Traducido del ruso para Rebelión por Josafat S.Comín
En nuestra familia, se conserva un pequeño librillo desde los tiempos de la guerra. Se puede guardar en el bolsillo de la camisa, junto al corazón. Libros como este, de la serie «Biblioteca del soldado del ejército rojo», eran los que llevaban los combatientes de la Gran Guerra Patria. La primera y última página no se conservaron. Posiblemente, este desgarrador texto, saliese de la pluma de Ilya Erenburg, o puede que lo escribiese otro publicista. Lo principal era que la crónica estaba escrita con sangre y golpeaba el corazón de miles de soldados. Hoy muchos, especialmente en Europa Occidental, no acaban de hacerse una idea de los horrores de la 2ª Guerra Mundial. Acostumbrados a esconder la cabeza en la arena, dicen para calmar los nervios: «Horrores», tampoco fue para tanto, no es más que propaganda, no pudo ocurrir algo así. Esto es algo sobre lo que volveremos otro día, pero de momento lean, lean si es que pueden leer hasta el final.
…Rodeado de amor y atenciones, crecía el niño soviético, educándose para un nuevo día, todavía más hermoso y luminoso. Pero llegó el enemigo. Un delincuente sanguinario, que no se detenía ante nada. Y ahogó en sangre y redujo a cenizas la feliz infancia del niño soviético. No fue un guerrero belicoso, armado, dispuesto a combatir a otro enemigo armado, el que atacó nuestro país. En nuestro país se adentró una fiera salvaje y rabiosa, sedienta de sangre, un monstruo, un violador, un asesino de niños.
En la interminable historia de atrocidades cometidas por los alemanes durante la ocupación de las regiones rusas, las más tenebrosas son las páginas que relatan las torturas a los niños soviéticos. Es algo que quedará para siempre en la memoria del pueblo soviético.
El aviador alemán, no veía desde su avión ni almacenes militares, ni puntos estratégicos, ni tropas en movimiento. Le era indiferente, solo estaba ansioso de matar, de sembrar el pánico y la desesperación. El piloto, veía perfectamente quien se agolpaba en las estaciones esperando poder subir a un tren. Veía a mujeres y niños, huyendo del frente hacia el interior del país. El piloto dirigía hacia ellos la mira de su metralleta. El traqueteo mortífero de las balas se derramaba sobre las mujeres, que intentaban proteger a sus niños, sobre los aterrorizados pequeños, que se aferraban al pecho de sus madres. El piloto apuntaba a las cabezas de los niños, sembrando la muerte entre ellos. Apretaba la palanca, y la bomba caía sobre los vagones donde se apiñaban las mujeres y los niños. El piloto buscaba entre los caminos a su victima. Volaba muy, muy bajo, descargando su metralla sobre los que huían por los caminos. En la carretera, en los senderos, de las afueras de Lutskoi, de Kiev, de Smolensk, caían niños, niños que huían de sus aldeas natales, intentando ponerse a salvo de las bombas. Niños que morían en los caminos de Ucrania, de Bielorrusia, de Rusia, hechos pedazos por las bombas, atravesados por las ráfagas de metralleta. Pero esto no era más que el preludio. Las hordas de asesinos que habían entrado en tierra soviética, iban pronto a demostrar su rostro más desalmado, en toda su amplitud.
Al ocupar las aldeas, los fascistas expulsaban de sus Jatas (casas de campesinos en Ucrania. N de la T.) a los habitantes. Las mujeres con sus niños eran obligados a salir a la nieve con un frío de 30 bajo cero. No se les permitía coger ni ropa de abrigo, ni comida. No ayudaban las súplicas ni las lágrimas. La respuesta era siempre una: «¡Marcharos fuera de aquí!». Podía ser peor: un tiro en el pecho.
Por la nieve iban las gentes sin casa, con los niños en brazos. ¿Dónde ir, dónde refugiarse? En las Jatas, se acomodaban los alemanes. Mataban a las vacas, se preparaban la comida. En la intemperie andaban las mujeres con los niños, avanzando sin rumbo, donde la vista alcanzase. Los lactantes morían en brazos de sus madres, muertos caían y los pequeños que corrían junto a ellas. No había fuerzas para cavar las tumbas en la tierra congelada. No podían cavar con sus uñas ni derretir la nieve con sus más amargas lágrimas. La nieve cubría los pequeños cadáveres, que miraban al frío cielo, con los ojos bien abiertos, con los ojos llenos de asombro infantil. En los caminos de Ucrania, Bielorrusia, Rusia, en todas partes donde consiguieron penetrar los ocupantes, crecían a lo largo de caminos y senderos, pequeños montículos: las tumbas de los niños.
Los alemanes requisaban las Jatas, la ropa, la comida. Decenas de miles de personas en Ucrania, Bielorrusia y las regiones occidentales rusas, fueron condenadas a morir de hambre. Los primeros en morir eran los niños. Se les apagaba el brillo de los ojos, aparecían las venas azules en las sienes, sus bracitos y piernas se volvían finas y flácidas, sus rostros, transparentes. Se apagaban con una pregunta muda en sus ojos: ¿Por qué todo esto?
Pero a los asesinos no les bastaba con saber que los niños morían por su culpa. Él no iba con ellos por los caminos, no veía como se congelaban en la nieve, como morían de hambre. El asesino necesita disfrutar con la visión de la sangre, necesita relamerse con los sudores de la agonía, necesita celebrar el ver el horror que generan.
Y el asesino fascista cien veces sumergió las manos en la sangre de los niños soviéticos, cien veces se deleitó con su miedo, con su perplejidad, con su sufrimiento y dolor. Le gustaba burlarse del dolor y el desconsuelo de la madre, del padre, obligados a ver como morían sus pequeños.
Los alemanes alcanzan su máximo frenesí en su bestialidad en aquellos lugares, donde tienen que retroceder. Cuando veían que no podían mantener la posición y que la derrota era inminente, ante el avance de las tropas del Ejercito Rojo, descargaban toda su venganza en el último minuto, sobre los habitantes de las aldeas, superando la crueldad más monstruosa conocida por la humanidad hasta entonces.
Los destacamentos del Ejercito Rojo en su victorioso avance hacia occidente, descubrían aterrados, las monstruosidades cometidas por los fascistas, en todos los pueblos y ciudades que iban liberando. En la aldea de Spas-Pomazkino, los alemanes, al ver que no podrían resistir mucho más, comenzaron como de costumbre a prender fuego a las Jatas. La gente huía despavorida de sus casas humeantes. De una de ellas salió corriendo una mujer con su bebé en brazos. Tras ella corrían tres más. Una chica de diez años, y dos pequeños de tres y seis años. Los soldados alemanes vieron a la familia que huía. Un disparo certero y la mujer cayó sobre la nieve. Zoya, la de diez años cogió al bebé de entre los brazos de su madre muerta y continuó corriendo. Los alemanes entre risas, gritando a voz en cuello, asistían divertidos al espectáculo de ver correr a los niños por la nieve. Viendo como Zoya apenas puede avanzar con el pequeño, llevando arrastras, agarrado de su vestido al hermanito de tres años, mientras el de seis, intenta no quedarse atrás. Esperaron un rato. Y de nuevo un disparo. Cubierto de sangre, cayó el pequeño de seis años. Y un disparo más hizo callar el grito de pánico del pequeño de tres años, que permanecía agarrado a la falda de la hermana. El alemán erró el último disparo. Zoya consiguió esquivarles. Consiguió avanzar, corriendo fuera de si, aturdida por el horror. Perdió el pañuelo que llevaba en la cabeza. El viento helador azotaba su cara. No sentía el frío, no comprendía que los alemanes habían quedado ya muy atrás. Solo sabía que tras ella iba una muerte terrible, la misma que en apenas tres minutos, se había llevado a su madre y dos hermanos. Tenía que salvar fuera como fuese lo único que había quedado, el pequeño bebe, el pequeño mimado de la familia. No podía saber que bajo el chal, llevaba solo el pequeño cuerpecito inerte de su hermano, al que el frío y el viento habían matado. Los soldados del ejército soviético la encontraron inconsciente, con las manos y pies congelados, abrazando contra su pecho al pequeño bebé congelado.
Cuando los alemanes incendiaron la aldea de Masoyedovo, una mujer sacó de la Jata a dos niños, envueltos en su pañuelo, y los puso cerca de la casa, mientras volvía a salvar al tercer pequeño de las llamas. En ese momento, dos alemanes atravesaban la calle de la aldea. Vieron a los dos pequeños junto a la casa. Cerca pasaba un riachuelo. Cogieron a los dos niños y los arrojaron a un agujero entre el hielo del río. Y sobre los campos se oyó una risa salvaje, la risa de unos asesinos orgullosos de su crimen, de la muerte de dos niños, de la desesperación de la madre, que al salir de la Jata no encontrará a sus pequeños.
En el pueblo de Ploskoye, los alemanes ametrallaron a la familia del koljosiano Piechierov. El oficial alemán disparó sobre su mujer Olga. Esta tenía a un pequeño en brazos. Puede que el oficial quisiese ahorrase una bala, o que le produjese mayor satisfacción variar el modo de ejecución. El caso es, que sacó una daga plateada elegante, con la que atravesó al bebé.
No hubo ningún método de dar muerte a los niños soviéticos, que los alemanes no probaran.
Cuando en el pueblo de Ksty, en la región de Kaliningrad, los verdugos alemanes oyeron los disparos de la artillería soviética, pasaron a ejecutar una salvaje matanza. De todo el pueblo solo sobrevivió una mujer koljosiana, ya mayor, a la que las bestias dieron por muerta, cuando esta se desmayó. El resto de los habitantes sufrió una muerte horrible, incluidos los niños.
Los alemanes iban entrando en las casas y sacando a la gente entre gritos salvajes, empujándolos para que se fuesen reuniendo en el granero, en las afueras del pueblo. Las mujeres sentían que nada bueno les podía esperar. Pero las bayonetas impedían cualquier protesta o desobediencia. Había que ir a donde te indicaban los verdugos fascistas. Cuando hubieron reunido a todos, los monstruos ordenaron que saliesen delante las mujeres con niños lactantes. Las mujeres indefensas estaban de pie, temblando de miedo y frío, sin saber que esperar. No hubo mucho que esperar. Los soldados arrancaron a los bebés de los brazos de sus madres. Las mujeres fueron obligadas a presenciar como los rabiosos fascistas mataban a culatazos a sus pequeños. Las pequeñas cabezas reventaban con los golpes de culata, sus caritas se cubrían de sangre. Los asesinos se daban un tiempo para disfrutar de los gritos desesperados de las madres, para luego acabar con ellas de un disparo.
A la koljosiana Garayeva, la empujaron hasta el granero, con un pequeño en brazos y dos chiquillos asidos de su falda. Garayeva se atrevió a hablarles. El amor por sus hijos superó al miedo. Ella sabía que iba a morir, pero pensó que entre los asesinos que la rodeaban, habría alguno al que le quedase una chispa de humanidad en el corazón y sintiese lástima de los niños, permitiéndoles vivir. Sus suplicas fueron en vano. Un fascista le arrebató de los brazos al pequeño y agarrándolo de las piernecitas golpeó su cabeza contra un tronco.
Cuando tras varias horas de combates, los destacamentos del general Akimenko ocuparon el koljos Dimitrov, cuando todavía sonaban los disparos y los alemanes retrocedían a toda prisa hacia el oeste, varias mujeres salieron corriendo al encuentro de nuestros soldados. En sus brazos llevaban los cuerpos sin vida de sus hijos, a los que los fascistas habían matado golpeando sus cabezas contra los árboles o la tierra helada. Ese fue el recuerdo que dejaron tras de si las tropas hitlerianas.
En las interminables listas de fusilados en las poblaciones que iba liberando a su paso nuestro ejercito, era común encontrar los apellidos de niños pequeños y de bebés de meses. En el pueblo de Samsonovka, entre las decenas de fusilados, en el acta levantada por los habitantes ante el comisariado político del destacamento, podemos leer una lacónica inscripción: «entre otros fusilados: Sinyayev, Vasia, de cuatro años, Sinyayev Valia, de siete meses, Vaskevich Volodia, de cinco años».
En la aldea de Loskutovka los alemanes decidieron aprovechar a los niños para sus necesidades. Metieron a todos los niños en la casa que los alemanes habían habilitado como enfermería. Desnudaban los bracitos de los niños, hijos de los koljosianos que acababan de ahorcar o fusilar. El médico les extraía la sangre para las transfusiones a los soldados alemanes heridos. Los niños del koljos salvaban con su sangre la vida de los bandidos. Pero no podían salvar la suya. Les tomaban la sangre sin preocuparse de dejar vivos a los donantes. Las extracciones duraban hasta que las caras de los niños palidecían por completo. Pagaban con su muerte, su sangre salvadora. A la pequeña de dos años Nadia Kuzmina, le extrajeron sangre cuatro veces para transfusiones a los soldados alemanes. Pero esto no era suficiente para el asesino que ostentaba el título de médico. Recortó a la infortunada pequeña diez trozos de piel para transplantes en las heridas de los hitlerianos.
La lista de atrocidades cometidas por los alemanes parece no tener fin. Con cada ciudad o aldea liberada, conocemos nuevos detalles. En las tierras de Ucrania, Bielorrusia y Rusia, cientos de niños cayeron víctimas de los asesinos.
Sabemos como habían sido las guerras anteriores. Sabemos que en la guerra muere gente. Pero los asesinos de uniforme verde grisáceo, nos enseñaron una guerra en la que se lucha contra los niños y los bebés.
De entre los documentos que sirven de testimonio de las barbaridades cometidas por los alemanes, en las zonas posteriormente liberadas, son especialmente desgarradoras las fotografías de los niños torturados y asesinados. Sobre la nieve yacen sus cuerpos desnudos. En sus caras congeladas son visibles el dolor, el miedo, el pánico inexplicable. Estos niños fueron condenados a ver el lado más cruel de la vida. Ellos no comprendían nada de lo que pasaba. Les tocó convertirse en victimas de las atrocidades nazis.
El Ejercito Rojo avanza hacia el oeste. En las calles de ciudades y pueblos encuentran los cadáveres de sus habitantes torturados. En el pecho de las madres asesinadas, encuentran muertos a los pequeños. Cuerpos de niños pudriéndose en los pozos. Montones de cadáveres de niños apiñados en los graneros, en los callejones.
La ira y el odio crecen en los corazones. Cada soldado tiene en algún sitio una hermanita, hermanito, hijito, hijita. Cada uno piensa en su familia, que ha quedado en casa, a un lado u otro del frente. Y hasta los que no tiene familia aman a los niños como cualquier persona normal.
La mano de la madre o del padre no se atrevió a levantarse para reprender al hijo desobediente. Y sin embargo apareció gente con una crueldad heladora, con un sadismo incontenible, con una fiera autocomplacencia, que mataron a nuestros amados niños que crecían sanos y felices.
Los soldados del Ejército rojo avanzan hacia el oeste y juran vengar implacablemente a los niños asesinados por los nazis. Juran no tener piedad con los asesinos capaces de aquello, que ni los bárbaros se atrevieron a hacer, cuando hace siglos hacían incursiones en Europa.
Pero ni toda la sangre de los ocupantes podrá borra esta mancha de las tropelías de los criminales hitlerianos, la muerte de todos los ocupantes no evitará que permanezca para siempre en nuestra memoria el sufrimiento de los niños soviéticos.
En los hospitales de la Unión Soviética se reponen los niños que consiguieron escapar vivos de las manos de los monstruos fascistas. El médico cura sus heridas, sus manos y pies congelados. En los hospicios todos se vuelcan en rodear de cariño a los niños que han perdido a sus padres a manos de los nazis. Cientos de huérfanos encontraron familias de acogida.
Curarán a la pequeña Zoya y toda la Unión Soviética será su familia. Pero, ¿Se borrará algún día de su memoria el día terrible, en el que en un instante perdió a su madre y a sus hermanos? ¿olvidará el pánico y el miedo que la perseguían cuando corría por la calle de su pueblo, enloquecida con su hermanito de meses congelado en brazos? ¿Quién de estos niños que se salvaron milagrosamente de las manos asesinas de los alemanes, podrá olvidar el crujido del techo de su casa ardiendo, los cuerpos ahorcados de sus padres mecidos por el viento, el ruido de las granadas lanzadas contra sus casas? ¿Cómo olvidar el infierno por el que pasaron?
Para siempre le fue arrebatada la alegría de la infancia despreocupada. En sus corazones nunca se cerrará la herida causada por un dolor que supera cualquier medida humana.
Las hordas salvajes que se abalanzaron sobre nosotros, pretendían arrebatarnos nuestra tierra, eliminar a nuestro pueblo. Borrarnos de la faz de la tierra. Nadie es capaz de imaginar de lo que han sido capaces los alemanes en nuestra tierra. Ha llegado la hora de ajustar cuentas. Pero eso no basta. ¡Ninguno, ninguno de los que se mancharon las manos con la sangre de nuestros niños debe quedar vivo! ¡La imagen de Zoya corriendo con su hermanito congelado no puede dejarnos dormir! ¡El recuerdo de las caras amoratadas de los pequeños ahogados en ríos y pozos helados, no puede dejar en calma nuestros corazones. No podremos borrar de nuestros ojos el recuerdo de los rostros desfigurados por los golpes, de los niños con sus cabecitas de cabellos rubios y morenos!
¡Debemos devolver al enemigo el odio con el que destruyó el fruto del amor y del trabajo , que ponían nuestros compatriotas para darles lo mejor a nuestros niños! ¡Debemos hacer que el enemigo maldiga la hora en que su madre les trajo al mundo!
Tú, mujer de de una lejana ciudad, lejos del frente, que te asomas a la cuna de tu pequeño. Tú, que al llegar a casa recibes el balbuceo gozoso de tus niños. Recuerda: cientos de niños como el tuyo cayeron en manos de los asesinos fascistas. Por tus hijos, por su risa, por su existencia, luchan nuestros soldados en el frente. A ellos les debes, el que tus niños te puedan recibir tranquilos, cuando vuelves del trabajo.
Estás obligada a darles todo tu agradecimiento, a nuestros valerosos héroes, que combaten al enemigo. Todo tu…
Aquí se corta el texto. El dibujante Dmitri Schmarinov, tiene una serie de dibujos dedicados a las barbaridades de los ocupantes fascistas en los años de la Gran Guerra Patria, bajo el título «Ni olvido, ni perdón».
¿Ha llegado la hora de perdonar? Para los crímenes contra la humanidad, no hay periodo de caducidad. Tampoco perdonamos a los que en nuestros días, implantando en Rusia un régimen de ocupación, dejaron a miles de niños en la calle, empujándolos a la drogadicción, alcoholizándolos, convirtiéndolos en esclavos sexuales para pedófilos extranjeros, o en banco para trasplante de órganos.
Y ahora, sobre la «propaganda». Sólo un ciego (o uno de nuestros actuales liberales rusos) puede decir que los alemanes, famosos durante siglos por se tan civilizados, por sus costumbres hogareñas y familiares, no pudieron cometer semejantes atrocidades. Pudieron. De hecho las atrocidades comenzaron ya en la 1ª Guerra Mundial. Tampoco lo creyeron entonces. En 1914, en protesta a las -en su opinión- falacias sobre los crímenes de guerra cometidos por Alemania, 93 académicos e intelectuales alemanes escribieron un comunicado dirigido a la humanidad civilizada. Ensalzando la cultura alemana declaraban: «No es cierto, que hayamos violado criminalmente la neutralidad belga…No es cierto que nuestras tropas hayan destruido cruelmente Leuven». En la 2ª Guerra mundial, a esa lista se unieron la francesa Oradour, la checa Liditse, la bielorrusa Khatyn y centenares de ciudades y aldeas rusas… Ya en el primer tercio del XIX el experto estratega prusiano Clausewitz desarrolló la «doctrina del terror». En los años 30 se completó con la idea del «superhombre germano». Al que todo le está permitido. Algo terrible; el complejo de superioridad, el orgullo de pertenecía a una raza, la soberbia, la altanería. «Nosotros, somos una raza culta, pudorosa, virtuosa, a diferencia de los depravados franceses, somos eficientes y puntuales a diferencia de los eslavos holgazanes»,- así pensaban millones de alemanes. Engreídos, creyeron ser una raza de semidioses, pretendieron conquistar un espacio vital, aniquilando a millones de seres inferiores y convirtiendo al resto en esclavos.
Las ideas de superioridad racial no murieron en 1945. Hoy muchos en los países bálticos creen que no existieron ni Osventsim, ni Salaspils, en el sentido de que fuesen campos de exterminio, sino solo de trabajos forzados, de reeducación. Estos señores (y damas) se consideran muy inteligentes, pero no advierten, por sus limitaciones, que bajo la máscara de «europeos civilizados» asoman las orejas fascistas. Porque ¿A quién según ellos había que reeducar? No a los «ideales»ciudadanos bálticos claro, sino a los judíos, que huían del trabajo pesado desde los tiempos de los faraones, a los polacos, esos alegres muertos de hambre, a los rusos, esos cerdos tontos y sucios…
Una furiosa dama del báltico le espetó al autor de estas líneas: » Tú no eres más que un ruso Vasya, y yo soy de una raza superior, letona» . paradójicamente ella pequeña, morena y poco agraciada, y yo, alto, bien formado, rubio…
Hoy las bestias bálticas, morenos y rubios, aplauden a las canosas bestias de la legión, de las SS, humillan a los niños rusos, impidiéndoles estudiar en su idioma. Les gustaría matar a los niños, igual que sus hermanos de espíritu, o más exactamente sin espíritu, hicieron en los años 40.
Solo que hacerlo hoy es bastante más difícil, porque el mundo después de todo ha cambiado: gracias a la Gran Victoria, en la más terrible de las guerras que la humanidad haya conocido.