marioneta más de aquella.
Dentro de la coalición ocupante se han sucedido en las últimas semanas algunos movimientos y debates interesantes, que reflejan además, que dentro de la misma podemos encontrar algunas fisuras. Así algunos apuestan, sobre todo en los círculos neoconservadores de Washington por incrementar el número de tropas, defendiendo la viabilidad de una victoria militar, unido a demás a una mayor intervención en el vecino Pakistán.
También en EEUU, otros apuestan por aprovechar la superioridad militar para forzar a la resistencia a unas negociaciones, pero descartando en todo momento cualquier papel de los talibanes en el mismo. El nombramiento del general Petraeus como máximo responsable militar de la región, es una señal en ese sentido. Los dirigentes estadounidenses pretenden aplicar la experiencia iraquí de Petraeus en Afganistán (nuevas tácticas contraguerrilleras, más atención a la inteligencia militar, y cuidar las relaciones con la población civil). Para ello será clave también el papel de Pakistán en estos planes.
De todas formas estas estrategias parecen condenadas al fracaso. Como señalan sus detractores, a más tropas de ocupación más objetivos militares para la resistencia, y además más situaciones de violencia generadas por actuaciones de los ocupantes, con su consiguiente rechazo de la población.
Para salir de ese círculo vicioso, algunos destacados militares y diplomáticos de la coalición han apostado por la búsqueda de una salida negociada, conscientes de la «imposibilidad de vencer militarmente» y de la consecuente eternización de la ocupación, con los costes económicos y de vidas que conllevaría.
En un principio parecía que buscaban una división entre la resistencia, ya que apostarían por determinados elementos taliban en detrimento de otros. Pero las noticias en torno a los recientes encuentros en Arabia Saudí pueden señalar otra cosa. En la ciudad saudí de Mecca, se han materializado reuniones al más alto nivel entre una delegación de once talibanes, dos altos cargos del gobierno afgano y representantes de otros grupos de la resistencia, como el dirigido por Gulfadin Hekmatyar, con la mediación de importantes figuras de la casa real saudíta, deseosos de cobrar más influencia en la región y en el mundo musulmán.
Mientras que el ministro de defensa afgano ha señalado que la resolución «del conflicto requiere un acuerdo político con los Talibanes», y en Gran Bretaña, cualificadas voces han aplaudido la reunión, desde EEUU, los dos candidatos a la presidencia se han comprometido a mandar más tropas militares a Afganistán, apostando por las versiones más militaristas de la coalicón.
La estrategia de la ocupación ha fracasado y aferrarse a ella implica acrecentar el sufrimiento para el pueblo afgano, como ha señalado un alto mando militar británico, «el problema real no es militar sino político», y sólo a través de negociaciones sinceras podrá ponerse fin a la situación generado, y eso no lo debemos olvidar, por la intervención extranjera en Afganistán.
TXENTE REKONDO.- Gabinete Vasco de Análisis Internacional (GAIN).