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Oriente Próximo como escenario de la nueva guerra fría

Fuentes: Rebelión

El discurso del presidente de Rusia, Vladimir Putin, en la Conferencia de Seguridad de Munich el 10 de febrero criticando con dureza a los Estados Unidos por su política exterior sorprendió a más de uno. Desde entonces no son pocos los analistas que han vuelto a hablar del inicio de una nueva guerra fría entre […]

El discurso del presidente de Rusia, Vladimir Putin, en la Conferencia de Seguridad de Munich el 10 de febrero criticando con dureza a los Estados Unidos por su política exterior sorprendió a más de uno. Desde entonces no son pocos los analistas que han vuelto a hablar del inicio de una nueva guerra fría entre estos dos países. No se trataría de una guerra de influencias entre sistemas ideológicos, políticos y económicos diferentes sino de una guerra entre dos potencias capitalistas en disputa por la conquista de áreas de influencia comercial. Una de esas áreas sería el Oriente Próximo

Rusia desapareció de la escena próximo-oriental con el derrumbe de la Unión Soviética en 1991 y quedaron los EEUU como potencia incuestionable. No fue sino hasta once años después, en diciembre de 2002, cuando los rusos comenzaron a rehacer su política exterior de la mano de Putin. En lo que atañe a Oriente Próximo, los EEUU acababan de poner en marcha el «Plan de Asociación Estados Unidos-Mundo Árabe» (12 de diciembre de ese año) por el que se pretendía la transformación sociopolítica e identitaria árabe por una próximo-oriental con Israel como potencia regional incuestionable al mismo tiempo que se señalaba a tres países como potenciales amenazas para la seguridad nacional de los EEUU: Iraq, Arabia Saudí y Egipto. No por sus regímenes políticos, sino principalmente por su sistema educativo y social, a los que se consideraba como «la cuna del terrorismo internacional». Merece la pena recordar que este plan se aprobaba sólo tres meses antes de la invasión de Iraq, el eslabón más débil de los tres países mencionados. Ocupado Iraq, el plan se desarrollaría por sí sólo puesto que los regímenes egipcio y saudí (también en horas bajas tras los atentados del 11 de septiembre en EEUU) no tendrían margen de maniobra alguno y se tendrían que plegar a los planes imperialistas.

La Administración Bush ya había dado los primeros pasos en su nuevo camino expresado en este plan al romper una cierta estrategia de acercamiento que mantenía con el gobierno sirio al aprobar el Acta de Responsabilidad Siria y Restauración de la Soberanía Libanesa en diciembre de 2003 bajo la acusación de «apoyar a grupos terroristas, tratar de conseguir activamente armas de destrucción masiva, generar problemas en el Líbano con su presencia militar y provocar la desestabilización en Iraq» (1), aplicando al gobierno de Bashar al Asad sanciones de diverso tipo.

Rusia estaba saliendo de una importante depresión económica, la principal herencia de Boris Yeltsin, que había llevado al país casi al colapso financiero en 1998 a pesar de las constantes inyecciones financieras del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial y de los propios EEUU, entonces gobernados por Bill Clinton. Gran parte de los 4.000 millones de dólares otorgados por el FMI habían acabado en manos de los oligarcas, principalmente vinculados a la industria del petróleo, y a cuentas privadas de funcionarios corruptos del círculo de Yeltsin. Compañías petrolíferas como Yukos se hacían con el control del país al calor de la apertura democrática, las reformas del libre mercado y las privatizaciones al tiempo que mantenían una sospechosa alianza con las corporaciones petrolíferas estadounidenses y hacían prácticamente al dólar como la moneda de referencia.

Cuando a finales de 2003 Putin dio un puñetazo en la mesa y ordenó la intervención de Yukos y el encarcelamiento de su presidente, Mijail Jodorkovski, hubo quien pensó que el pulso entre los oligarcas -cuyo poder venía del expolio de los recursos naturales y de la industria tras la caída de la URSS- y los «nacionalistas» -una élite ambiciosa salida de la base de la intelectualidad soviética con el apoyo de los servicios secretos, a quienes representa el propio Putin- lo ganaban éstos últimos. Hubo otros que opinaron que Jodorkovski había cavado su propia tumba por haber violado el acuerdo tácito existente entre Putin y los oligarcas (no revisar las privatizaciones de los años 90 a cambio de no inmiscuirse en política). Y hubo quienes opinaron que se iniciaba una reestructuración de la política exterior basada en el poder del petróleo puesto que Jodorkovsky era un ferviente defensor de los intereses americanos en Rusia hasta el punto de abogar por la exportación sin límites de crudo ruso a los EEUU y de la construcción de un oleoducto hasta Murmansk (una de las ciudades más septentrionales de Rusia) para abastecer de petróleo a la costa oeste de los EEUU (2).

Ésta última tesis es la más interesante puesto que cuando en abril de 2004, al ponerse de manifiesto que la invasión y ocupación de Iraq tenía muchas más dificultades de las previstas, los EEUU rediseñaron su plan inicial de dos años antes con el nombre de «Iniciativa para el Gran Oriente Próximo» y con el objetivo declarado de la «democratización» de los países árabes el revuelo fue mayúsculo.

Las grietas en los aliados árabes de los EEUU

Egipto y Arabia Saudí, que veían las dificultades de los EEUU en Iraq, se atrevieron a rechazar esta iniciativa al considerarla un intento de imposición de valores y perspectivas occidentales. En Arabia Saudí un diario ligado a la familia real llegó a titular un editorial como «Bush, el nazi» (3). En Egipto optaron por algo más de moderación y se limitaron a editorializar «La reforma respaldada por Estados Unidos no es bienvenida» (4) aunque en su contenido se dejaba bien patente la distancia que se comenzaba a abrir entre los antiguos aliados: «las relaciones cada vez más tensas entre los musulmanes y Occidente son inevitables, más conforme Occidente sobrepasaba la línea roja con llamamientos a cambiar los estudios religiosos de Arabia Saudí o Egipto con el argumento de que las academias religiosas de estos países engendran terroristas». Y se iba algo más lejos aún: «Mientras nadie puede negar la existencia de sentimientos anti-occidentales y anti-americanos en el mundo islámico, es igualmente imposible de refutar que tal odio es una exportación occidental que ha sido marcada como ‘devolver al remitente’. Es una respuesta a los envites llenos de odio de los medios occidentales y a las declaraciones oficiales, comentarios políticos y publicaciones literarias dirigidas contra el otro».

Los rusos entendieron perfectamente la situación y decidieron volcarse en Oriente Próximo para recuperar la influencia perdida añadiendo, además, el componente del petróleo puesto que el gobierno de Putin había visto en la iniciativa de los EEUU el intento definitivo de controlar la OPEP y sentía cómo tras las invasiones de Afganistán e Iraq los EEUU se habían acercado peligrosamente a su flanco sur y cercaba a uno de sus tradicionales aliados en la zona: Irán.

Las reacciones de Rusia fueron directamente a la línea de flotación de los EEUU: por una parte, Putin anunció, bien es cierto que en términos muy vagos, que Rusia podría cambiar su comercio petrolífero en euros; por otra, decidió restaurar su posición e influencia en Oriente Próximo aprovechando la pérdida progresiva de influencia de EEUU en la zona.

Los rusos no daban el paso en falso puesto que a pesar de las afirmaciones de lealtad a Washington, los países miembros de la OPEP, incluyendo los países árabes, habían venido reduciendo la proporción de sus reservas en dólares en más de 13 puntos porcentuales en los últimos tres años, fundamentalmente a favor del euro, según el Bank for International Settlements. El último informe trimestral de este banco en el año 2004 establecía que las reservas denominadas en dólares habían caído desde el 75% en el tercer trimestre de 2001 al 61’5% en el mismo trimestre de 2004, mientras que la proporción de las reservas denominadas en euros subió desde el 12% al 20% durante el mismo periodo (5). Otros países, como Irán, también tomaron buena nota de la tendencia.

Así las cosas, el año 2005 se convierte en uno de los principales en el rediseño de la política próximo-oriental rusa y tiene dos vertientes: una tradicional «a la soviética», consistente en la venta de armas modernas a Siria e Irán, y una novedosa más ágil, inventiva e imaginativa acelerando la firma de contratos económicos por importantes cantidades para evitar que se reprodujesen situaciones como las del Iraq de Saddam Hussein, que inmerso en un durísimo embargo internacional firmaba protocolos de actuación que no fueron cumplidos por los ocupantes tras su derrocamiento e invasión del país. Rusia, a pesar de haber condonado el 90% de la deuda a Iraq, se encontró con que sólo podía optar a una parte muy reducida del pastel petrolífero iraquí, la participación de Lukoyl junto con la empresa estadounidense Conoco-Phillips en la explotación de uno de los yacimientos petroleros más ricos del país, el Kurna Oeste-2, pero con el convencimiento que los intereses rusos quedaban a merced de EEUU, dueño y señor del reparto de los recursos en Iraq.

Ante la hipótesis de una situación parecida en el futuro, Rusia blindaba sus intereses económicos. Con Irán el comercio de armas, tecnología y maquinaria pesada alcanzó un total de 1.800 millones de dólares el primer semestre de ese año. En los meses finales, Rusia dio el golpe de gracia vendiendo a Irán 29 sistemas de defensa aérea Tor-M1 por un valor aproximado de 1.000 millones de dólares. Los Tor-M1 son capaces de detectar, identificar y seguir hasta 48 blancos simultáneamente además de abatir, al mismo tiempo, dos objetos en el aire que vuelen a alturas entre 20 y 6.000 metros. Con las ventas a Irán y a otros países como China e India, Rusia se convertía en el primer país exportador de armas superando a los EEUU por primera vez en mucho tiempo.

En paralelo a estas ventas armamentísticas, Rusia decidía firmar con Siria un acuerdo sobre la devolución de la deuda que el país árabe mantenía con ella desde la etapa soviética. En síntesis, Rusia decidía cancelar el 73% de la deuda de 13.000 millones de dólares, el resto se devolvería bien en dólares, en moneda siria o participando en proyectos económicos conjuntos. Así fue como Rusia pasaba a convertirse en un socio privilegiado en el ámbito energético, especialmente en la explotación y mantenimiento de centrales hidráulicas y térmicas así como en la extracción de gas y petróleo en yacimientos o en el oleoducto Kirkuk-Baniyas. Ni qué decir tiene que este acuerdo fue duramente criticado por los EEUU, que si bien no logró que los rusos diesen marcha atrás sí logró que no se extendiese a la venta de armas, especialmente a los misiles Iskander-E, que pueden alcanzar cualquier parte del territorio israelí. Rusia daba una de cal y otra de arena, pero las bases ya estaban bien asentadas y le servía a Putin para expandir su política próximo-oriental a otros países en los que Siria juega un papel: Líbano, Palestina, Irán e incluso Iraq.

Irán y Arabia Saudí: potencias regionales

En 2005 Irán realizó dos operaciones estratégicas para dejar patente su posición de potencia regional con la aquiescencia de Rusia. La primera, la consolidación de su alianza con Siria en todos los aspectos: económicos, políticos, culturales y militares. En virtud de estos últimos, los dos países se comprometen a apoyarse mutuamente en caso de ataque de Israel o de los EEUU. La segunda, la puesta en marcha su proyecto de enriquecimiento de uranio, suspendido desde noviembre de 2003 a raíz de un acuerdo suscrito con Alemania, Gran Bretaña y Francia aduciendo que los europeos no habían cumplido los compromisos firmados entonces. Una decisión de este calado no la hubiese tomado si Rusia se hubiese opuesto, pero el gobierno de Putin veía en esta decisión la oportunidad de construir reactores nucleares e ingresar en sus arcas miles de millones de dólares.

La historia a partir de entonces es más o menos conocida: agudización de la crisis nuclear, puesta en marcha de la bolsa petrolera iraní, etc. No obstante, hay que hacer mención a lo sucedido desde la finalización de la guerra de Israel contra Líbano del verano de 2006, momento en el que surge en escena otro actor: Arabia Saudí. Los EEUU están comenzando a desaparecer de la zona como consecuencia de su incapacidad para hacer avanzar el proceso de paz árabe-israelí. Por esta razón, y para cuidar su propia estabilidad, los países árabes, con los saudíes a la cabeza, desempolvaron un viejo plan de 2002 (6) para lograr la paz y lo presentaron al Consejo de Seguridad con la intención de que sirviese de base para una solución definitiva del problema, pero de ello hace ya medio año y no hay noticias.

Aunque parezca aventurado decirlo, nunca como ahora los EEUU han estado tan cerca de ser expulsados de la zona. Personajes como Zbigniew Brezinski, ex Consejero de Seguridad Nacional, y Richard Hass, asesor de Bush, han coincidido en que «el dominio estadounidense en Oriente Próximo terminó» (7) y que ha empezado una nueva era. Por diferentes caminos, ambos coinciden en señalar que «una nueva era ha comenzado en la historia moderna de la región (…) en la que la hay que tener en cuenta la preponderancia de las fuerzas locales [léase países] frente a los actores externos [las potencias tradicionalmente influyentes, como los EEUU]».

Ni Brezinski ni Hass lo dicen con claridad, pero se puede afirmar que se está formando una nueva estructura regional de seguridad que incluye a varios países: Arabia Saudí, Turquía, Siria e Irán. Y de ellos, el primero y el último son los más activos moviendo sus piezas en el tablero regional. Saudíes e iraníes han mantenido contactos al más alto nivel para solucionar la crisis de Líbano (8) y se han enzarzado entre sí en una lucha sorda por el control de la zona.

Así, los saudíes han apadrinado el gobierno de unidad nacional palestino para quitar a los iraníes la baza del apoyo exclusivo a Hamás mientras que los iraníes, por su parte, han decidido contraatacar sacando del ostracismo a Libia, reuniéndose con el emir de Kuwait y presentar su programa nuclear como una opción del mundo islámico reprochando a los países árabes el hecho de que durante años hayan estado poco menos que mudos ante el poderío nuclear israelí y ahora se muestren tan temerosos frente a los planes nucleares de un país musulmán que proclama a todos los vientos que son pacíficos. Los saudíes, en una semana en la que los miembros del Consejo de Seguridad de la ONU vuelven a discutir sobre las sanciones a Irán, han propuesto a Siria una reunión para discutir «todos los temas» (9). Eso incluye Líbano, Iraq e Irán.

Ante esta situación, el comportamiento de los EEUU y Rusia ha sido diametralmente distinto. La Administración Bush, aunque incentiva el enfrentamiento sectario suníes-shiíes dentro de su estrategia de «las fronteras de la sangre»- no puede consentir la presencia de un poder árabe autónomo en la zona, por muy amigo que sea, porque ese puesto ya está otorgado a Israel y, en consecuencia, acelera sus planes de guerra contra Irán. Los neoconservadores creen que un ataque limitado no sólo debilitaría a Irán, sino también a Arabia Saudí porque disminuiría la amenaza de una consolidación de dos poderes regionales y devolvería a los EEUU a una posición privilegiada en la zona.

Los rusos, por su parte, se preocupan por conocer la opinión árabe. Las visitas de Putin a Arabia Saudí, Qatar y Jordania, más el recibimiento en el Kremlin a una delegación de Hamás presidida por su jefe político Kaled Meshaal, y la posterior visita del presidente de la Autoridad Palestina, Mahmoud Abbas, entre otras, han puesto de manifiesto un nuevo estilo y dejado bien claro que en Oriente Próximo hay alguien más que marca la pauta.

Moscú afirma que no hay alternativa a un esfuerzo internacional colectivo y diplomático para solucionar los problemas regionales o globales. En esta nueva guerra fría el pragmatismo ruso está causando más de un quebradero de cabeza a Washington. Aprueba las sanciones en el Consejo de Seguridad de la ONU contra Irán pero, al mismo tiempo, mantiene su alianza estratégica con el país persa. Se mantiene dentro del famoso Cuarteto para Oriente Próximo pero recibe a los dirigentes de Hamás, boicoteados por occidente. Mantiene sus relaciones con Israel y vende armas a Irán y Siria al tiempo que abre mercados en los mismísimos países del Golfo. Amr Moussa, secretario general de la Liga Árabe, lo ha dicho claramente: «las relaciones entre Rusia y el mundo árabe están prosperando hoy y valoramos grandemente la política de Rusia en Oriente Próximo. Las políticas de otros países con respecto a nuestra región quizás no han sido acertadas. Rusia es uno de los pocos países cuya política se distingue por una comprensión de la realidad de nuestra región» (10). No es que la credibilidad de la inoperante e ineficaz Liga Árabe esté muy alta, que se diga, pero las palabras de Mousa suponen algo más que una mera declaración de cortesía y vienen a decir claramente que ya no se puede dejar a Rusia fuera de escena en Oriente Próximo.

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1. www.whitehouse.gov/news/releases/2004/05/20040511-7.html

2. La primera opinión la mantuvo el periódico International Herad Tribune (1 de noviembre de 2003); la segunda la revista Foreing Policy (febrero-marzo de 2006) y la tercera la revista Sovietskaya Rossia (9 de noviembre de 2003).

3. Al Riad, 6 de octubre de 2004.

4. Al Ahram, 16-22 de septiembre del 2004.

5. http://www.bis.org/publ/arpdf/ar2004e5.pdf

6. Alberto Cruz, «El grito de la calle árabe: sin justicia no hay paz» http://www.rebelion.org/noticia.php?id=36850

7. Foreing Affairs, noviembre-diciembre 2006.

8. Al Safir, 24 de enero de 2007.

9. The Daily Star, 26 de febrero de 2007.

10. Ria Novosti, 7 de febrero de 2007.

Alberto Cruz es analista del Centro de Estudios Políticos para las Relaciones Internacionales y el Desarrollo

[email protected]