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EEUU solo ofrece la alternativa “nosotros o el caos” a las fuerzas que se oponen o cuestionan sus intereses

Preparación para la guerra sin fin (2ª Parte)

Fuentes: Asia Times

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

La clase política estadounidense parece haber sacado todas las conclusiones falsas del fin de la Guerra Fría y del desmembramiento de la Unión Soviética. Su cómodo paseo hacia la hegemonía global permanente simplemente no tuvo lugar. Por lo tanto, la frustración y el ansia de venganza se han convertido en los principales impulsos de las políticas de EE.UU. Los eventos del 11-S pusieron en la mira su disfuncionalidad común, pero no constituyen su causa de fondo.

Desde esta posición estratégica surge la expectativa resignada y patética de que EE.UU. no permitirá ni una Rusia estable ni una acomodación no-cataclísmica del ascenso de China. La política estadounidense tiene ahora sólo suficiente flexibilidad para negociar las prioridades a corto plazo para decidir a quien se va a presionar con exigencias de cambio de régimen; pero el sistema está amañado para no ofrecer recompensas por persuasión o por acomodación sino por una creciente confrontación, diplomacia de fechas límite, y actuaciones hechas para impresionar sobre la base de principios cargados de una credibilidad destrozada.

A pesar de los dignos esfuerzos del Grupo de Estudio Iraq o del Proyecto de Princeton sobre la Seguridad Nacional para volver a introducir una cierta racionalidad a los métodos en la política, ésta es afectada por la falta de disciplina y de prudencia que acompaña el refuerzo de la mentalidad imperial del Washington oficial por parte de los medios y de los think-tanks.

Por desgracia, esta mentalidad no sólo es el atributo definidor del actual gobierno sino de ambos partidos – y en abundancia cuando se trata de los principales candidatos a la próxima presidencia de EE.UU. Ya compiten en la quema de puentes hacia un enfoque algo más paciente de las políticas imperiales, mientras recriminan al actual gobierno por su debilidad. El menú de los principales candidatos incluye diferentes combinaciones para bombardear Irán, destruir a Hizbolá, enfrentar a los rusos, sancionar a los chinos, coaccionar a saudíes y paquistaníes, presionar a los indios hacia una relación subordinada, instalar una dictadura «responsable» en Iraq (y / o despedazarlo) – eliminando aún más de restricciones al «poder blando» de EE.UU. y atando aún más efectivamente a los aliados a cualquier carga que haya que soportar.

Por ello, es excesivamente fácil ver los esfuerzos por adaptarse a la alternativa implícita ofrecida por EE.UU. de «nosotros o el caos» en las actuales tribulaciones de la diplomacia global. Pero las lecciones no se limitan a Iraq y Afganistán, sino a los intentos fracasados de Serbia (1999), Irán (2003) y Siria (en curso), por inclinarse ante las exigencias de EE.UU./Occidente manteniendo una cierta independencia y dignidad. De hecho, contemplando los últimos 16 años o algo así, la suerte de la antigua Unión Soviética en los años noventa, de la antigua Yugoslavia, y de Iraq o Afganistán, se podría llegar a la conclusión de que no queda nada que perder incluso en una confrontación militar.

Y ya que la marcha del imperio está sincronizada con la superioridad racial – alias «civilizacional» (de la «anglosfera») las elites no-occidentales podrían interpretar esta alternativa como «EE.UU. y caos». Si su ambición es sólo saquear sus países y luego establecerse en uno de los paraísos occidentales libres de impuestos o convertirse en aparceros de los recursos de sus países, la alternativa es buena. Si son algo despabilados, razonablemente patriotas, y les queda un poco de orgullo, no pueden hacer otra cosa que resistir.

Es también, en último análisis, una cuestión de autoestima y un sentido de responsabilidad histórica. ¿Pueden elites en su sano juicio tolerar que se les coloque en la parte trasera de ocurrencias sardónicas como la que circula entre responsables anglosajones sobre la combinación saudí de inmensa corrupción y el pago de inmensas sumas por chantaje: los saudíes «prefieren sofocarse sobre sus rodillas que morir de pie?»

Pero el desprecio y la sed de caos («destrucción creativa») se han convertido en la moneda corriente del reino. Son estimulados por fantasías de una sociedad de castas global en la que «El escudo de Aquiles», «Imperial Grunts», «Left Behind», y «La edad del diamante» cruz polinizan la imaginación imperial. Se podría agregar que un estudio del Pentágono (Oficina de Evaluación Neta) sobre las consecuencias del cambio climático provee una ventana hacia el rincón más oscuro, survivalista, de esta mentalidad e implica, además, una respuesta a las preguntas «¿Quién es Occidente? y «¿Quién es superfluo?»

El retorno con ganas del «enfoque de operaciones clandestinas» de las políticas internacionales de EE.UU., por ello, tiene mucho más que ver con esta siniestra autoficcionalización que con la naturaleza de amenazas o la simple disponibilidad de los instrumentos. Mientras en la mayor parte de los períodos de la Guerra Fría, las preocupaciones por la exposición, el contragolpe, y la provocación de una guerra con los soviéticos la mantuvo en algo bajo control, ahora se ha librado de la trailla. Todo el que se lo puede permitir se ha metido en el negocio. No sólo la Casa Blanca es excesivamente liberal en su uso de agentes privados, frecuentemente funcionarios reciclados del espionaje y de las fuerzas armadas de los se debieran haber deshecho para ponerse a salvo.

Existe una evolución de una inmensa zona gris de empresas privadas de «consultoría» de antiguos funcionarios gubernamentales que aprovechan sus contactos internacionales con actores estatales y subestatales, con insurgencias en busca de patrocinios de primera, y grupos de cabildeo político, así como de sus contactos para negocios e influencia de negocios internacionales – en particular con las industrias energética, financiera, de armamentos y de seguridad. Al volver al servicio del gobierno, sus proyectos, políticas y filones de beneficios preferidos no sólo entran en hibernación, sino son continuados como políticas gubernamentales. Uno de la nueva cosecha de funcionarios temporales, advenedizos, demostró su actitud interesada con la pregunta medular: «¿Para qué sirve el imperio si no podemos usarlo para ganar dinero?»

En el ámbito político, la preocupación por el contragolpe y la exposición ha prácticamente desaparecido, excepto como un arma de sangría cuando comienza la caza del chivo expiatorio. Sólo puede funcionar como restricción si se puede imponer un sentido de moderación y si sus consecuencias tienen un efecto disuasivo. Nada de esto es apropiado. En su lugar, las políticas de EE.UU., se gestan en el mundo del tan citado Diálogo Meliano en el que un sentido de impunidad y omnipotencia destruye toda consideración por la prudencia. Desde los días de neófito del general de división de la Fuerza Aérea, Richard Secord, codeándose con la mafia de la cocaína a fin de financiar a los Contras nicaragüenses, esta situación ha otorgado un significado completamente nuevo al «desencadenamiento de operaciones clandestinas,» la «negación plausible,» y, por cierto, a la famosa mentalidad de «muchachos serán muchachos» de Reagan.

El lado más depravado del problema, sin embargo, pone al descubierto la destrucción de los cortafuegos entre los poderes del gobierno, entre el poder ejecutivo y el Congreso, en lo público y lo privado, entre los negocios y el gobierno – en un brebaje de proyectos e intereses. Y ninguna agencia gubernamental tiene el poder o la voluntad de desconectar alguno de esos proyectos entrelazados de política y cabildeo, de espionaje y operaciones clandestinas que adquirieron padrinos en el gobierno, en el Congreso, o con uno de los poderosos aparatos de cabildeo.

Podrán hundirse, tal vez, bajo el umbral de percepción de las primeras figuras, pero se moverán infatigablemente, metamorfoseándose, mutando y desovando vástagos en el fétido pantano de los subcontratistas, aparatos públicos-privados de espionaje, mercenarios, organizaciones misioneras fundamentalistas, firmas de seguridad, para reaparecer algún día como «operación establecida,» renovando así el ciclo. Los problemas sudaneses constituyen un ejemplo de primer orden de cómo este ecosistema itinerante produce y reproduce un caos creciente en Estados débiles, malditos por su importancia estratégica.

Pero todo esto ni siquiera comienza a encarar los efectos destructivos de su frecuente conexión con el hampa, del comercio ilícito en armas, materias primas, etc., o con los sindicatos del crimen que operan globalmente, y su infraestructura económica.

Es sólo lógico que la selección de personal determinante para las decisiones políticas parece seguir ahora el modelo israelí, italiano, y japonés, penetrando cada vez más profundo en el mundo de las lealtades de clan (los neoconservadores son sólo el clan más consciente de su propia identidad «de orientación familiar») en la que la distinción entre la lealtad al actividad y la lealtad al clan desaparece por entero al nivel de vice-secretario adjunto.

Y comienza a infectar a Alemania. No sólo porque muchos sectores del aparato de inteligencia exterior alemán están concertados, por intención y tradición, con el espionaje estadounidense e israelí, y sus mecanismos de control político son lábiles incluso según estándares occidentales. Es la osmosis entre los malos hábitos a través de las exigencias de la solidaridad occidental.

En un momento de candor desprevenido, el corresponsal en Berlín del periódico conservador suizo Neue Zürcher Zeitung deploró el reclutamiento irrestricto de periodistas y representantes de ONGs por el espionaje alemán como mucho peor que el espionaje de periodistas para impedir filtraciones. Este comentario iluminó brevemente uno de los recovecos en el subsótano de la política exterior alemana.

De aún mayor prominencia para lo que nos espera es la introducción a Alemania del vínculo entre el espionaje y los negocios, y de ambos con operaciones clandestinas. En los medios internacionales corre la voz de que el ex jefe del espionaje alemán y actual miembro del parlamento, Bernd Schmidbauer, es el presunto facilitador para un agente de los servicios de inteligencia israelíes convertido en empresario que está profundamente involucrado en proyectos israelíes en el Kurdistán iraquí. Utilizando los contactos de Schmidbauer en la dirigencia de los kurdos iraquíes, se dice que el agente israelí obtuvo contratos por muchos millones de dólares para dar a los kurdos una mayor participación en los miles de millones (desaparecidos) de la cuenta de petróleo por alimentos.

Es probablemente sólo una historia interesante de primera plana, aunque sea algo falsa. Pero sean cuales sean los detalles, es un hecho que Schmidbauer utiliza su antigua posición para ese tipo de propósito, y ése es el mensaje. Y es difícil juzgar qué es peor: Schmidbauer involucrado en travesuras israelíes que conectan operaciones clandestinas con beneficios empresariales; o una empresa privada que hace lo mismo.

El descontento con la participación militar alemana

Más inmediatas, sin embargo, son las preocupaciones de que soldados alemanes ya sean enviados a misiones de duración indefinida en entornos de intervenciones potencialmente ricas en bajas en las que las políticas estadounidenses (británicas e israelíes) han corrompido en público, desdeñosa e irreversiblemente, 100 años de derecho internacional que pretendía regular el uso de la violencia militar. Los aliados de Alemania están realizando una especie de experimento de selección social-darviniana en sus fuerzas armadas, para extirpar a los influenciados por sus conciencias, a los susceptibles, y a los denunciantes, y para volver a cultivar la mentalidad de la guerra colonial contra «poblaciones enemigas,» con todas las repercusiones que conlleva para la sociedad civil.

Los hábitos mercenarios y la «ética guerrera» resultantes – la restricción de las inhibiciones morales a favor del desdén racial como parte de la afirmación de la unidad – no puede sino infectar y luego corroer la cautela en la que han sido entrenados los «ciudadanos-soldados» de un ejército parlamentario. Mientras más son comprometidos en operaciones de la «guerra contra el terror,» más enfrentarán el odio desesperado de los que han sido expuestos a las formas estadounidenses de pacificación, y mayor será el peligro de contaminación.

En otras palabras: existe temor de que las fuerzas alemanas absorberán esta mentalidad, participando en esas operaciones destructoras de la sociedad cuyos resultados ya pueden ser vistos en Iraq, Afganistán y Palestina – y en futuras campañas que tienen el potencial de degenerar hacia una guerra de aniquilamiento. El temor no es exagerado: se podría considerar la evolución doctrinaria respecto a la guerra en los «guetos globales» o, como ejemplo, analizar las estrategias examinadas y el fervor a favor de una guerra contra Irán.

Los que han recibido una formación legal y una cierta percepción histórica no pueden dejar de ver paralelos entre lo que está sucediendo y los preparativos judiciales y propagandísticos durante la preparación del ataque alemán contra Rusia soviética: grabando en las mentes de los soldados que van a enfrentar a un enemigo subhumano, maligno, cruel y astuto; para luego negar a categorías enteras de combatientes enemigos todo estatus legal, privando a otros de la protección de las Convenciones de La Haya, y limitando la protección de civiles por el código de justicia militar a lo más elemental del mantenimiento de la disciplina de combate y de la prevención de que el ejército llegue a convertirse en una turba violadora, saqueadora, asesina (lo que hizo a pesar de todo, las más veces, especialmente después de que el breve viaje que esperaba se convirtiera en un largo y arduo camino hacia la derrota).

Por lo tanto, la clasificación de alguien como un terrorista que combate, o como un partidario del terrorismo quien podría albergar intenciones hostiles contra intervenciones e intereses, recintos y dependientes occidentales, o apoyara a organizaciones juzgadas hostiles, simplemente amplía de la Rusia soviética a todo el globo la experiencia alemana de cómo crear un derecho en la guerra pervertido. Apunta, desde luego, a matar a los terroristas, deslegitimando toda resistencia armada (y cada vez más desarmada) contra las expediciones y ocupación militares occidentales, tratando incluso de lograr que el derecho internacional la proscriba porque hay una población de por medio («escudos humanos»). Menos se preocupa por encontrar un modo de soslayar las Convenciones de Ginebra o la jurisdicción de Nuremberg el innovador concepto israelí de «población terrorista». Simplemente coloca un título nuevo sobre el antiguo dictamen: «Exterminad con prejuicio extremo.»

Mientras tanto, el soslayo de las Convenciones de Ginebra fue un reto para los abogados del gobierno de Bush. Decidieron que los talibanes eran «combatientes ilegales» – aunque fueran soldados de un país que el gobierno de Clinton presionó enérgicamente a Alemania para que reconociera – porque Afganistán era un «Estado fracasado.» Incluso si Afganistán bajo los talibanes justificara el término de «Estado fracasado,» es útil recordar que Occidente tiene una pesada responsabilidad en que así fuera. Basta con mirar los libros de texto y el material de instrucción suministrados a los muyahidín por EE.UU. y sus colaboradores en los años ochenta.

Sin embargo, es particularmente inquietante la hipocresía deliberadamente transparente que no cubre sino ostenta un tipo de violencia que el sentido común más elemental (para no mencionar un sentido de la vergüenza) mantendría esporádica y aislada. Pero ahora hay decenas de miles de víctimas del archipiélago global institucionalizado de prisiones y campos clandestinos de tortura. Han sido sometidos por una fuerza seleccionada y entrenada al resultado de décadas de investigación en técnicas de tortura y humillación sexual, como un medio, nos llevan a creer, de «marcar la derrota en sus mentes,» de difundir el mensaje de que no hay salida, no hay compensación, no hay defensa; de que toda resistencia sólo acelerará la transición a la disolución violenta de la sociedad, de fundamentos para un Estado funcional.

Además, el derecho a matar a voluntad fuera del sistema, en zonas secretas de libre fuego, de mantener aparatos subcontratados de aparatos de seguridad de Estados dependientes listos para torturar y asesinar, no puede sino anunciar la voluntariosa abdicación de toda pretensión verosímil de esos gobiernos a la legitimidad o a la capacidad de crear orden. EE.UU. y sus aliados están preparando la escena para el tipo de violencia masiva que se vio por última vez en las campañas de «pacificación» en África y Asia coloniales. Esta vez, sin embargo, están a la vista de todo el mundo – y para una cantidad apreciable de sus estrategas, parecen formar parte del propósito.

La clase política alemana y los medios hacen todos los esfuerzos por mantener lo más lejos posible del debate público y de sí mismos la escala y las ramificaciones de este sistema; cuando lo encaran de alguna manera, lo presentan como las inevitables, aunque desagradables, cicatrices de la guerra en la cara de los valores occidentales. Las contorsiones involucradas en la negativa de su conexión con los compromisos militares alemanes y las medidas de seguridad interconectadas, cada vez más drásticas, no dejan de ser notables.

Existe, sin embargo, un hilo clandestino que conecta a Alemania con la explosión del terrorismo fundamentalista, enterrado en archivos y memorias que llegan a fines de los años setenta. En esos días, Alemania trataba de asegurar el dominio de organizaciones islamistas derechistas sobre su gran comunidad musulmana para neutralizar la influencia de organizaciones de izquierda. Las consecuencias de este tipo de ingeniería social siguen siendo evidentes en la actualidad, y son muy lamentadas por la clase política.

Alemania también albergó a una comunidad sustancial exiliada de fundamentalistas de países árabes seculares – especialmente de Siria. Como el espionaje israelí actuaba según su albedrío en Alemania, y partes de los servicios de inteligencia alemanes (así como sus padrinos bávaros) estaban a la entera disposición del Mossad, podría haberse dicho que el reclutamiento entre los Hermanos Musulmanes sirios en Alemania para una campaña terrorista contra el gobierno del presidente sirio Hafez al-Assad fue una operación conjunta. Cofinanciados por dinero saudí, Israel y sus mercenarios del sur del Líbano los entrenaron en campos en el sur del Líbano, lo publicitaron en la época como una escuela de post-graduado de primera que ofrecía instrucción en todas esas interesantes técnicas que ahora hacen que la vida occidental sea tan excitante.

Esa operación llevó, por cierto, a serios derramamientos de sangre en Siria. Los supervivientes volvieron a Alemania, posiblemente como reclutadores para la yihád antisoviética en Afganistán, o transfirieron sus talentos directamente a ese nuevo teatro de los esfuerzos occidentales.

El reclutamiento para la subversión y el terrorismo requiere investigación de antecedentes, interrogatorios de las manzanas podridas y de los casos dudosos, y retenerlos para su uso futuro. Los alemanes ayudaron en la investigación, pero evitaron los demás procedimientos (por lo menos, es lo que se debería poder esperar). La prisión Khiam en el sur del Líbano fue utilizada para esos propósitos – para la tortura y para el quebrantamiento de prisioneros más allá de las reglas vigentes en Israel (secuestrados de alto valor, sin embargo, siguen en las «alas secretas» de las prisiones israelíes, también diseñadas para que estén más allá del alcance de las reglas, en sí ya excesivamente permisivas).

La conexión alemana con las operaciones de Israel llegó a ser conocida por algunos altos burócratas alemanes y les reveló el significado de «prisión secreta» a través de la prisión de Khiam – que puede ser considerada como uno de los modelos para el sistema estadounidense. El horror y la revulsión de los susceptibles tuvo por lo menos el efecto de dificultar la vida del antiguo ministro de exteriores alemán Joschka Fischer cuando tuvo que afirmar inocentemente que no hubo «violadores de los derechos humanos» entre los 300 artistas libaneses de la tortura y la violación que Alemania aceptó de Israel.

La voluntad de ignorar que domina el debate alemán facilita en extremo que se dejen de lado preocupaciones sobre la miríada de formas como este sistema ha comenzado a infestar a Alemania: a través de sus fuerzas especiales, entrenadas en EE.UU., Israel, y Gran Bretaña; o el programa de intercambio de oficiales con el colegio del estado mayor del Ejército de EE.UU. (donde se enseñan sus fundamentos ideológicos en los escritos del arabista israelí Rafael Patai); a través de la ajetreada red de especialistas itinerantes de la tortura, psicólogos y médicos corruptos, entrenadores en interrogatorios, y antropólogos. Los mandantes políticos se coluden con ella detrás de las espaldas de los miembros menos controlables del parlamento, y frecuentemente a pesar de que los altos funcionarios de carrera saben que se trata de un error.

Lo que comenzó en 2002 como una manera de mostrar solidaridad con los estadounidenses se aceleró en 2003 para reconstruir las relaciones con EE.UU., transformó el entusiasmo del antiguo secretario del interior socialdemócrata Otto Schily («si quieren muerte, se la damos»), la cobardía del ex ministro de exteriores Joschka Fischer, y las impecables credenciales «pro-estadounidenses» de Merkel en un programa ideológico para hacer que Alemania (y la UE) se prepararan para la guerra eterna contra los enemigos de Occidente.

Durante décadas, Alemania, como Holanda, Suecia y Noruega, se las arregló para ser considerada más bien como un trabajador social global que como uno de los aliados más cercanos de EE.UU. Su papel se justificaba al mantenerse distante de intervenciones militares, al ajustarse escrupulosamente a sus compromisos, al esforzarse por co-optar a las elites modernizadoras de los países en desarrollo al sistema occidental, incluso al precio de que la alta política se mantuviera ignorante de sus actividades en los bajos fondos, y de que a veces divergiera de las políticas de EE.UU. La buena reputación de Alemania era un proveedor neto de legitimidad para Occidente.

Pero, bajo la nueva dispensación en la que los bajos fondos se han convertido en la función principal y la retórica compensatoria de derechos humanos en un ejercicio cada vez más estridente en hipocresía, la legitimidad parece provenir de la impunidad. Y la clase política estadounidense ya no muestra paciencia con intereses divergentes, reivindicaciones de juicio independiente, o un «respeto decente por la opinión de la humanidad.»

Los descontentos con la cooperación total alemano-israelí

El año pasado, Alemania realizó su inserción militar en los problemas de Oriente Próximo con un escuadrón naval frente a la costa libanesa. Su misión: impedir el reabastecimiento de armamento de Hizbolá desde el océano. Ha tomado partido abiertamente, a pesar de su alianza sub rosa con Israel durante decenios, convirtiéndose así en parte de un problema sin una solución. No sólo se niega, una mayoría de la población, a apoyar la participación alemana; también va acompañada por la desconfianza de una cantidad considerable de profesionales – por buenos motivos.

Uno de ellos se arraiga en la convicción de que el vapuleo que EE.UU. e Israel infligen a Oriente Próximo está trabando a Occidente en un ciclo sin fin de violencia. Lo impulsa la incapacidad de Israel de considerar que la paz es más deseable que conservar sus conquistas. Aunque sería un verdadero asesino de carreras admitir los temores de que Israel podría utilizar, o encender por sí mismo, otra conflagración en Oriente Próximo para resolver su problema palestino de una vez por todas – y, al mismo tiempo, destruir todos los cuestionamientos a su hegemonía – es imposible no darse cuenta de esta perspectiva. Informa preocupaciones sobre el impacto de la retórica de la «guerra de civilizaciones» que dirigentes de la opinión alemana (y europea) difunden en los medios; una retórica que puede convertirse en todo momento en licencia para hacer en serio lo que Israel ha preparado a aliados para que esperen y que es exigido por la mayoría de su población.

En los hechos, los indicadores de que los israelíes podrían limitar su ambición a establecer un sistema parecido a los bantustanes, dirigido por los escuadrones de matones de Fatah de Dahlan-Balusha, parecen haber sido considerados por Alemania oficial como testimonio de una atemperación israelí admirable y de amplias miras – que debe ser alentada, legitimada, y financiada para evitar que los israelíes cometan «actos de desesperación.»

El uso del término «bantustán» en este contexto no tiene nada que ver con una calumnia antisemita; cuando el antiguo primer ministro sudafricano y simpatizante nazi John Vorster visitó Israel en 1976, Shimon Peres, Menachem Begin, Yitzhak Rabin, Yitzhak Shamir, et al, alabaron el sistema sudafricano de separación racial como un modelo para encarar a «sus kushims» («negros»). Y la parte conservadora de la clase política alemana, (especialmente en Bavaria, donde una relación bastante incestuosa entre los servicios de inteligencia alemana y la Unión Socialcristiana había engendrado sus propias prioridades en política exterior) estaba profundamente involucrada en la cooperación estratégica entre Israel y Sudáfrica. Los ejemplos incluyen el apoyo para la Resistencia Nacional Mozambicana (Renamo) – también apodada «Khmer negros» para iniciar la plaga africana de reclutar a niños pequeños mediante la traumatización – a la investigación de armas de destrucción masiva, a la transferencia ilegal de planos de una nueva clase de submarinos capaces de portar misiles crucero. En los años noventa, a propósito, Alemania donó varios de esos submarinos a Israel.

Durante los años setenta y ochenta, Israel y Sudáfrica estuvieron unidos íntimamente en su lucha común contra los kushims (y contra los aún numerosos comunistas judíos, odiados por la clase política israelí más que el resto de los alemanes nazis). Y siempre hubo facilitación, apoyo científico y co-financiamiento disponible de parte de algunos recovecos conservadores alemanes.

Pero el abierto apoyo alemán para Israel también tiene – especialmente desde los años setenta – una tradición de incondicionalidad en el co-financiamiento de la forma israelí de ocupación y al no exigir que Israel se atenga a sus obligaciones bajo las Convenciones de Ginebra. Durante los gobiernos de Schmidt y Kohl fue temperada, sin embargo, por su compromiso «con la facilitación del diálogo.» Gran parte de los informes de la embajada alemana sirvieron para evaluar dónde y cuándo una discreta ayuda alemana podría jugar un papel en el aliento de contactos entre el Israel oficial e interlocutores palestinos seleccionados.

Bajo el ministro de exteriores neoconservador verde, Fischer, sin embargo, no sólo había cambiado el contexto. Tiró por la ventana el principio de la diferenciación. Se escogió como el principal propagandista de las afirmaciones israelíes de que la violencia palestina no tenía nada que ver con la ocupación, sino con el fracaso de la dirigencia y las instituciones palestinas, con instigación extranjera (dirigida por Irán y Siria) y que Israel está bajo «amenaza existencial» por una ola de antisemitismo arraigado en el retraso cultural y político. Como dicen los rumores, incluso prohibió toda discusión interna que fuera contraria a su visión del mundo, valorando la instrucción israelí (o estadounidense) mucho más que las informaciones de sus responsables de sectores.

En todo caso, «el apoyo incondicional» llegó a significar el fin de toda disonancia interna en el análisis o la evaluación de la interpretación «solitaria» de las políticas, motivaciones israelíes y sus consecuencias. El gobierno de Merkel reafirmó la actitud proactiva hacia la incondicionalidad – no sólo en el apoyo en forma audible y enérgica para los esfuerzos del año pasado por destruir a Hizbolá, sino con el trabajo hacia la participación militar del lado de Israel; su significado preciso se hará mucho más claro con la próxima guerra.

La dirección de la participación de Alemania, sin embargo, es inequívoca: Alemania se coludió ávidamente en la obstaculización de un fin temprano de la campaña israelí (durante la Conferencia de Roma) y no dejó dudas sobre su apoyo al derecho israelí de matar y secuestrar a su gusto en el Líbano. Además, en un torpe esfuerzo por obtener apoyo para la intervención al lado israelí, Merkel bautizó el destacamento naval en aguas libanesas (así como la presencia en el Líbano de la Fuerza Interina expandida de Naciones Unidas) como «Fuerza de Protección de Israel.» Sobra decir que la ayuda de Alemania para las operaciones israelíes en el Líbano, Kurdistán iraquí, e Irán (en todos los tres sitios los servicios de inteligencia alemanes mantienen una fuerte presencia) ha aumentado en su alcance y riesgo.

Ahora, el apoyo para proyectos israelíes no parece limitarse a la coordinación de políticas e información, o al suministro de pasaportes alemanes para el trabajo clandestino israelí en Irán (como ha informado Der Spiegel), o a un conducto para agentes en la Seguridad General Libanesa (rastreando a los dirigentes de Hizbolá), o, en realidad, encabezando el emponzoñamiento de las investigaciones iniciales del asesinato del primer ministro libanés Rafik Hariri (que no fue el inicio, sino un segundo repunte en una serie de asesinatos – el primero fue el atentado en 2002 contra el antiguo dirigente de milicia libanés y político sirio Eli Hobeika, quien supuestamente se proponía testificar en Bruselas contra Ariel Sharon respecto a las masacres en 1982 en Sabra y Chatila). Alemania parece haberse lanzado por entero al juego de la violencia sectaria, no (todavía) con ataques, sino trabajando arduamente en diferentes ámbitos de enfrentamientos locales siguiendo las órdenes de las operaciones israelíes y, en una dimensión más limitada, de las estadounidenses.

Si el embajador de Israel en Berlín, Shimon Stein, no hubiera tenido en cuenta las restricciones interiores sobre la solidaridad de Alemania con Israel, podría haber afirmado sobre Alemania lo que el ministro de justicia, Haim Ramon y Daniel Ayalon, embajador de Israel en Washington, sostuvieron insípidamente respecto a EE.UU. el año pasado: «… incluso si nuestro ejército cometiera una ‘matanza masiva’, EE.UU. seguiría apoyándonos» (citado en Le Monde Diplomatique).

Efectivamente, en otros tiempos Alemania oficial habría mirado discretamente hacia otro lado o se hubiera disculpado «extraoficialmente» por la tendencia israelí a atrocidades como la masacre de Kfar Qana en el sur del Líbano – que Israel nunca se esforzó realmente por ocultar bajo su peculiar doctrina de disuasión. Como ya dijera el general Motta Gur en 1978: «… el ejército israelí siempre ha atacado a poblaciones civiles intencional y conscientemente… el ejército… nunca ha distinguido objetivos civiles de militares» (citado en Haaretz). Ahora Israel exige que Alemania oficial demuestre la actitud correcta contra «poblaciones terroristas» – y lo hace, en nombre de la «lucha contra el terrorismo» y de prevenir (!) «una guerra de civilizaciones.»

Por motivos obvios, el apoyo económico original de Alemania a Israel nunca podría haber sido considerado como influencia. Pero durante décadas, su dimensión e impacto agregado contribuyeron decisivamente a que Israel nunca tuvo que enfrentarse a alternativas difíciles; subvencionó el maximalismo intrínseco en la actitud de Israel hacia su vecindario y la pretensión de que sus guerras preferidas eran guerras por la supervivencia.

Aparte de las magras compensaciones individuales, restituciones, etc., como fueron administradas (pésimamente para los necesitados) por la Conferencia Judía de Reivindicaciones (Jewish Claims Conference – JCC) o el Estado israelí. Las transferencias alemanas ascienden hasta ahora a por lo menos 140.000 millones de euros (193,2 millones de dólares estadounidenses) del gobierno federal en efectivo, bienes, armas y patentes, otros 20.000 a 30.000 millones de euros en acuerdos de sociedad pública-privada, más miles de millones más a través de mecanismos de la UE.

No sorprende, por lo tanto, que exista una inquieta percepción de la corresponsabilidad alemana en el fomento de la combinación económica, del militarismo financiado por el extranjero y de la peculiar y excesivamente corrupta naturaleza del Estado pretoriano israelí. El estado permanente de sitio y sus corrientes racistas ocultas, cada vez más poderosas, se han convertido en la fuente de su cohesión y definen su relación con el mundo. Como lo sabe todo el que conoce el debate israelí, el antiguo mantra de que Israel hará las «concesiones necesarias para la paz» si se siente suficiente seguro y apoyado, es bueno para el consumo público y tal vez una autohipnosis, pero para nada más.

Ya que Israel logró persuadir a las clases políticas occidentales (los regímenes árabes más frágiles y corruptos no requieren que se les convenza) de que las aspiraciones palestinas – así como sus derechos bajo las Convenciones de Ginebra – son quiméricas y por lo tanto básicamente ilegítimas, éstas se han convertido en algo secundario. Europa especialmente, parece resuelta a estabilizara Israel en un limbo con declaraciones verbales y muestras esporádicas de activismo – pero con apoyo concreto, desde luego, para aquellas medidas israelíes tendientes a destruir los últimos restos de cohesión política y social palestina.

Como lo sabe todo aprendiz en ingeniería social coercitiva, la destrucción de la infraestructura social y económica de una sociedad, en una medida en la que no quedan más fuentes de una autoridad social independiente que pueda regenerar una resistencia organizada, deja el campo libre para los quebrantados, los cínicos, los corruptos, los que se odian a sí mismos, los fantasistas, y los criminales – y los inflige a una masa de humanidad deprimida y disponible.

La influencia iraní, al contrario, es presentada como el acto principal. Y fue Fischer (hábilmente ayudado por Francia y Gran Bretaña) quien tomó la vanguardia navegando la posición negociadora europea entre el ímpetu estadounidense-israelí hacia la guerra y la necesidad de evitarla en vista de las repercusiones interiores esperadas; entre la resolución de negar el derecho iraní a cerrar el ciclo del combustible nuclear y de ocultar la mala fe de su actitud en la negociación. Fischer dejó repetidamente en claro el asunto: el programa nuclear iraní señala su voluntad de lograr «hegemonía regional» en detrimento de la reivindicación israelí – y para él, la única legítima – a la predominancia regional.

Cuando el gobierno del entonces presidente iraní Mohammad Jatami ofreciera en 2003, en realidad humildemente, negociar con EE.UU. todos los problemas bilaterales pendientes – sólo para que ser rechazado, ya que formaba parte del «eje del mal» – el asunto fue absorbido en una propuesta europea, que ofreció vagas promesas y ninguna garantía de seguridad, por el desmantelamiento de todo el complejo nuclear iraní (incluyendo los cursos y el entrenamiento en ingeniería nuclear avanzada), más la detención de su programa de misiles.

Mediante los subterfugios y las permutaciones de esas negociaciones, el compromiso alemán con una resolución pacífica fue siempre altamente condicional, e Israel adquirió algo como un veto entre bastidores sobre los límites de la posición alemana. Podía (y puede) apreciar que para Alemania (elogiada por el primer ministro israelí Ehud Olmert como el mejor aliado de Israel) unirse a una guerra contra Irán podría haber destruido en esos días el Partido Verde de Fischer así como al gobierno (y aún podría hacerlo ahora); no unirse a ella habría creado otra desavenencia transatlántica; mucho más profunda que la que fue causada por la guerra de Iraq. Tales distanciamientos tienen una lógica propia y el potencial para fracturar profundamente el paisaje político alemán (y europeo).

La clase política alemana se siente frustrada y, como era de esperar, embarazada por la falta de espíritu marcial de su población. Pero bajo la bandera de «cualquier cosa pero no guerra (ahora)», maniobra y espera una constelación adecuada que libere su mano: un alboroto occidental por un incidente como el del Golfo de Tonkin, un evento terrorista importante en EE.UU. o en Alemania, que no tenga nada que ver con Irán pero que pueda crear el estado de ánimo popular apropiado. Compensa, mientras tanto, con la participación alemana abierta y clandestina, la disposición israelí de no poner a prueba todavía la política interior alemana. Sin embargo, después de tantas acciones abortadas hacia la guerra, el partido de la «guerra ahora» en EE.UU. podrá en todo momento empujar al límite al gobierno de Bush y encargar a los alemanes de que se ocupen, o incluso crear una prueba de la capacidad de supervivencia y de la posición favorable a EE.UU. del gobierno de Merkel.

Descontento con la siembra de futuros conflictos

Paul Wolfowitz señaló con satisfacción en 1999 (en The National Interest) que su posición de Ranchero Solitario de 1992 se había convertido en el consenso bipartidario de la grandiosa estrategia de EE.UU.: no permitir jamás que una potencia, o combinación de potencias, en la masa terrestre eurasiática, vuelva a lograr la capacidad de actuar como un «retador a la par» contra los intereses de EE.UU. Y éste es el principio que las elites políticas europeas están también a punto de suscribir. Sus apólogos son probados en grupos de trabajo y estudio: los libres mercados sólo pueden establecerse cuando el Estado ruso es privado de los recursos económicos, sociales y demográficos para su reconstitución como potencia («imperial») viable, y China, por los mismos motivos, debe ser dividida en cinco Estados independientes. Y todo esto, mediante la combinación correcta de la aplicación del poder duro (abrumadoramente militar) y blando (la disolución de la cohesión de la elite y del régimen).

Son, por cierto, sólo vanas esperanzas o puntos de atracción. En realidad, es una receta para décadas de caos y violencia, con un profundo impacto en Europa y Asia. Pero incluso estas perspectivas – podrían ser llamadas Plan B – pueden tener mucho atractivo que las recomienden desde la perspectiva estadounidense, e incluso ofrecer una justificación estratégica absolutamente convincente, aunque difícil de defender, para el desarrollo de una red balística global de defensa contra misiles.

Sin embargo, es este consenso el que provee la única guía fiable para el curso de las políticas de EE.UU. hacia Rusia y China – y una visión de la naturaleza de las «coberturas» contra el empeoramiento de las relaciones sea con Rusia, sea con China, o con ambos. Ya que ser más duro en cuanto a la seguridad nacional que el prójimo o el gobierno presente, es la divisa de los debates de estrategia nacional entre republicanos y demócratas, así como el árbitro en última instancia de las perspectivas de carrera para los puestos elegidos, la «cobertura» no tiene mucho que ver con la toma de un seguro. Tiene, en su lugar, todo que ver con ser capaz de iniciar confrontaciones.

La «cobertura» respecto a China pone de relieve esta actitud. La masiva profundización de las disposiciones militares estadounidenses en el Pacífico Occidental, las presiones sobre Taiwán para que continúe con su programa de compra de armas por entre 12 y 18 mil millones de dólares, el éxito en la integración de los taiwaneses, así como la postura cada vez más ofensiva de los japoneses en los planes de operaciones de EE.UU., la atracción de India hacia una agudización de su perfil estratégico contra China son vendidos como medidas para la estabilidad asiática. Esto es, no obstante, todo lo que exigieron los halcones bélicos del lobby de «confrontación con China», menos que se dañen las relaciones económicas de EE.UU. con China.

Estas «coberturas» no han sido diseñadas como un mecanismo de seguro sino como el resbaladero rocoso que cuelga sobre el camino cada vez más estrecho de China entre el escarpado frente de un acantilado y el abismo. De modo más prosaico, sin embargo, cada vez que la negociación interna de EE.UU. sale con el as de picas para China, debiera haberse implementado «la dominación a espectro pleno.» O es lo que se podría pensar. El problema, sin embargo, son las consecuencias desestabilizadoras del esfuerzo de llegar allí. Los chinos no pueden dejar de reaccionar ante lo que seguramente deben avaluar como la creación de una camisa de fuerza estratégica para inmovilizarlos a fin de dividirlos, es decir un cambio «suave» de régimen.

Consideraciones similares valen en el caso de Rusia. La expansión de la OTAN a miembros del antiguo Pacto de Varsovia y a los países bálticos, así como la que se anticipa a Ucrania y Georgia, son vendidas igualmente como un pilar de la arquitectura de seguridad de Eurasia.

Es suficiente ironía que se utilice la misma justificación para los esfuerzos dirigidos por Alemania para extraer a las repúblicas centroasiáticas y caucásicas de la órbita rusa a la occidental – en particular los recursos del Caspio. En esto, los «genuinos, legítimos, intereses» de Rusia son servidos porque este proceso alienta la democracia, el gobierno responsable, el respeto a los derechos humanos, y la resolución no-violenta de los conflictos territoriales.
El carácter burlesco de esta retórica de la «estabilidad» se revela de un modo más claro en la hasbará sobre las instalaciones del «escudo de misiles» en Polonia y la República Checa, que supuestamente van dirigidas contra amenazas incipientes de Corea del Norte (que está en vías a desnuclearizarse) y de Irán (cuyo potencial de amenaza contra EE.UU. es tan fantasmagórico como sus supuestas intenciones son ficticias). Son vendidas a los consumidores de los medios de masas como un seguro contra los «dementes» familiares; a la audiencia más exigente como no dirigidas contra Rusia (y las quejas rusas son vendidas como malas conductas rusas), y a personas informadas europeas occidentales, más preocupadas, en informaciones confidenciales, como una «cobertura» con potencial de crecimiento para disuadir la evolución de una amenaza rusa o china mayor de lo esperada.

En realidad, incluso los observadores más piadosos de las políticas de EE.UU. no pueden dejar de darse cuenta, se trata de una acción provocadora diseñada para atrapar a los rusos en gestos de protesta fácilmente denunciables, pero impotentes, y hacer recaer sobre ellos la culpa por el empeoramiento de la relación entre la UE y Rusia. Y Rusia no tiene manera de evitar la trampa: vomite o escupa, tiene que tragársela.

Al mismo tiempo, aumenta el peso político de los principales aliados de EE.UU. en Europa Oriental. Suministra la sustancia para alinear a Polonia y a la República Checa (con su séquito báltico) aún más cerca de las políticas de EE.UU. – una sub-OTAN dependiente de EE.UU. dentro de una sub-UE. A corto plazo, el tema tiene que debilitar la voluntad – que ya está en proceso de fragmentación – de la parte europea occidental de la UE de negociar (de buena fe) un sucesor para el acuerdo de sociedad y cooperación entre la UE y Rusia.

A largo plazo, la sustancial presencia militar estadounidense que requieren esas dos instalaciones, apretará la soga estratégica alrededor de la garganta rusa. Además, si EE.UU. realmente colocara una instalación adicional en Georgia, esa acción colocaría el detonador para una confrontación de EE.UU. y Rusia en manos de la imprudente e irresponsable dirigencia georgiana. En este contexto, el desliz de la Secretaria de Estado de EE.UU., Condoleezza Rice al llamar a Rusia «la Unión Soviética» no es sólo freudiano sino una declaración de intenciones.

Los mellizos Kaczynski de Polonia, el presidente Lech y el primer ministro Jaroslaw, respectivamente, también permiten que todos echen un vistazo a lo que esconden – encolerizados porque sus socios en la OTAN y la UE podrían desear permitirse una opinión ante una decisión trascendental, sostuvieron que el escudo contra misiles no debería preocupar a ningún «país normal.»

Pero Rusia, obviamente, no es otra cosa que un país «anormal» para la mayoría de la clase política derechista polaca: indignada todavía porque Rusia arruinó los sueños imperiales (Polonia del Báltico al Mar Negro) que condujeron al general Josef Pilsudski a atacar a Rusia en 1920, sólo para ser derrotado por los traicioneros rojos; resentida todavía porque la Segunda Guerra Mundial no comenzó y terminó de otra manera; resentida por no haber conseguido todavía un sitio en el claustro occidental, esperaba que EE.UU. le consiguiera le consiguiera, por lo menos, un papel especial dentro de la OTAN (recientemente chantajeó para que le dieran una posición especial en la UE), y más allá, una zona de influencia polaca – del Báltico al Mar Negro – y el derecho de considerar primero cualesquiera trocitos territoriales que puedan estar en oferta si y cuando Rusia se disolviera aún más (por ejemplo, la región de Kaliningrado).

Al ver estos esfuerzos en todo su alcance, si se considera el incesante estrépito de hostilidad mediática contra Rusia (sin olvidar la mezcla provocadora de operaciones sutiles y burdas de operaciones de inteligencia), todo esto parece menos una cobertura que el desplazamiento de piezas para la etapa final. Un informe reciente de la bien conectada agencia privada de inteligencia, basada en EE.UU. Strategic Forecasting, Inc o Stratfor, sobre «La nueva lógica para la defensa contra misiles balísticos,» lo dice de modo bastante directo: «… EE.UU. no ha terminado todavía con Moscú desde una perspectiva estratégica. Washington quiere presionar a Rusia hasta que su voluntad, así como su capacidad, de representar una amenaza viable se desintegre por completo.» Y los rusos tienen plena conciencia del vector de la política de EE.UU. El discurso del presidente ruso Vladimir Putin en la conferencia de seguridad en Munich, incluso las recientes intervenciones de Mikal Gorbachov así como el sombrío análisis, ampliamente discutido, de Valentin Falin del año pasado, dicen lo mismo.

Se encuentran contra el muro y no tienen tiempo ni buenas opciones. En cuanto al alemán Peter Struck, ex secretario de defensa socialdemócrata y actual jefe del grupo parlamentario, sostuvo con un cierto aire de suficiencia: «Los rusos perderían otra Guerra Fría.» Esto en respuesta a las «galimatías» de la lista de quejas de Putin en la conferencia de Munich en febrero.

A propósito, un sondeo relámpago mostró que una mayoría de los alemanes parece haber comprendido su importancia y una mayoría incluso apoyó los sentimientos de Putin, a pesar del coro excesivamente peyorativo de los medios alemanes.

Existe una cierta preocupación de todo esto podría empujar a los rusos a los brazos de los chinos. Llega, sin embargo, a los límites extremos de lo que es considerado como una preocupación legítima. Pero existe la noción reconfortante de que para una revisión bastante fundamental semejante de su política exterior, Rusia no es ni suficientemente fuerte ni digna de confianza como para realizarla, ni están dispuestas las elites rusas a apoyarla. El trabajo hacia una relación más estrecha entre Rusia y China – sabiendo que China resultará ser el socio más fuerte (por cuidadosos que se muestren los chinos en el ajuste a las sensibilidades rusas) – una medida de seguridad e independencia requeriría no sólo desesperación, sino un océano de cambio en las actividades y en las actitudes de las nuevas elites rusas corroídas por el saqueo, sus fantasías y su cinismo. Como dice el bromista en «Influence 101»: «Siempre se puede alcanzar a los rusos de la elite; la mitad de ellos odian a Madre Rusia porque Petersburgo y Moscú no son París o Londres; la otra mitad la odia porque ella produjo a la primera mitad.»

Ayuda, por cierto, el que los servicios de inteligencia occidentales y las casi-ONGs mantengan a la dirigencia rusa preocupada por la estabilidad interna. Para enriquecer sus opciones, Occidente también mantiene influencia sobre la derecha xenófoba, los liberales antichinos, los combatientes por la independencia chechenia y otros interesados en juegos de antagonismo étnico. Mientras tanto, los «nuevos rusos» esperan, contra todas las probabilidades, que Europa pueda volver en sí para suministrar el tipo de anclaje contra políticas hostiles que Alemania y Francia parecían poder ofrecer en 2002/2003, y por lo tanto rescatar sus sueños cosmopolitas financiados con rentas.
Todo esto está suficientemente cercano de la realidad como para fomentar la ilusión de que los rusos pueden ser dirigidos; sólo requiere menos desdén evidente e intimidación y un poco más de retórica cooperativa para satisfacer su ansia de respeto. Es más esperanza que realidad, sin embargo – esperanza que será defraudada, especialmente ya que la política occidental y los medios enconadamente rusófobos se asegurarán de que los rusos siempre sean conscientes de la estaca que será clavada a través de su corazón colectivo.

También existe, por cierto, la perspectiva china. Los analistas occidentales especializados en China que proveen la base para el trabajo de su sección alemana, parecen obtener una cierta satisfacción al observar como los expertos chinos y rusos se preguntan si la dirigencia rusa aún está subyugada por sus esperanzas occidentales y si no sigue cometiendo un lento suicidio. Estas preguntas no son desatinadas. Rusia está invirtiendo por doquier mientras ni siquiera ha restaurado su economía a los niveles de 1989. Sus industrias, infraestructura, investigación, educación, y salud todavía sufren una inversión insuficiente catastrófica.

Ya que Occidente organizó y supervisó la licuación de los activos soviéticos y su hemorragia hacia el exterior de Rusia de unos 800.000 millones de dólares en dinero, bienes, y patentes (incluyendo el regalo de Boris Yeltsin a EE.UU. de lo mejor de las tecnologías militares y espaciales soviéticas), así como de decenas de miles de sus mejores ingenieros y científicos, se podría pensar que Rusia haría todo por recuperarse de un desastre por lo menos tan terrible como el que Alemania infligió a la Unión Soviética en la Segunda Guerra Mundial, y formar una paz peor que la del Tratado de Brest-Litovsk de 1918.

Pero incluso en este caso, las políticas occidentales aseguran que rusos y chinos no puedan dejar de percibir los comienzos de la movilización para la guerra económica contra ambos. De repente aparecen en EE.UU. y Europa Occidental barreras contra las inversiones de capital chino y ruso. Hay sustanciales esfuerzos dedicados a coordinar el afán por hacer retroceder la intrusión china en el derecho occidental a las materias primas africanas – en nombre de los derechos humanos y del buen gobierno (que es como si Barba Azul, mientras sigue mordisqueando el fémur de su última virgen, se quejara por un campesino que mancilla su próximo almuerzo con propuestas matrimoniales explotadoras). Y existe el revuelo creado porque rusos y chinos hacen excesivamente lo mismo que hace EE.UU.: identificar ciertos sectores industriales como «estratégicos.»

Los analistas chinos de Occidente son observadores bastante astutos de lo que se proponen sus homólogos occidentales. Pero, educados bajo la necesidad general de ganar tiempo y fuerza para poder sobrevivir un clima geopolítico sombrío, el debate chino sobre Rusia y Occidente sólo refleja el debate más notable: si son capaces de influenciar las percepciones y reacciones estadounidenses (occidentales) ante el ascenso de China, a qué precio, y durante cuánto tiempo. Y además existen los que, a menudo destacados en talleres occidentales, citan voces rusas sobre la imposibilidad de una cooperación estratégica ruso-china, refiriéndose indirectamente y con la debida nostalgia, a la edad de oro de la cooperación estratégica chino-estadounidense contra los soviéticos, y preguntándose en voz alta si su resurrección podría prometer un nuevo amanecer en las relaciones chinas con Occidente.

Pero no precisa examinar cuidadosamente esos debates. Aunque no hay público para mensajes negativos, no ha escapado a la atención de aprensivos profesionales que los que toman decisiones en Rusia y China parecen haber concluido que encaran un futuro similar, geopolíticamente conectado. Podrán esperar que puedan retardar o embotarlo, pero no pueden evadirlo. Los continuos esfuerzos occidentales por apoyar el disenso de la elite así como por hacer crecer por la fuerza y preparar elites alternativas (con su mezcla típica de venalidad e idealismo ciego) en un entorno de seguridad que empeora cada vez más, han endurecido la convicción de que se enfrentan a una estrategia para posibilitar repeticiones del colapso soviético.

Indicadores sobre las previsiones de los dirigentes rusos y chinos se filtran a través de sus burocracias de política exterior y militares y son detectados: la eliminación, derrota, o neutralización terminal de uno será el inicio de la misma suerte para el otro. Y parecen sentir que se les está imponiendo esta situación; tiene mucho que ver con sus decisiones políticas. Los inicios de una co-evolución de sus doctrinas estratégicas, por lo tanto, tienen que ser tomados en serio. No les interesa enfrentar toda la gama del poder militar estadounidense, pero piensan en cómo obstaculizar y derrotar su despliegue en las etapas incipientes de las operaciones.

Parece atraer mucha atención el cómo desarrollar una postura capaz de infligir masivas pérdidas al poder aéreo y a los grupos de portaaviones de EE.UU. sin necesitar una postura de gatillo fácil. Incluso parece haber un debate sobre la guerra preventiva. En cuanto al disuasivo nuclear, parecen orientarse hacia un matrimonio entre la represalia masiva y diferentes opciones de «decapitación tecnológica» (es decir, la destrucción selectiva de los sistemas informáticos de comando y control militares así como de sus operaciones de soporte, más funciones de continuidad del régimen y de la elite).

A fin de lograr un mejor entendimiento de su actual predicamento estratégico, los militares rusos incluso han comenzado a abordar, de modo muy cauteloso, las causas de la erosión de la disuasión soviética en los años ochenta, especialmente las razones por las que no pudo reaccionar aumentando la preparación de su fuerza ante lo que percibió como indicaciones de las maniobras anglo-estadounidenses hacia la guerra.

Pero sean cuales sean los escenarios para el futuro o los análisis del pasado, Rusia, así como China, serán demasiado débiles en el futuro previsible para competir desde el mundo de vista militar al mismo nivel con Occidente. Ambos tienen que luchar arduamente sólo para que sus fuerzas armadas sean defensores verosímiles de la integridad del Estado. Y casi no hay un respaldo militar para la tarea política de impedir un mayor deterioro de su entorno estratégico. No pueden pasarse ni en su capacidad de desviar a EE.UU. de los esfuerzos por controlar ni pueden competir por el control sin hipotecar la supervivencia del Estado.

La parquedad de sus alternativas militares y políticas los impulsa a juntarse; pero la necesidad de evitar el gatillo fácil de la confrontación estadounidense hace que una alianza militar explícita sea poco práctica. Los rusos lo saben, los chinos lo saben. Y los estadounidenses con mentalidad estratégica cuentan con el hecho de que un colchón maltrecho arruina a cualquier pareja. Pero también saben que los políticos estadounidenses no poseen una mentalidad estratégica; generan sus propios estímulos para la acción.

Después de los años noventa rusos – y los 149 años chinos después de 1840 – no caben ilusiones sobre la suerte de ninguno de los dos si Occidente vuelve a lograr el control sobre sus políticas. Esto, sumado a sus debilidades, sin embargo, debiera contribuir no sólo a la credibilidad de una postura nuclear defensiva, sino también dar a los europeos o a los japoneses motivos para pensar en las consecuencias de la desesperación estratégica. Bajo este umbral, sin embargo, todo es negociación coercitiva – sea bajo la guisa de intereses comunes o abiertamente: «saltad, porque si no.» No existen intereses comunes, sólo maniobras por posiciones y hostilidad aplazada.

Cuando Henry Kissinger y Yevgeny Primakov establecieron su grupo de trabajo conjunto de estadistas mayores estadounidenses y rusos para encarar «la amenaza del terrorismo y la proliferación nucleares» (como lo describiera Kissinger), existía, por lo tanto, un significado: «Trabajad con nosotros respecto a Irán (o «para asegurar» las ojivas nucleares paquistaníes) porque el primer caso de terrorismo nuclear podría tener lugar en Rusia.» No es necesario tener una actitud mental descabelladamente paranoica para ver las posibilidades, por ejemplo, ante las relaciones estrechísimas que los británicos mantienen con la resistencia chechenia, y las docenas de toneladas de material soviético para ojivas que siguen esperando para ser recicladas en barras de combustible nuclear.

El punto es que ni siquiera se requiere que se implique un mensaje específico. La conciencia de tantos dedos sobre tantos gatillos operativos basta para la suposición prudente: «Lo que es imaginable, es posible; lo que es posible ocurrirá, en algún momento, en algún sitio.» Mientras tanto, hay que actuar como si algún tipo de motivo y previsibilidad pudiera llegar a volver al ejercicio del poder de EE.UU.

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Tercera parte: Izando la bandera estadounidense. Las clases medias educadas de Alemania, que todavía sufren la resaca de su medio siglo de libertinaje ideológico y del papel de Alemania como un ogro genocida, todavía sienten gran satisfacción por la reputación de su país como trabajador social global básicamente inofensivo. Se sienten renuentes a suscribir una ideología de caos global y una «defensa de los valores occidentales.» Pero los medios de información alemanes trabajan duro para cambiar sus opiniones.

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Axel Brot es el seudónimo de un analista de la defensa y ex responsable de los servicios de inteligencia alemanes.

http://www.informationclearinghouse.info/article19492.htm

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