Traducido para Rebelión y Tlaxcala por Àngel Ferrero
El general Pervez Musharraf actuó rápida y despiadadamente cuando tomó el poder y se convirtió en el cuarto dictador militar de Pakistán en octubre de 1999: se proclamó a sí mismo presidente del ejecutivo del país. Cuando perdió la confianza de dos de sus miembros clave -los Estados Unidos de América y el ejército pakistaní-, accionistas mayoritarios de Pakistán S.L., se dio cuenta de que había llegado su hora. Después de un discurso vagaroso e incoherente a la nación, repleto de las más pueriles autojustificaciones, dimitió. Debería de haberlo hecho cuando expiró su mandato, pero ávido de poder, su mente permaneció impenetrable a los gritos de tormento que venían de abajo.
Quién sabe si hubiera conservado estos nueve años el poder de no haber sido por el 11-S y la «guerra contra el terrorismo». Un dictador anterior a Musharraf, el general Zia-ul-Haq (1977-88), se convirtió de modo similar en parte del engranaje de la máquina de guerra imperial durante la ocupación soviética de Afganistán. Musharraf y sus generales tuvieron que resolver la única victoria que el ejercito de Pakistán ha logrado: la conquista de Kabul a través de los talibanes. En un giro casi completo de su política, las bases militares pakistaníes fueron puestas a disposición de los EE.UU. para la ocupación de Afganistán.
Desde la época del general Zia, a los soldados se les había venido inoculando ideología islamista. Después del 11-S, Musharraf se encontró a sí mismo explicando a esos mismos soldados que el objetivo había cambiado. Tenían que matar a «terroristas», esto es, a otros musulmanes. Casi le costó la vida (dos intentos de asesinato estuvieron a punto de acabar con él), pero Musharraf permaneció leal a Washington y vicevecersa. Sus aliados occidentales no veían ninguna contradicción en apoyar al general Musharraf, cuando la «democracia y los derechos humanos» eran las virtudes predicadas al resto del mundo. Las órdenes de arresto contra los yihadistas lo volvieron impopular entre los soldados, que empezaron a abandonar el ejército en masa.
La gota que colmó el vaso fue el enfrentamiento con un turbulento presidente del Tribunal Supremo, Iftikhar Chaudhry, quien empezó a dictar sentencias favorables a las víctimas de la brutalidad y corrupción estatales y a investigar las desapariciones de ciudadanos en nombre de la guerra contra el terrorismo. El presidente del Tribunal Supremo fue cesado y los abogados, descontentos por la decisión, iniciaron una campaña para restituirlo en el cargo. Musharraf se echó para atrás, pero sólo para imponer el estado de emergencia y cesarle de nuevo y, de paso, también a otros jueces.
Si todo esto hubiera ocurrido en un país que no estuviera favorecido por la OTAN, se hubiera armado una buena. Pero no es el caso. En enero, el presidente del Tribunal Supremo escribió a Nicolas Sarkozy, Gordon Brown, Condoleezza Rice y el presidente del Parlamento Europeo.
La carta, que permanece incontestada, explica las verdaderas razones tras las decisiones de Musharraf : «Puede que usted se pregunte por qué he utilizado al comienzo de esta carta las palabras ‘proclamándose jefe del Estado’. Ha sido deliberadamente. El mandato constitucional del general Musharraf finalizó el 15 de noviembre del 2007. Su petición de prolongar el mandato a partir de entonces es objeto de una viva controversia en el Tribunal Supremo de Pakistán.»
«Mientras su petición era estudiada por… el Tribunal Supremo, el general arrestó a la mayoría de aquellos jueces, además de a mí, el 3 de noviembre del 2007. De este modo el propio Musharraf socavó las bases del proceso judicial, que permanece en punto muerto en estos momentos. Además de arrestar al presidente del Tribunal Supremo y a los jueces (¿acaso puede haber mayor atropello que éste?), pretendió suspender la constitución y purgar por completo el poder judicial de todos los jueces independientes.»
«Ahora sólo los jueces más dóciles, escogidos a dedo por él, estarán dispuestos a ‘validar’ cualquier cosa que les pida. Y todo esto es contrario a una orden expresa anterior, aprobada por la Corte Suprema el 3 de noviembre del 2007.»
Con la caída de Musharraf, las reivindicaciones para restituir al presidente del Tribunal Supremo aumentarán: los abogados amenazan con una nueva campaña en las calles.
Una encuesta elaborada el pasado mayo para la New America Foundation reveló que el 28% de los pakistaníes están a favor de que el ejército juegue un papel político, en comparación con el 45% registrado en agosto del 2007; que el 52% ve a EE.UU. como responsable de la violencia en Pakistán; y que el 74% se opone a la «guerra contra el terrorismo» en Afganistán.
Una mayoría de ellos está a favor de un acuerdo negociado con los talibanes; un 80% hace responsables al gobierno y a los empresarios del país de la carestía de alimentos; sólo un 11% ve a India como enemigo principal. Nada de esto parece interesar a los gobernantes del país, quienes prefieren vivir en su propia burbuja.
El Pakistán posterior a Musharraf seguirá avanzando a trompicones, con un pueblo atrapado entre el martillo de una dictadura militar y el yunque de la corrupción política.
Hay una manera de salir de todo ello, pero los dirigentes políticos y militares, y sus socios occidentales, siempre la han ignorado: una seria reforma agraria, la creación de una infraestructura social adecuada y el establecimiento de al menos una docena de universidades para formar los maestros que sean la base de un buen sistema educativo. Es lo que Malaisia ha hecho. ¿Por qué no Pakistán?
De origen paquistaní, Tariq Ali es novelista, historiador, agitador político y uno de los editores de la New Left Review.
Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar a sus autores y la fuente.