El último libro de Michael Hardt y Toni Negri, Multitud (Debate, Madrid, 2004), continúa la reflexión emprendida en Imperio. Los autores responden a algunas críticas y objeciones, aclaran posibles malentendidos y precisan su pensamiento. Multitud se compone de tres grandes partes: la que trata de la noción de multitud hace de pivote entre una primera […]
El último libro de Michael Hardt y Toni Negri, Multitud (Debate, Madrid, 2004), continúa la reflexión emprendida en Imperio. Los autores responden a algunas críticas y objeciones, aclaran posibles malentendidos y precisan su pensamiento. Multitud se compone de tres grandes partes: la que trata de la noción de multitud hace de pivote entre una primera parte dedicada a la guerra y una tercera, prospectiva, a la democracia. Este libro confirma que hay importantes puntos de convergencia y de encuentro: sobre la importancia concedida al estado de guerra permanente en la determinación de la situación mundial, sobre la atención prestada a la cuestión de la propiedad y a las contradicciones exacerbadas entre socialización del trabajo (y, en particular, del intelectual e inmaterial) y la apropiación privada, sobre el hilo conductor que constituye la cuestión democrática en cualquier proyecto de emancipación. No podemos abordar, en los límites de este artículo, la discusión de todas estas cuestiones. Nos reduciremos a la discusión sobre la noción de multitud, en torno a la cual se articula la problemática de los autores.
Popularizada por Paolo Virno /1 así como por Michael Hardt y Toni Negri, la noción de multitud tiene un gran eco en América Latina y en algunos países europeos. El éxito se debe sin duda a su acierto descriptivo. El término parece recoger bien la diversidad de los movimientos populares, reflejando la amplitud de los fenómenos de exclusión (el ejemplo emblemático son los piqueterosargentinos) y la extensión del trabajo precario e informal, pero también la preocupación de muchos movimientos sociales por hacer valer sus intereses específicos, sin ser ahogados en la abstracción de un hipotético interés general o subordinados a una «contradicción principal» que los convierte en «secundarios»: movimientos feministas, ecologistas, homosexuales, y también asociaciones de parados, campesinos sin tierra, cocaleros bolivianos, movimientos indígenas de México o de Ecuador, etc.
Paolo Virno establece un vínculo, que no es sólo simultaneidad, entre las manifestaciones de Seattle o de Génova, y los «cacerolazos» de Buenos Aires /2, que muestran la irrupción de la multitud como nuevo sujeto de la emancipación. Son una importante consecuencia del final de la fábrica fordista y de la integración masiva de la comunicación intelectual y lingüística como recurso productivo. Desaparece la distinción entre productor y ciudadano, entre esfera privada y esfera pública, en favor de un espacio común mixto. De esta indiferenciación posmoderna surge la multitud. Seattle, Génova o Buenos Aires expresan nuevas formas de vida y de subjetividad, colocándonos ante «el desafío de inventar nuevas formas políticas» de democracia no representativa (a no confundir, precisa Virno, con las formas simplificadas de democracia directa): foros de ciudadanos, reapropiación por la multitud de los saberes y poderes confiscados por los aparatos burocráticos de Estado.
Hay también otra razón para la propagación de la noción de multitud y el interés que suscita en los movimientos sociales: su indeterminación conceptual hace su manejo mucho más cómodo si permanece teóricamente flotante y ambiguo. Intentaremos aclarar aquí algunos aspectos de este debate, con la prueba de sus posibles implicaciones estratégicas.
¿Una categoría filosófica?
No me detendré en el aspecto sociológico de la controversia. Las precisiones de Hardt y Negri en Multitud, y las de Virno en su Gramática de la multitud, despejan algunas dudas y malentendidos. Los tres afirman claramente que el uso del término multitud no significa en absoluto la desaparición del proletariado, ni siquiera de la clase obrera industrial. Pone sólo el acento en el declive relativo de esta última en favor de una nueva hegemonía, la del (impropiamente) llamado por Hardt y Negri «trabajo inmaterial». No se trata de una hegemonía numérica y cuantitativa, como tampoco lo fue la hegemonía naciente del trabajo industrial en el siglo XIX en unas sociedades muy agrarias, sino del auge de una minoría sociológica cuya función ascendente impregna y determina al conjunto de las relaciones sociales. Saliendo del estrecho marco de la producción, este trabajo cognitivo, «afectivo», «relacional» oo «biopolítico», encubre un «enorme potencial de transformación social positiva», al producir directamente relaciones sociales.
La discusión no consiste en una disputa estadística (aunque no sería inútil, dadas las extrapolaciones superficiales a que dan lugar las metamorfosis del trabajo), sino en la evaluación de esta nueva hegemonía naciente, característica de la época imperial, la dominación absoluta del capital sobre la vida y la entrada en la era biopolítica anunciada por Foucault. Aunque el hecho de poner nombre tenga su importancia, hay que evitar caer en una querella terminológica. Por mi parte, mantengo que estas precisiones, alejándose de las fantasías de moda sobre la desaparición de los antagonismos de clase, pueden ser explicadas en términos de una extensión del proletariado (en el sentido amplio e inicial del término en Marx), incluso de una «proletarización del mundo», una vez superados los equívocos de una teoría de clases reducida a la esfera de la producción o de la circulación /3 y extraídas todas las consecuencias del lugar que da «El Capital» al inconcluso capítulo sobre las clases o, al final del libro, al proceso de reproducción de conjunto del capital. Este proceso debe tener en cuenta el papel del estado, de la familia, de la escuela, del hábitat, en la reproducción. En este sentido, Marx y Engels (en particular en su «La situación de la clase trabajadora en Inglaterra» pueden ser considerados en algunos aspectos como precursores de la biopolítica foucaultiana.
Para evitar un falso debate hay que señalar que, según sus propios promotores, «la noción de multitud no disloca el concepto de clase» (Paolo Virno), que «la multitud es un concepto de clase» en un «sentido biopolítico», y que en realidad se trata de «reactivar el proyecto político de la lucha de clases» (Hardt y Negri). Levantamos acta: la multitud no sustituye a las clases. En autores marcados por el «operarismo» italiano de los años 70, el desplazamiento terminológico pretende probablemente exorcizar una concepción obrerista reduccionista del proletariado. No es nuestro problema. Desde las primeras páginas, Hardt y Negri definen Multitud como «un libro filosófico». La apuesta de su innovación conceptual se sitúa sobre todo en el terreno conceptual de la filosofía, y no en el de la sociología. Siguiendo a Virno, precisan que «multitud» no es una noción alternativa a la de clase, sino a las de pueblo (dotada de una homogeneidad imaginaria), masas (indiferenciadas a pesar del uso del plural) o clase obrera (reducida a la clase obrera industrial). Los tres destacan su oposición a la categoría de pueblo, estrechamente asociada a la soberanía, en el caso de Hobbes, y a la voluntad general, en el de Rousseau. A pesar de sus distintos presupuestos antropológicos, tienen en común el espectro de un pueblo fusionador, unitario e indivisible, a semejanza de la monarquía absoluta o de la República «una e indivisible», es decir, una concepción orgánica del cuerpo del pueblo en lugar del cuerpo del rey. Desde el De cive de Hobbes, el advenimientodel pueblo en el discurso político marca el paso del estado de naturaleza al estado civil, o de la simple agregación mecánica a la asociación orgánica, fundadora de un cuerpo nuevo, no reducible a la simple reciprocidad de los contratos. Hegel insiste también en que «el Estado no es un contrato», y aún menos la suma liberal de los contratos privados.
El concepto de pueblo es uno de los hilos conductores del paradigma político de la modernidad: «Doy a la persona pública el nombre de pueblo, no el de multitud», subraya Hobbes; de ahí la «diferencia entre esta multitud que yo llamo pueblo, que se gobierna regularmente, que compone una persona civil y que sólo tiene una voluntad, y esa otra multitud que es como una hidra de cien cabezas y que sólo puede pretender, en la república, la gloria de la obediencia». El pueblo se vuelve la sustancia propiamente política del orden estatal centralizado, en oposición a la multitud, que representa un desorden «de cien cabezas» (rizomático), una hidra que hay que disciplinar y someter a la gloria de la obediencia pasiva. Según esta perspectiva, el retorno del pueblo a la multitud sería una recaída al estado de naturaleza prepolítica, y la guerra de todos contra todos.
No seamos quisquillosos sobre la atemporalidad filosófica de esta concepción del pueblo, insistiendo en sus evoluciones históricas y las inflexiones de su uso. Pero el pueblo de Michelet, abierto a las diferenciaciones y a los antagonismos sociales, ya no es el «uno e indivisible» (amenazado sólo de división por la sedición interna de las facciones o por los complots externos del extranjero), constitutivo de la soberanía nacional. También se podría citar, con un poco fantasía, al presidente Mao que, lejos de hacer del pueblo un monolito político, invitaba a tomar en consideración «las contradicciones en el seno del pueblo».
Admitamos pues, para evitar una estéril querella de palabras, la multitud proletaria o el proletariado mundializado como figuras del proletariado en la época de la mercantilización mundializada, de la dominación generalizada del capital sobre todas las esferas de la vida social y privada, de la extensión del control biopolítico sobre la vida. Nada garantiza, sin embargo, que esta «multitud» insumisa sea un más allá que el pueblo, y no un más acá prepolítico, retornando a la plebe neopopulista del gusto de Solzhenitsyn. Prefigurando la inquietud de Hannah Arendt o de Walter Benjamin ante las consecuencias totalitarias de la descomposición de las clases en masas, Hegel ya entreveía el desastre de una crisis que iba a conducir al renacimiento de las plebes del Imperio, ávidas tan sólo de pan (consumo) y de juegos (televisados): «Si una gran masa desciende por debajo del mínimo de subsistencia que se considera necesario para un miembro de la sociedad, si pierde el sentimiento del derecho, de la legitimidad y del honor de existir por su propia actividad y su propio trabajo, se asiste a la formación de una plebe, lo que lleva aparejada una mayor facilidad para concentrar en pocas manos unas riquezas desproporcionadas» /4.
El propio Michel Foucault se mostraba perplejo ante la tentación posmoderna de recurrir al mito renovado de la plebe (¿la multitud plebeya?) como sujeto de la resistencia al biopoder: «No hay que concebir, desde luego, a la plebe como el fondo permanente de la historia, el objetivo final de todas las servidumbres, la brasa nunca del todo extinguida de todas las revueltas. La plebe no tiene, desde luego, realidad sociológica […], pero sigue habiendo algo que no es materia prima, más o menos dócil o reacia, sino movimiento centrífugo, energía inversa, escapatoria. La plebe no existe, desde luego, pero hay plebe, esta parte de plebe» /5. También Virmo admite la «ambivalencia» de una multitud desgarrada entre manifestaciones de libertad y de servilismo, igual que admite la ambivalencia de la retórica de la diferencia, susceptible de desembocar en el respeto de las singularidades y también en un nuevo orden jerárquico de las diferencias. Pese a estas contradicciones, la multitud tendría el interés de tejer «un lazo directo con la dimensión de lo posible»: al contrario de las viejas seguridades, firmezas y arraigos del empleo y del hábitat, su experiencia cotidiana de lo aleatorio y de la contingencia, de la movilidad y de la inseguridad inherentes al biopoder del capital, la hace disponible para lo inédito y lo inesperado. Esta contingencia estructural, según Virno, puede revelarse portadora de emancipación /6.
La prueba de la estrategia
Ni el enfoque filosófico, ni el sociológico, nos permiten mostrar con precisión las partes de confusión y de divergencia que puede alimentar el uso, ya sea simplemente descriptivo o más conceptual, de la noción de multitud. Para acotar su alcance, hay que llevar la cuestión al terreno de la prueba estratégica: «Los sociólogos, constataba Foucault, avivan hasta nunca acabar el debate sobre qué es una clase y quién pertenece a ella. Pero hasta ahora nadie ha examinado ni profundizado la cuestión de saber qué es la lucha. ¿Qué es la lucha cuando se dice «lucha de clases»? Me gustaría discutir, partiendo de Marx, no la sociología de las clases, sino el método estratégico que concierne a la lucha» /7. Esto es también lo que nos gustaría discutir con Virno y con Negri: el sentido estratégico de la multitud. Aunque no sin recordar antes que Foucault, tras haber invitado a la discusión estratégica, no dudó en contradecirse reivindicando una «moral teórica antiestratégica». Este eclipse de la estrategia fue en su caso paralelo al de la Revolución, que tras la prueba de la revolución iraní se había vuelto»una forma vacía».
Respecto a Hardt y Negri, junto a importantes acuerdos sobre la guerra global y el estado de excepción permanente, los retos de la «biopropiedad» y de la apropiación «común» (para evitar la confusión entre propiedad pública y propiedad estatal), o la invención de formas nuevas de democracia participativa, indicamos en forma sintética una serie de divergencias o de cuestiones sin resolver:
1.Algunas extrapolaciones que aparecían en Imperio, pronto desmentidas por las expediciones imperialistas y por la hegemonía militar restaurada del Estado nacional estadounidense /8, han sido corregidas y matizadas en Multitud. Pero en la medida en que se mantiene la hipótesis de un mundo rizomático, acentrado y acéfalo, el poder efectivo (del capital, del Estado, de la fuerza) tiende a disolverse en los «efectos del poder» y en los juegos del anti-poder. Una estrategia sin espacio propio, sin objetivo, sin dialéctica de fines y medios, resulta difícil de pensar.
2.Al contrario que John Holloway, que absolutiza la dominación y no ve salida alguna al talón de hierro del fetichismo (y sólo encuentra salvación en el grito incondicionadal y en salirse de la historia), en Multitud no se cuestiona la reificación, el fetichismo de la mercancía, la ideología dominante. El resultado es una inversión radical de la relación de subalternidad /9. En lugar de una alienación del trabajador sometido a la reproducción impersonal despótica del capital, es el capital quien se vuelve un producto subalterno y dependiente, una especie de residuo inerte de la creatividad vital de la multitud cuya espontaneidad subversiva se supone capaz de resolver una cuestión estratégica que ni tan siquiera necesita ser enunciada.
3.La reducción de los territorios y de los estados-nación a un papel casi residual, tiende a disolver las mediaciones políticas -no sólo los poderes estatales, también los partidos y sus luchas- en el espacio cosmopolítico, homogéneo y a-estratégico, del Imperio. Ernesto Laclau también ha señalado esta debilidad. Subraya que, para Hardt y Negri, «la unidad de la multitud procede de la agregación espontánea de una pluralidad de acciones que no tienen necesidad de ser articuladas: falta por completo en Imperio una teoría de la articulación (y de las mediaciones, añadimos), sin la cual la política se vuelve impensable» /10. De todo ello resulta una extraña incoherencia, entre la radicalidad formal del discurso filosófico y unas modestas propuestas de reformas compatibles con la arquitectura institucional del Imperio. La escena mundial se vuelve un teatro de sombras donde una abstracción de multitud se enfrenta a una abstracción de Imperio.
4.Hardt y Negri no tienen prácticamente en cuenta (aún menos que Virno) las contradicciones en el seno de la multitud, pretendida superación de las viejas antinomias de la identidad y de la diferencia para realizar pacíficamente una armoniosa síntesis de las singularidades y de lo común. Esta reconciliación retórica permite esquivar un tratamiento serio del problema de las convergencias estratégicas a construir en el movimiento altermundista. Se podrían citar muchos ejemplos de contradicciones entre lo local y lo global, la defensa del empleo y la del medio ambiente, etc. Estas contradicciones puede que se consideren resueltas en el lejano horizonte de la gran transparencia comunista, pero en nuestro actual horizonte estratégico, la unidad de los explotados y dominados de todos los países no es un dato espontáneo. La crisis del consenso de Washington y las diferenciaciones que engendra entre los dominantes tendrán su reflejo en las diferenciaciones políticas dentro del seno del propio movimiento altermundista. Esta decisiva cuestión de las convergencias estratégicas queda sin resolver, ni en la «homología» de los campos en la sociología de Bourdieu ni en la yuxtaposición de los «ámbitos específicos» en el caso de Foucault. Una consecuencia posible de la falta de articulación de los conflictos se puede ver en la reducción de la política a simples alianzas tácticas, coyunturales y puntuales, sin foco estratégico, de las diversas coaliciones multicolores. Es difícil evitar la tendencia hacia un grado cero de la estrategia cuando se rechaza la crítica sistémica del capitalismo en favor de una simple red de redes, una multitud de multitudes, un movimiento de movimientos. Si a pesar de todo la diversidad de las resistencias es capaz de converger en la experiencia de los foros sociales, se debe a que la lógica impersonal del propio capital y la penetración del despotismo mercantil en todos los poros de la vida social constituyen un poderoso factor de reagrupamiento.
5.A la manera de Virno, Hardt y Negri pretenden inventar una «democracia no representativa», que vaya más allá del paradigma clásico de la soberanía y de la representación. Hoy comienza, dice Virno, tras el 11 de setiembre y la invasión de Irak, la «fase constituyente» de la posguerra fría: la globalización armada, la lucha por la propiedad intelectual, el endeudamiento de subcontinentes enteros, la economía posfordiana, la crisis de la propiedad privada provocada por la multiplicación de bienes «inapropiables» (informa-ción, saberes, lenguaje), todo contribuye a la urgencia de encontrar «nuevas formas políticas» /11. Esta constatación tiene una parte de verdad. La socialización masiva del trabajo intelectual y su incorporación creciente a la actividad productiva y reproductiva dan una dimensión nueva a la aspiración y a la capacidad democrática de los dominados. Según Virno, hay que construir órganos de democracia no representativa, susceptibles de reapropiarse de los saberes y los poderes confiscados por el Estado. En el umbral de un nuevo paradigma político todavía balbuceante, estaríamos en una situación comparable a la del siglo XVII: «La cuestión clave está en saber qué forma política dar a las prerrogativas fundamentales de la especie homo sapiens». A falta de elementos de solución práctica, Virno se contenta con registrar un momento de apagón estratégico: «Después de Seattle, el movimiento global acumula sin cesar energía, sin saber cómo utilizarla. Está confrontado a una extraña acumulación sin salida adecuada» /12.
Este movimiento se presenta ante todo como «movimiento ético» de resistencia al post-fordismo y al intento de apoderarse de la vida misma, no sólo del tiempo de trabajo. Contra esta expansión sin límite del capital, la búsqueda de una «vida buena» se expresa en forma de una reivindicación ética antes que política, cuya carga subversiva no se debe subestimar bajo pretexto de que relativiza las nociones de explotación y de lucha de clases. Se puede discutir largo y tendido sobre la relación entre ética y política. Lo cierto es que esta resignación en el primado (aunque sea temporal) de la ética sobre la política es un eco de la exhuberante retórica moralizante y despolitizadora del neoliberalismo, siniestramente ilustrado en la apología grandilocuente de las guerras «éticas» o «humanitarias».
6.A través de la crítica de la categoría de «pueblo», Hardt y Negri apuntan contra el concepto de soberanía, que le es consustancial. En un mundo donde los elementos emergentes de un derecho cosmopolita siguen subordinados a un derecho internacional basado en las relaciones interestatales, es difícil desprenderse por completo de la noción de soberanía sin hipotecar la posibilidad misma de una legitimidad opuesta a la potencia «sin fronteras» de los mercados. En este aspecto, el último Derrida se mostraba juiciosamente prudente, y en cierta manera más político: «No creo que haya que oponerse a la política. Ni siquiera a la soberanía, que en algunas situaciones nos viene bien para luchar, por ejemplo, contra algunas fuerzas mundiales del mercado. Sigue siendo una herencia europea a conservar y transformar a la vez. Es lo que digo en Granujas de la democracia europea» /13. Los propios Hardt y Negri reconocen furtivamente la ambivalencia de la categoría de soberanía, entre la conservación de una soberanía de origen teológico y el advenimiento de una soberanía democrática. Admiten que la soberanía es «un fenómeno necesariamente doble», que «funciona en doble sentido» /14. Pero cuando se trata de sacar las consecuencias políticas, quedan prisioneros de una oscilación entre un discurso libertario radical, «hay que destruir la soberanía y la autoridad», con el riesgo de que esta supresión radical de la autoridad, incluso de la mayoría, reduzca a la multitud a una suma de corporativismos reivindicativos sin más vínculo entre sí que la improbable carta de lo «común» y la búsqueda de una «nueva forma necesaria de soberanía» que apenas va más allá de especulaciones institucionales sobre el gobierno mundial y sobre una «Carta Magna contemporánea» compatible con los intereses bien concebidos de las nuevas «aristocracias globales», un anticipo de las mismas pueden ser las alianzas internacionales tejidas por el gobierno Lula /15.
7.En fin, y como si al cabo de cuatrocientas páginas del libro sus autores tomaran conciencia de que la discusión estratégica no ha avanzado siquiera una pulgada, a pesar de los atrevimientos terminológicos, plantean in extremis con una especie de escrúpulo tardío la crucial cuestión de la ruptura: «¿cuándo ocurre el momento de la ruptura?». La pregunta se contesta con un acto de fe inspirado en el mito movilizador soreliano de la huelga general. Se resucitan así los sueños post-sesentayochistas del «año 01» o las utopías pacifistas del congreso socialista de Basilea en vísperas de la Primera Guerra Mundial: «En un futuro biopolítico caracterizado por la derrota del biopoder, ya no será posible la guerra», nos prometen Hardt y Negri: «una huelga política global de una semana bastaría para detener cualquier guerra». ¿Si todo se detuviera? «Sin la participación activa de los dominados, todo el edificio de la soberanía se hundiría», y si los productores sociales rechazaran la relación de dominación, «el Imperio caería también como un montón de escombros» /16. ¡O como un Golem reducido a polvo! El mito apocalíptico no atiende a las formas efectivas de la dominación y a los deliberadamente ignorados efectos de la reificación mercantil. Si el trabajo asalariado no estuviera ya sometido a la servidumbre involuntaria del trabajo alienado y del fetichismo, si el mismo capital sólo fuera capaz de respuestas reactivas al poder creativo de la multitud, bastaría entonces con romper las cadenas de una nueva servidumbre voluntaria. La fe del carbonero en lugar del proyecto estratégico. Pero hay que recordar lo que ocurrió con las multitudes guerreras en agosto de 1914.
Una tentación teológica
Como muestra de estas aporías estratégicas, la parte programática final del libro sobre la democracia deja hambriento al lector. Aunque no le falta ambición, con repetidas exhortaciones a inventar nuevas formas que estén a la altura de la época. Se trata ni más ni menos que explorar «la forma en que las redes de la multitud puedan constituir un verdadero contrapoder y dar nacimiento a una sociedad global realmente democrática» /17. Curiosamente, los autores proponen una «nueva ciencia de la democracia global con destino a la multitud». Esta ciencia nueva debería «transformar los principales conceptos políticos de la modernidad: Una ciencia de la pluralidad y del hibridismo, una ciencia de las multiplicidades, capaz de definir la manera en que las diversas singularidades se expresan plenamente en la multitud» /18. Imaginando un proceso de legitimación desembarazado de la soberanía del pueblo y basado en la productividad biopolítica de la multitud (¡o en la «productividad queer!), el proyecto pronto se queda corto. Porque no basta con proclamar abstractamente «derechos primarios», como un derecho a la desobediencia y derechos a la diferencia, para dar un contenido efectivo a este gran diseño. Tampoco basta con oficializar el divorcio entre democracia y representación y con proclamar a la multitud liberada de cualquier obligación de obediencia hacia un poder, para resolver las contradicciones reales y las tensiones en que que se mueve, y continuará moviéndose, la «democracia por venir», que según Derrida no había que confundir con una «democracia futura» /19.
La idea de lo «común», que según Hardt y Negri constituye «el zócalo de un verdadero proyecto político postliberal y postsocialista», por encima de la vieja antinomia de lo privado y lo público, puede abrir una pista interesante, aunque sigue siendo algebraica, a falta de empujar más lejos la reflexión sobre las formas combinadas de apropiación social. En definitiva, la montaña filosófica dio a luz un ratón político. En lugar de la esperada renovación estratégica, sólo se encuentra un pathos teológico que responde a la «alegría de ser comunista», con la que acababa, en forma de profesión de fe, Imperio. Pero en Multitud la retórica de la beatitud es más sistemática.
El martirio es celebrado como «testimonio» y «acto de amor» /20, aunque precisando, qué menos, que ese martirio feliz no debe ser confundido con el martirio mórbido y desesperado del kamikaze o de la bomba humana. El amor es glorificado como «el acto político que construye a la multitud»: «El amor divino por la humanidad y el amor humano por dios son expresados y encarnados en el proyecto material común de la multitud». Lejos de nuestra voluntad el menospreciar la dosis de amor (del próximo y del más lejano) que forma parte necesaria de los proyectos de emancipación. Pero en este himno al amor hay resonancias cristianas basadas, en última instancia, en una antropología optimista que nada, en la historia reciente, permite justificar.
La «potencia de la carne» se vuelve la sustancia original de una fuerza de liberación. La multitud representa una «nueva carne social» y una «plenitud de vida» que «rechaza la unidad orgánica del cuerpo». Para un carnicero, la carne sin cuerpo se reduce sencillamente a filetes. Este vitalismo carnal, alimentado explícitamente del materialismo especulativo de Spinoza y, tal vez, aunque menos conscientemente, del «materialismo teológico» de Feuerbach, opone la exuberancia expansiva de la carne a la aprisionante limitación del cuerpo. Este rechazo de las metáforas corporales (del pueblo o del Estado) se opone sobre todo a su uso disciplinario; pero refleja también el abandono deliberado, en favor de la red rizomática, de cualquier noción de organización sistémica o estructural, que tan fecundas resultan para entender el metabolismo social y sus formas de autorregulación. Parece que no es conveniente pensar a la vez la transversalidad innovadora de las redes y el orden sistémico del capital.
En fin, la figura paradigmática del «pobre» retoma y desarrolla la del poverello franciscano que frecuentaba las últimas páginas de «Imperio». El pobre se convierte en la encarnación simbólica «no ya sólo de la condición ontológica de la resistencia, sino la de la misma vida productiva» /21. La pobreza absoluta, no como simple carencia, sino como «exclusión total de la riqueza objetiva», aparece como la suerte común de la especie humana, por encima de conflictos de intereses y de luchas de clases: bajo la hegemonía de la producción inmaterial, «¡todos somos pobres!», proclaman Hardt y Negri. Puede ser. En cierto sentido y hasta cierto punto. En el sentido de que el burgués comparte con el proletario una alienación común ante la lógica mercantil y una misma miseria afectiva y espiritual. Pero a la vista de las pobrezas extremas y materiales, resulta un poco indecente pretender comulgar en una pobreza universal.
El recurso continuo a la jerga teológica acaba por servir de comodín, enmascarando apenas la desproporción entre la anunciada revolución filosófica y la pobreza (bien real, en este caso) de las respuestas políticas. La perspectiva tiende a reducirse a la doble temática del éxodo y del milagro. Al igual que el de los hebreos por el desierto, el éxodo, reaparece en «Multitud» como una «huida lejos de las fuerzas de opresión» y como una «evasión en masa». La misma opinión que Virno, para quien la experiencia de la contingencia estructural propia de la posmodernidad, aunque puede alimentar el oportunismo y el cinismo, también puede desembocar en la insumisión y el exilio fuera del sistema: no necesariamente un éxodo territorial, sino una deserción de las obligaciones del trabajo esclavizante y de las gratificaciones ilusorias del consumo masivo. Para escapar de los sortilegios de la mercancía, basta con retirarse del juego y huir, sin intentar conquistar ningún poder alternativo:
«Exodo significa que no queremos tomar el poder en el país del Faraón, que no queremos construir un nuevo Estado» /22. Las teorías de los juegos consideran que el jugador pueda abandonar la mesa en cualquier momento y dejar de jugar. Pero la lucha de clases no es precisamente un juego. Los explotados y los oprimidos están embarcados a la fuerza. No pueden, de forma colectiva, sustraerse a la lógica de la lucha. No tienen la opción de no vender su fuerza de trabajo. No pueden dejar de «jugar», a no ser que revienten: ¡luchar no es jugar! La gran mistificación de las teorías contractuales consiste en presentar la servidumbre impuesta como una elección libre. Puedan existir escapatorias y promociones individuales que contribuyen a dar una ilusión de libertad (el famoso mito del self made man), pero no puede haber evasión en masa de la gran encerrona capitalista /23.
En cuanto a la salida prometida a esta larga marcha del exilio y del éxodo a través de los desiertos -pues los hebreos se reinstalaron en la tierra de Canaan- será un milagro, un acontecimiento político transfigurado en milagro teológico no condicionado históricamente. «Multitud» concluye con un credo: «Llegado el momento, un acontecimiento nos propulsará como una flecha en este futuro vivo. Será el verdadero acto de amor político» /24. Las promesas de Dios son inciertas, pero hay que creer en ellas, enseñan las Escrituras. Cuestión de fe y de creencia. ¡Llegará el momento! Pero como se retrase… La retórica teológica de «Multitud» se apoya en un presupuesto antropológico optimista al que no le falta coherencia. A contrapelo de las visiones crepusculares, reactiva una obstinada dialéctica del progreso histórico que ha sido desmentido por las pruebas históricas del pasado siglo y por las sombrías promesas del que acaba de comenzar. La genealogía de las formas de resistencia, «de la reforma a la revolución», muestra «una tendencia hacia formas de organización cada vez más democráticas» /25. Para atreverse a afirmar esto hay que poseer una sólida confianza en las leyes de la historia, que tal como va el mundo no parece estar muy justificada. Esta confianza se sitúa en las antípodas del «alerta al fuego» (toque de rebato) que hacía sonar Benjamin cuando denunciaba, entre las responsabilidades del desastre, «el apego de los políticos al mito del progreso y su confianza en la masa [¿la multitud?] que les servía de base» /26. Nada más corruptor para el movimiento revolucionario alemán, seguía subrayando en el umbral de la catástrofe, que «la convicción de nadar a favor de la corriente» /27.
Confundiendo el desarrollo técnico con la pendiente de esa corriente, el movimiento obrero había acabado por imaginar que «el trabajo industrial representaba un logro político». Los autores de «Multitud» no escapan a este optimismo tecnológico, imaginando un «trabajo inmaterial» portador a su vez de emancipación política.
«Hemos alcanzado un punto, afirman Hardt y Negri, en que coinciden los tres principios de la libertad, de la eficacia y de la correspondencia de formas sociales y formas político-militares». Este recorrido no es desde luego lineal, pero puesto que parece ser «el único posible» /28, no habría que inquietarse demasiado por los desvíos y contratiempos: el sentido reencontrado de la historia acabará por llevarlo a buen puerto: «Se puede leer la historia de las revoluciones modernas como una progresión a tirones, irregular, pero real, hacia la realización del concepto absoluto de la democracia», que es la «estrella polar hacia la que se orientan nuestros deseos y nuestras prácticas políticas» /29. El «concepto absoluto de democracia» sustituye al espíritu absoluto hegeliano en una teleología historicista restaurada, recogiendo en su estela la tentación de los anunciados finales de la historia.
En esta perspectiva tranquilizadora, las peripecias políticas y los ardides de la razón mercantil no pueden inquietar. Conspiran sin saberlo a la preparación del happy end. El propio capital financiero tiende a «funcionar como una representación general de nuestras capacidades productivas comunes (…) En la medida en que [¡el capital financiero!] se orienta hacia el futuro, se puede, paradójicamente, discernir la figura emergente de la multitud, aunque tome una forma invertida y distorsionada» /30. A través de las formas posmodernas de la reproducción capitalista, «madura el poder constituyente de la multitud (…) Los gobiernos son cada vez más parasitarios y la soberanía inútil: por el contrario, los gobernados se vuelven más autónomos y capaces de hacer sociedad». Cada vez más, cada vez más… /31. Todo marcha lo mejor posible en el mejor de los mundos posibles, señora marquesa. Esta confianza inquebrantable en el «cada vez más» de cada día, tiene sus consecuencias prácticas. En ella se basa la valoración positiva de las virtudes progresistas del Imperio frente al imperialismo arcaico de EE UU y la posibilidad de alianzas tácticas con sus «aristocracias o sus élites globalizadas». En nombre de esta visión, el tratado constitucional europeo puede resultar aceptable, a pesar de sus insuficiencias, como un pequeño paso adelante en la buena dirección. Estas citas parecen parafrasear los diagnósticos más unilaterales (más anticuados) de Marx sobre las virtudes revolucionarias del capital. Después ha corrido mucho agua, sucia y contaminada, bajo los puentes, y no se puede olvidar, en nombre de ningún progresismo resucitado, la sombría dialéctica del progreso y de la catástrofe, actuando en los inciertos acontecimientos de una historia abierta. Sólo se puede predecir la lucha, decía sabiamente Gramsci, no su desenlace.
La revolución estratégica anunciada por Hardt y Negri se resume, en definitiva, en la ecuación que asocia a Lenin y Madison para coordinar los objetivos de El Estado y la revolución -la destrucción de la soberanía por medio del poder de lo común-, con los métodos institucionales de El Federalista /32. Lenin, para el trabajo de lo negativo, Madison, para la edificación positiva de un nuevo dispositivo institucional. Esta ecuación atormentará, tanto tiempo como el teorema de Fermat a los matemáticos, a todos aquellos y aquellas que han renunciado a resolver el enigma de la revolución social: ¿cómo hacer de la nada, si no todo, al menos algo y alguien?
*Daniel Bensaid es filósofo. Forma parte de la dirección de la LCR francesa. Dirige la revista Contretemps. Su último libro publicado en castellano es Cambiar el mundo, La Catarata, Serie VIENTO SUR, Madrid, 2004.
Traducción: Alberto Nadal
Notas
1/ En Grammaire de la multitude, Editions de l’Eclat, Cahors, 2002.
2/ Entrevista con Flavia Costa, en Cultura, agosto 2004.
3/ Ver el libro de Biagio de Giovanni pretendiendo una teoría de las clases en el libro II del El Capital, al coste de una confusión entre proletariado y trabajo productivo (Biagio de Giovanni, La teoria politica delle classi nel Capitale, Bari 1976). Me he referido de manera detallada a las confusiones a las que dan lugar las lecturas unilaterales y reduccionistas del El Capital sobre las clases sociales, en Marx l’intempestif (París, Fayard, 1995), La discordance des temps (París 1995) o Le sourire du Spectre (Michalon, 2000). DB.
4/ Hegel, Principios de la filosofía del derecho.
5/ Michel Foucault, Dits et Ecrits II, Paris, Gallimard, 2003, p.421.
6/ Virno destaca que la ambivalencia de la multitud se reconoce en los sentimientos dominantes de la época: el oportunismo, el cinismo y el miedo. El oportunismo puede también traducir, en su opinión, la aptitud para aprovechar la oportunidad; el cinismo, puede expresar la conciencia de que cualquier pertenencia es provisional y que las reglas y los valores varían; el miedo, en fin, traducir las sensaciones de quienes hacen la experiencia cotidiana de la innovación permanente de las formas de vida y de trabajo flexible. Estos sentimientos alimentan «una extraordinaria familiaridad con lo posible», que es también una «oportunidad».
7/ Michel Foucault, op.cit., p.606.
8/ Para la crítica de Imperio, Daniel Bensaid, Le Nouvel Internationalisme, Paris, Textuel, 2003.
9/ Negri se mantiene aquí rigurosamente fiel a la problemática planteada desde Marx au-delà de Marx, París, Bourgois, 1979. Para una crítica de este enfoque, Daniel Bensaid, «En busca del sujeto perdido, o Negri corrige a Marx», en La discordande ces temps (París, 1995)
10/ E. Laclau, en Empire`s New Clothes, P.A. Passavant y J. Dean editores, Nueva York, Routledge, 2004, p.26.
11/ Paolo Vimo, entrevista con Verónica Gago, en Brecha, Montevideo, julio 2004.
12/ Paolo Vimo, op. Cit.2
13/ Jacques Derrida «Je suis en guerre contre moi-même», en Le Monde, 19 agosto 2004.
14/ Hardt y Negri, Multitude, op.cit., p. 377.
15/ Ibid. p. 366-367: «Es verdad que estos movimientos [sociales] seguirán opuestos a las aristocracias imperiales. Y con toda razón, en nuestra opinión. Pero es en interés de éstas considerar a dichos movimientos como aliados potenciales y recursos para la formulación de las políticas globales».
16/ Ibid. p. 379-381.
17/ Ibid. p. 305.
18/ Ibid. p. 355-358.
19/ Jacques Derrida lo precisa así: «Democracia por venir, no quiere decir democracia futura que un día será presente. La democracia nunca existirá en el presente, no es presentable, y tampoco es una idea reguladora en el sentido kantiano» (Jacques Derrida, Le concept du 11 septembre, Paris, Galilée, 2004). Siempre «por venir», esta democracia, cuya concepción es la única «que acoge la posibilidad de mejorar indefinidamente», está en las antípodas del «concepto absoluto de la democracia» al que corresponde el desarrollo histórico, según Hardt y Negri.
20/ Multitude, op.cit., p. 393.
21/ Ibid. 166, 185, 250.
22/ Paolo Virno, entrevista con Amador Fernández Savater, en El Viejo Topo, julio 2004.
23/ Ver: Daniel Bensaid, el capítulo «Luchar no es jugar», en Marx l`intempestif, París, Fayard, 1995.
24/ Multitude, op.cit., p. 404.
25/ Ibid. p.10.
26/ Walter Benjamin, novena tesis sobre el concepto de historia.
27/ Ibid. décima tesis.
28/ Multitude, op.cit., p. 115.
29/ Ibid. p.278.
30/ Ibid. p.324.
31/ Benjamin citó irónicamente en su 13ª tesis, dedicada a deconstruir la ideología del progreso ilimitado, una frase de Joseph Dietgen emblemática de esta ideología: «Cada día nuestra causa se vuelve más clara, y cada día el pueblo se hace más sabio». Cada día madura la multitud, podría ironizarse…
32/ Multitude, op.cit., p. 400.
Viento sur nº 79. www.vientosur.info