«Chile nos divide», titula el diario más abiertamente fujimorista de Lima (hay los vergonzantes, que recomiendan desfujimorizar el debate nacional), y uno se pregunta cómo podríamos dividirnos en relación a un reo de la justicia al que oficialmente el Estado peruano ha acusado de delitos de lesa humanidad y de corrupción agravada. Y es que […]
«Chile nos divide», titula el diario más abiertamente fujimorista de Lima (hay los vergonzantes, que recomiendan desfujimorizar el debate nacional), y uno se pregunta cómo podríamos dividirnos en relación a un reo de la justicia al que oficialmente el Estado peruano ha acusado de delitos de lesa humanidad y de corrupción agravada. Y es que el juicio que ahora se inicia responde a un amplio consenso que existía a comienzos del decenio y que impulso el reclamo de la extradición desde el Japón y Chile. Pero desde entonces mucha agua pasó bajo los puentes.
La fuga asiática de Fujimori en noviembre del 2000, interrumpió varios procesos que se desarrollaban aceleradamente y de los que, hoy, el país tiene escasa memoria: (a) la transformación casi natural del proceso contra el asesor Montesinos, en uno contra el propio presidente, a quién le era cada vez más difícil sostener la teoría según la cual, los actos de corrupción de su gobierno eran aislados y fuera de su conocimiento; (b) la negociación -llamada «transición»-, que auspiciaba la OEA, para que el retiro del chino del poder se diera a través de un acuerdo con los partidos, lo que apuntaba a la impunidad, (c) el desmontaje del Congreso tránsfuga, cuya mayoría se había constituido a través de la compra de una cantidad de «opositores», que representó el más alto nivel de descomposición moral de la historia, apenas salvado por el hecho que ese mismo Congreso terminó eligiendo el presidente provisional encargado de completar la «transición», con el apoyo de los fujimoristas; (d) la crisis y autoregeneración de las Fuerzas Armadas, que tuvo diversas manifestaciones tendentes a eliminar la cúpula corrupta y autoritaria, entre ellas el levantamiento de Humala; (e) el crecimiento de un poder de la calle que había salido al frente a los planes de perpetuación de la dictadura y que se fue convirtiendo en un foco de resistencia a la conciliación y la impunidad, auspiciada desde fuera.
Durante los años japoneses del ex presidente pudimos ver cómo se retorcía el discurso de la anticorrupción, democratización, reinstitucionalización y de la participación popular hasta llegar al gobierno de Alan García. Terminamos con una idea de la corrupción que se expresa en «casos», que van desde las joyas de Laura Bozzo y el tío de Jacqueline Beltrán, hasta las coimas en la compra de armamentos, los diarios chicha, los videos de parlamentarios y dueños de canales de televisión, etc., sin que nadie se molestase en buscar explicar lo que unía ese cúmulo de delitos y el papel que los mayores beneficiarios de esa etapa -los inversionistas que se hicieron del sector minero, hidrocarburos, servicios básicos, concesiones, negociadores de la deuda, financistas, constructores, gran comercio, proveedores, etc.-, tuvieron dentro de la extrema crisis de la moral pública.
También, nos vimos enfrentados al discurso, según el cuál, casi todos lucharon contra la dictadura y si ahora se les ve del brazo de los fujimoristas es por pura coincidencia en la hora del voto, o porque el pueblo les ha dado participación en la política o porque en fin ya pasó tanto tiempo. Es decir que no había que remover nada de eso. Y que el asunto de la residencia nipona del fugado y su posterior traslado a Chile, era cuestión de dejar que la justicia y la cancillería hicieran su trabajo. Que el Congreso siguiera por los suelos, parecía un problema de que a los políticos ya no los hacen como antes. Pero con todos sus otorongos y otorongeadas, el parlamento regido por la Constitución del 93, ha seguido «salvando al sistema» cuando es necesario, por ejemplo en las votaciones para eliminar la cédula viva de pensiones, las de ratificación del TLC sin haberlo leído y discutido, en las leyes antimovilizaciones, etc.
Las Fuerzas Armadas por su parte han continuado bajo control de cúpulas que se relacionan de poder a poder, o de más poder a menos poder, con los gobiernos de turno, y que desde ahí han ido limpiando las manchas de corrupción y de delitos contra los derechos humanos que pesaban contra varios de sus integrantes. Por último, la sociedad indignada y moralizante, la prensa nueva que emergía contra la vendida al régimen, las organizaciones sociales que exigían el cambio, se dispersaron o debilitaron, con el curso fallido de la primera mitad de los 2000 y mucha gente se preguntó si la continuidad neoliberal, el discurso de gobierno fuerte y la mano dura, la alianza con la gran empresa, habían sido los sentido más profundos de la marcha de los Cuatro Suyos y las ilusiones que siguieron a la debacle del dictador.
Nueva situación
Todo esto estaba cambiando desde el fondo de la sociedad peruana, como lo muestran las tres votaciones del 2006 y los conflictos del presente año. Pero la encomienda que ayer llegó de Chile, con el proceso por los siete casos, es un elemento que agrega alta explosividad al proceso peruano. Nos obliga a volver a mirarnos al espejo. Y a confrontar discursos con realidades. Todo lo que quedó pendiente vuelve a ser actual.
– Raúl Wiener es analista político y económico peruano.