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Un año después de los atentados

Mumbai, a la sombra de Cachemira

Fuentes: CounterPunch

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

Cachemira se cierne sobre Mumbai, cuya puerta de entrada a la India aceptó a los agresores que la golpearon hace hoy un año. La persigue.

Cuando los movimientos de masas son aplastados, la amargura se queda habitando entre sus fugitivos, muchos de los cuales conspiran entre sí para conseguir regresar. Esos fugitivos se lían a tiros, se acusan de traición, se olvidan de las razones que hicieron fracasar sus movimientos… De la misma manera, buscan refugio en algún lugar para reunir fuerzas y poder volver de nuevo al combate.

En la década de 1990, Afganistán era el refugio de los fugitivos desde la isla de Mindanao a Ingushetia, desde la Península Arábiga al Archipiélago Indonesio. Los que se iban a Afganistán llegaban allí con sus propias penas, algunas del cuerpo, otras del alma.

El agotamiento de los movimientos de liberación nacional en los estados autoritarios de la década de 1980, combinado con la exportación del Islam saudí para socavar cualquier esperanza de resurrección del nacionalismo radical, sirvió de ayuda a esta Internacional Yihadista. Financiada por Washington y Riad, esta Internacional creció llegando a tener un sentido mayor de su propio destino, creyendo que todo lo había conseguido por sus propios medios y no por la hábil maniobra de sus titiriteros. Ni Hekmayar, ni Shah Massoud, ni Bin Laden, podrían haberle puesto la trampa al Oso Ruso, y ninguno de ellos hubiera podido desbaratar al Afghantsi soviético, las tropas de primera línea.

A esa brigada de desarrapados, a pesar del apoyo pakistaní y estadounidense, le costó cuatro años desalojar al débil gobierno de Mohammed Najibullah tras la retirada del ejército soviético. Pero la toma de posesión de Afganistán en 1992 y el colapso de la URSS en 1991 produjeron la excesiva fantasía de que la Internacional Yihadista era responsable de esos hechos. Fue una fantasía que continúa teniendo efectos catastróficos.

Los sueños del «Dr. No» de Bin Laden son consecuencia de esta fantasía, como también la implacable e insuperable mutilación de los sueños de libertad en zonas tan extensas como Chechenia y Cachemira. Zonas que presentaban demandas razonables de soberanía y autonomía, de dignidad para las personas, pero las trayectorias que para alcanzar sus aspiraciones siguieron esas demandas fueron aplastadas por una serie de razones por Estados que tenían sus propios imperativos geopolíticos. Los movimientos independentistas aparecieron al ignorarse completamente las pequeñas voces que protestaban y, cuando esos movimientos independentistas se toparon con el fuerte brazo del Estado, se transformaron en el atavismo de la política fugitiva: la Internacional Yihadista, acampada en Afganistán en ambos casos, corrió a ofrecer socorro a unos combatientes a quienes les habían chupado hasta la última gota de sangre.

Y como sus razonables demandas no habían logrado llegar a ningún sitio, se refugiaron en lo irrazonable.

Si Vds. leen el soberbio libro de Arif Jamal «Shadow War: The Untold Store of Jihad in Kashmir» (Melville House Publishing, 2009), tendrán una idea apropiada de la desolación existente entre los defensores de la Yihad en Cachemira. Las empapadas paredes en sangre de los reductos de los Hizbul Mujahideen (HM) ilustran las profundidades en las que ha caído la Jihad: Jamal nos lleva hasta el mundo del líder del HM, Syed Salahuddin, quien, en esta demencia fratricida, fue el protegido del señor de la guerra afgano Gulbuddin Hekmatyar (a principios de 1991) y que volvió sus pistolas contra sus comandantes a partir de 2003. Cualquiera que se mostrara «moderado» (i.e. dispuestos a negociar con el Estado indio) acababa siendo enviado al Paraíso.

El ataque de los HM contra la familia y tradiciones de Mirwair Umar Farooq resulta esclarecedor: en mayo de 2004, unos pistoleros (posiblemente junto con los HM) mataron a su tío Maulvi Mushtaq Ahmed, y después, en julio, la escuela Mirwaiz, un colegio islámico de enseñanza secundaria, fue quemada hasta los cimientos. Este viejo tesoro de 115 años de antigüedad tenía una de las bibliotecas más antiguas del Islam, guardando en su preciosa colección una copia del Corán manuscrita de Utzhman ibn Affann (el tercer Califa), miembro de la sahaba original, o compañeros del Profeta, que jugó un papel central en la recopilación del Corán. El pueblo cachemir no se desespera precisamente por nada.

Y no por nada se lamentan, a saber: la intransigente negativa de los gobiernos indio y pakistaní a mantener una conversación real que pueda llevar a la desescalada. Los diálogos suenan a menudo a enlatado, no sólo se esconden detrás de la contenida jerga de la diplomacia, sino que se repiten también con tanta frecuencia que no resultan creíbles. Se logró el Acuerdo Simla de 1972, pero apenas ha habido movimiento alguno más allá del enunciado de unos principios generales. Incluso no contiene casi nada respecto a la cuestión de la frontera: no hay posibilidad de que la Línea de Control (intacta desde 1971) se reconozca sencillamente como frontera, y muy pocas esperanzas de llegar a un acuerdo de paz que permita que ambos países reduzcan sus tropas.

En el lado indio, cientos de miles de soldados se enfrentan contra partes importantes de una población que ha perdido su fe en el acervo de la Constitución india, y en el lado pakistaní, las tropas se dedican sobre todo a reprimir al Frente Nacional de Balawaristan y el Movimiento Unido Gilgit-Baltistan. La angustia que fluye a ambos lados de la frontera, inflamada ahora por dos ejércitos cuyas armas se apuntan entre ellos y contra sus propios ciudadanos, se ha visto ahora acrecentada por la entrada de una sección de empedernidos militantes en la Internacional Yihadista.

Los HM pasaron durante un tiempo a la clandestinidad después de 2001, apareciendo por aquí y por allá para un encuentro o un ataque, desapareciendo después por el horizonte. En 2007, según Arif Jamal, el ISI pakistaní orquestó una vez más una serie de reuniones de coordinación entre los yihadistas que operan sobre sus dos tambaleantes fronteras, la Línea Durand (1983), que separa Pakistán de Afganistán, y la Línea de Control (1971), que separa Pakistán de la India. Los HM celebraron su primer mitin público desde el 11/S en marzo de 2008 en Muzaffarabad (la Cachemira Azad), y el Jaish-e-Mohammed empezó a operar en un campo de entrenamiento en Bahawalpur (al sur del Punjab). Un comandante de los HM le dijo a Jamal que los yihadistas «no habían estado nunca tan bien desde 1999».

Que el ejército indio continuara su historia de atrocidades (de forma muy espectacular en Sumbal, en febrero de 2007, y en Shopian en mayo de 2009) sólo ha ayudado a inflamar aún más la situación. A las elites indias y pakistaníes les vendría bien leer «Everyone Lives in Fear: Patterns of Impunity in Jammy and Kahsmir» (Human Rights Watch, septiembre de 2006) para poder comprender un poco el coste social de la intransigencia que soporta la gente normal y corriente de la región.

El único superviviente de los atacantes de Mumbai, Mohammed Ajmal Amir «Kasab», escribió una confesión que incluía la siguiente afirmación: «Ahora tenemos que emprender una guerra contra la India y conquistar Cachemira». Cuando conflictos militares muy importantes (1947-48, 1965, 1971, 1999) fracasaron, ¿cómo iban diez hombres a hacer todo el trabajo? Era tan sólo una fantasía. Kaseb se retractó más tarde de esa afirmación, diciendo que estuvo motivada por las torturas. El gobierno indio formuló sus acusaciones sin mencionar Cachemira. No era importante para los procedimientos judiciales.

Pero, como escribí al comienzo, Cachemira se cierne sobre Mumbai. Y la persigue. Lo mismo sucede con Afganistán.

Vijay Prashad es Director de Estudios Internacionales en el Trinity College, Hartford, CT. Su libro más reciente es: The Darker Nations: A People’s History of the Third World, New York: The New Press, 2007. Puede contactarse con él en: [email protected] 

Fuente:

http://www.counterpunch.org/prashad11262009.html