La serie de sangrientos ataques del pasado viernes 29 en Pakistán, con pocas horas de diferencia y en lugares distantes, expone claramente la crítica e incontrolable crisis de seguridad, entre otras, que vive el país centroasiático.
En el primer caso unas 60 personas murieron y otras 50 resultaron heridas en la ciudad de Mastung, históricamente un centro de gran actividad fundamentalista, donde madrazas y grupos radicales de la provincia de Baluchistán, al oeste del país, han realizado importantes acciones violentas, como durante la de la campaña electoral 2018, donde el Daesh Khorasan asesinó en un mitin político a unas 150 personas.
Así, no sorprendió que atacantes suicidas o shahid (mártir o testigo) pudieran mezclarse y detonar sus chalecos explosivos entre los cerca de 500 fieles que participaban en una peregrinación, en cercanías de una mezquita, en conmemoración del Muwalid an-Nabi (nacimiento de personas ilustres), en este caso nada menos que el nacimiento de Mahoma, lo que la hace uno de los eventos más importantes del calendario islámico. Una vez llegados los servicios de sanidad, los heridos graves fueron derivados a la ciudad de Quetta, la capital baluchi, a unos 50 kilómetros del lugar del atentado, mientras los otros fueron tratados en hospitales locales.
La gravedad del hecho incluso obligó a que la policía de la ciudad puerto de Karachi, la más poblada del país y capital del estado de Sind, a unos 600 kilómetros de Mastung, fuera puesta en alerta máxima.
Se cree que el atentado es en respuesta a la muerte del pasado día 13 de Ghulam Din, alias Shoaib, uno de los líderes del capítulo del Daesh en Baluchistán, sorprendido en esa misma ciudad. La baja se suma a otras cinco que Departamento Contra el Terrorismo (CTD) de la provincia produjo en pocos días en el área de Aghberg en Quetta.
El emir Ghulam Din, quien se incorporó a la organización en 2015, después de recibir entrenamiento en Waziristán por parte del Tehreek-i-Taliban Pakistan (TTP), estuvo involucrado en el ataque contra el líder de Jamiat Ulema-i-Islam-Fazl, maulana Ghafoor Haideri, y el ataque suicida de 2016 al colegio de abogados de Quetta, (Ver: Pakistán, a la sombra del terror) entre otros de importantes proporciones.
Poco más tarde del ataque a la procesión, de nuevo dos shahid, que habían logrado penetrar la seguridad del cuartel general de policía, de la ciudad de Peshaway, en la provincia noroccidental de Khyber Pakhtunkhwa, alcanzaron la mezquina de Hangu, ubicada en el interior del predio, durante la oración del viernes, día más sagrado del islam. Uno de ellos se detonó dentro del recinto matando a seis personas y provocando el derrumbe del edificio, una vieja construcción de adobe. El segundo de los muyahidines se detonó en la puerta de la mezquina para sorprender a quienes escapaban de la primera explosión, una táctica frecuente en este tipo de operaciones, aunque en este caso no se produjeron más víctimas.
Hasta el momento ninguno de los grupos que operan en Pakistán se adjudicó los atentados, que se producen en medio de una gran ola de acciones terroristas, de ataques en el oeste del país, con la consecuente respuesta de las fuerzas de seguridad, cuando se aproximan las elecciones nacionales de enero del 2024.
Por su parte, fuentes locales tienen la certeza de que los ataques habrían sido realizados por el Daesh Khorasan (Daesh-K), mucho más activo en Afganistán, donde desde la llegada al gobierno de los mullahs en agosto del 2021, se ha convertido en una de sus muchas pesadillas. Este grupo suele atacar con frecuencia objetivos civiles como mezquitas, madrazas, centro comunales e incluso hospitales, obviamente también blancos de las fuerzas de seguridad y al ejército. En julio pasado el Daesh-K, en un atentado suicida, mató a más de 50 personas que participaban de un mitin político en Bajur, en el noroeste pakistaní. El encuentro lo había convocado el Jamiat Ulema Islam, un partido político con estrechos vínculos tanto con los talibanes de Kabul como los paquistaníes.
Los ataques contra objetivos civiles es lo que diferencia al Tehreek-e-Taliban, (TTP), conocido como los talibanes paquistaníes, aunque no está demostrada su vinculación con sus “hermanos” afganos. Según han declarado en varias oportunidades, el TTP, muy activo en su país golpeando fundamentalmente objetivos gubernamentales o de seguridad, no realiza ataques contra sitios religiosos ni civiles.
Se conoció que el mismo viernes, en un enfrentamiento nocturno con el TTP, murieron cuatro soldados y tres muyahidines cuando los insurgentes intentaban infiltrarse en el distrito suroeste de Zhob (Baluchistán).
La provincia baluchi, fronteriza con Irán y Afganistán, a pesar de ser una de las más ricas con importantes yacimientos de gas y petróleo, y ser la más extensa del país, es también la más deprimida económicamente, siempre postergada en los planes de Islamabad a pesar de que el complejo nuclear más importante del país y sus arsenales atómicos se encuentra en dicha provincia.
Siempre ha habido malas relaciones de los baluchis con el poder central, más allá de que históricamente ha sido una nación independiente incorporada a la fuerza por el colonialismo británico para más tarde dividir su territorio entre Pakistán, Irán y Afganistán.
Estas circunstancias han generado un fuerte sentido nacionalista lo que ha dado lugar, desde la partición de 1947 entre Pakistán e India, al surgimiento de numerosas organizaciones armadas que luchan por escindirse de Islamabad. Entre los grupos armados -con sus vertientes políticas- más activos y poderos figuran el Frente de Liberación de Baluchistán (BLF) o Ejército de Liberación de Baluchistán (BLA) entre otros grupos menores, aunque en los últimos años ninguna de estas organizaciones se han mostrado particularmente activa. (Ver Baluchistán: la guerra oculta de Pakistán). Una de las tácticas del ejército pakistaní para controlar estos grupos insurgentes es la de alentar a los grupos wahabitas, utilizarlos contra los separatistas baluchis.
El entramado roto
La escalada de violencia se produce en un momento en que el país vive una crisis económica descomunal, con una apabullante de deuda externa, sujeto a las presiones del FMI e inflación galopante, a lo que se le ha sumado una devastadora crisis climática (inundaciones, sequías y una oleada de altas temperaturas desconocidas en el país).
En este contexto nada hizo el Gobierno corrupto del Primer Ministro Anwaar-ul-Haq Kakar, una marioneta del ejército que junto a la embajada norteamericana derrocó, en abril del 2022, al Primer Ministro Irma Khan, el líder político más importante del país de los últimos 40 años, quien sufrió un intento de asesinato en noviembre del año pasado.
Con acusaciones de corrupción ha sido enjuiciado y está detenido en una prisión de alta seguridad en la ciudad de Rawalpindi, en la provincia paquistaní de Punjab, y además, se le ha prohibido toda actividad política por cinco años, lo que no ha impedido que sus índices de popularidad se hayan disparado a niveles históricos.
En este contexto se debe entender el aumento de la actividad terrorista que en los primeros nueve meses del año ha dejado 700 muertos entre hombres de las fuerzas de seguridad (137 militares y 208 policías) y 355 civiles, según consta en un informe publicado el sábado 30 en el que ya se cuentan las víctimas del pasado viernes negro en las provincias de Baluchistán y Khyber Pakhtunkhwa.
El informe señala un aumento del 19 por ciento por acciones terroristas respecto al 2022, donde en las dos provincias mencionadas fronterizas con Afganistán las muertes aumentaron un 92 por ciento, cifras lo suficientemente categóricas como para mantener la brasa constante.
Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia Central. En Facebook: https://www.facebook.com/lineainternacionalGC
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