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¡Iza la bandera de EE.UU., o ya verás!

Preparación para la guerra sin fin. Tercera parte

Fuentes: Asia Times

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

Alemania convirtió en un arte su capacidad de moverse por debajo del radar de la controversia internacional. La dependencia del comercio exterior para su bienestar económico lo requería y resistió, además, con bastante éxito durante la mayor parte de los últimos 40 años los intentos estadounidenses de someter sus relaciones económicas con el mundo a las exigencias más extravagantes de la guerra económica. No sorprende por ello que se recuerde con afecto la detente de los años setenta y la globalización de los noventa. Los intereses económicos alemanes y el basso continuo filantrópico de su política exterior declarada estaban en sintonía. No es demasiado extraño, que Washington considere esas sensiblerías basadas en el PIB como completamente incongruentes con la incitación de Occidente contra los «enemigos de los valores occidentales.»

Después de los choques sufridos por la clase política alemana en 2002/2003, se puso de acuerdo, por convicción, oportunismo o miedo, con los puntos de vista de la de EE.UU. Pero como revela un sondeo tras otro, las dos tienen que encarar el hecho de que contradicen actitudes bastante fundamentales de la mayoría de los alemanes. Alemania ha interiorizado de buen grado lo que fue predicado durante decenios en sermones políticos dominicales sobre la paz y la prosperidad, sobre el papel de Alemania en el mundo moderno, su relación con Occidente y, en particular, el tipo de sociedad a la que debiera aspirar Alemania. El mensaje no sólo se impuso; se ha convertido en el prisma a través del cual numerosos, si no la mayoría de los, alemanes miran el mundo, el gobierno, los medios – y no en último lugar, a EE.UU.

Esto no es ni sorprendente ni extraordinario. Las clases bajas alemanas han sido siempre héroes bastante renuentes, que fueron arrastrados de malas ganas a dos guerras mundiales. Incluso fueron necesarios todos los esfuerzos de los socialdemócratas y de las dirigentes sindicales para aplastar el movimiento de base por una huelga general que estuvo a punto de desorganizar los planes de movilización del ejército alemán durante la preparación para la Primera Guerra Mundial; y los servicios nazis de inteligencia documentaron su clara falta de entusiasmo cuando Alemania atacó a Polonia y el sentido de miedo y premonición cuando Alemania siguió adelante para erradicar el bolchevismo judío.

Las clases medias educadas de Alemania, que todavía sufren la resaca de su medio siglo de libertinaje ideológico con su jingoísmo, imperialismo y nazismo, del papel de Alemania como un ogro genocida, y recordando todavía su temor a la guerra de los años ochenta – que, a propósito había llegado profundamente a la propia clase política así como a los ámbitos más elevados de las fuerzas armadas alemanas – adquirieron un pacifismo reflexivo y sienten, en general, gran satisfacción por la reputación de Alemania como un trabajador social global generalmente inofensivo. Es muy difícil, por no decir más, volver a lograr su apoyo para un programa de interminables guerras (raciales), tortura y una ideología de caos global. Una fuerte mayoría incluso podría resistirlo activamente a través de otro movimiento por la paz si el gobierno alemán se muestra demasiado ansioso, o demasiado manifiesto, en la demostración militar de su compromiso con la «defensa de valores occidentales» global.

Eruditos alemanes – «formadores de opinión» en alemán – toman todo esto como una expresión de un «anti-americanismo» popular profundamente arraigado, y el anti-americanismo como una faceta del antisemitismo, y ambos como una resurrección de actitudes antioccidentales, pro-totalitarias. Este esfuerzo en la utilización de sentimientos de culpabilidad ha llevado a una interesante producción de mitos, divertida si no fuera tan siniestra.

Aprovechando el estúpido comentario del ex secretario de defensa de EE.UU., Donald Rumsfeld sobre el presidente venezolano Hugo Chávez, de que «también Hitler fue elegido» por voto popular, los periodistas que leen las páginas de opinión de los periódicos estadounidenses y el ex ministro de exteriores Fischer lo repitieron con entusiasmo y frecuentemente. A pesar de su autoridad, los hechos históricos son, desde luego, muy diferentes: después de su contratiempo electoral en 1932, Hitler no fue elegido sino escogido por una cabala de dirigentes de partidos políticos derechistas, la industria y los medios, para dirigir un gobierno de coalición entre esos partidos y los nazis, para salvar al país de la izquierda. Cualquier escolar debería saberlo.

Pero la deslegitimación del «antiamericanismo» parece requerir una fuerte invención de mitos porque se ha convertido en un problema no sólo para la clase política alemana sino para toda la UE. Las poblaciones europeas están, con unas pocas excepciones, totalmente desincronizadas con la movilización ideológica requerida para librar la «Cuarta Guerra Mundial.» A pesar de ello, el cambio ha sido más dramático en Alemania.

El auge post 11-S en el apoyo público para EE.UU. no fue sólo borrado por 2002/2003, sino el fondo de 50 años de pro-americanismo popular y confiado ya se había evaporado y fue reemplazado por la desconfianza, el miedo y la aversión. Lo mismo vale, de un modo algo menos dramático, para las actitudes hacia Israel. Como peligro para el mundo, ambos países se clasifican junto a Norcorea e Irán. Rusia y China siguen siendo vistas (obstinadamente) como básicamente benignas y amigables.

Esto es sorprendente ya que incluso alemanes educados tienden a depender para sus noticias de fuentes alemanas – y no tienen acceso a numerosas fuentes críticas de cobertura noticiosa y opinión que siguen existiendo en el mundo occidental. Se podría haber esperado, por lo tanto, un resultado rápido cuando la televisión pública y los medios impresos, de los cultos a los populares, volvieron a descubrir su vocación de educar al público alemán en que «los estadounidenses podrán cometer errores, pero los otros son incomparablemente peores.»

Sin embargo, se ha introducido una connotación irónica o lastimera hacia el presidente Bush y los neoconservadores, y desazón ante su ineptitud – frecuentemente sesgada como una ingenuidad estadounidense básicamente benévola – en la presentación de la política de EE.UU. Ese floreo retórico se conecta fácilmente con los estereotipos de la permanencia de la corrección automática del liderazgo moral estadounidense, el brutal fanatismo de los árabes, los rusos totalitarios y los implacables chinos, y las dificultades casi sobrehumanas en el encuentro del equilibrio correcto entre la fuerza y la persuasión. Sin embargo, la sospecha generalizada de que algo va mal, y la desconfianza hacia periodistas y políticos – parecen haber resistido hasta ahora a los mejores esfuerzos periodísticos.

Ya que la desconfianza se ha difundido incluso entre sectores de la alta burocracia, los dirigentes de las elites políticas alemana y estadounidense se movilizaron rápida y decisivamente para contrarrestar cualquier consecuencia que la ruptura de la imagen política estadounidense pudiera tener en las actitudes de aquellos elegibles para ser reclutados a funciones en la elite. Un programa en gran escala fue lanzado para unir institucional y socialmente a sus homólogos a funcionarios, cuadros de administración y estudiantes promisorios y exponerlos a altos responsables de ambos países – una especie de Plan Marshall ideológico en el que prácticamente no pasó una sola semana sin que se realizara una reunión estadounidense-alemana o EE.UU.-UE. Por cierto, el Fondo Marshall Alemán se lució en su dirección, fuertemente apoyado por los más destacados conglomerados de los medios de información alemanes – junto con la Fundación Bertelsmann. Y de modo más riguroso que nunca antes, para ser considerado un cuadro «seguro» para el progreso de una carrera en la política, el servicio público, los medios, los negocios y la ciencia, se requiere que el candidato haya estado exitosamente relacionado por lo menos una vez con el tipo adecuado de institución estadounidense o estadounidense-alemana.

El tratamiento del pacifismo reflexivo y del humanitarismo políticamente correcto de la mayoría de los alemanes es un hueso mucho más duro de roer. Los medios impresos, en particular el semanario Die Zeit, buque insignia de los neoconservadores alemanes, y Der Spiegel, semanario algo refinado de info-entretenimiento, han dejado repetidamente en claro su descontento con sus lectores. Y agregan una cierta profundidad al principal tema de los programas de entrevistas: la lamentable mentalidad del alemán promedio, su falta de patriotismo, su adicción a la paz, y sus nociones reaccionarias sobre el Estado de bienestar.

No ayudó el que varios esfuerzos por reeducar a los alemanes hayan fracasado gravemente cuando los medios dominantes (televisión pública, las redes asociadas en Alemania de CNN, más los periódicos) dieron visibilidad y legitimidad a lo que podría ser llamado la «nueva derecha occidentalista.» Sus intervenciones estaban tan bien sincronizadas con las políticas y las expectativas de desempeño de EE.UU. que confirmaron involuntariamente los peores temores de lo que vendría en el futuro inmediato.

«Sin tortura no se puede vencer en la guerra contra el terror»

Antes de que las imágenes de Abu Ghraib ayudaran a visualizar lo que significa «sacarse los guantes», los estadounidenses obtuvieron la oportunidad de presentar al público alemán la necesidad de la tortura, con el guión de la «bomba de tiempo.» No hubo formato de programa de entrevistas que no tuviera la tortura en su agenda – con el ex director del Instituto Aspen en Berlín, Jeff Gedmin (ahora presidente de Radio Free Europe/Radio Liberty) como el más infatigable de sus presentadores.

Pero fue el alemán/israelí Michael Wolffsohn, destacado profesor de la Universidad de las Fuerzas Armadas en Munich, quien movió públicamente el tema de la «bomba de tiempo» para afirmar la obligación fundamental de Occidente de utilizar la tortura contra presuntos terroristas.

La tortura, sin embargo, aunque normal en Israel, violaría la Constitución alemana y el que un funcionario público la proponga, sería una violación del derecho para el servicio público. Debería haber sido despedido. No lo fue.

En su lugar, el entonces ministro del interior, el socialdemócrata Otto Schily, salió en una misión de control de daños. En una entrevista con Die Zeit presentó las preocupaciones sobre la tortura como una tempestad en una taza de té. A pesar de su pleno conocimiento de lo que estaba sucediendo por haber tenido conocimiento de informaciones de inteligencia sobre el material del Informe Taguba de los militares de EE.UU. sobre Abu Ghraib, y de su una relación muy estrecha con el ex fiscal general de EE.UU., John Ashcroft, ridiculizó la preocupación sobre la tortura como un caso en el que los sospechosos tienen que sentarse en una silla en lugar de arrellanarse en un sillón, a los que se iluminaba las caras para estudiar sus expresiones faciales. Respecto a Guantánamo, lo atribuyó al comprensible dilema estadounidense de qué hacer con los peores de los malos, un dilema que para él también exigía la necesidad de reformar el derecho internacional y las Convenciones de Ginebra.

No sorprende, por lo tanto, que sea obvio que él y Fischer no hayan tenido escrúpulos cuando se permitió a las líneas aéreas de la CIA que utilizaran Alemania para el tráfico de «entregas». No sorprende, tampoco, que ambos se hayan negado a mover un dedo para rescatar de Guantánamo a un joven alemán de origen turco, que había vivido toda su vida en Alemania, inocente incluso para sus interrogadores, o de preocuparse del secuestro de un alemán hacia Bagram. Finalmente, las imágenes de Abu Ghraib refutaron este esfuerzo por aclimatar a los alemanes a las duras exigencias de la «guerra contra el terror» global. Pero, por lo menos las innovaciones legales introducidas por el entonces ministro del interior Otto Schily para colocar a Alemania en un pie de guerra civilacional – y las promulgadas o ventiladas por su sucesor, Wolfgang Schäuble – son enteramente compatibles con la mentalidad y las intenciones de la Ley Patriota de EE.UU.

100 millones de jóvenes musulmanes superfluos

Die Zeit, que fuera otrora el principal semanario liberal, el portaestandarte del «humanismo laico» y del atlanticismo ilustrado, es ahora el buque insignia del neoconservadurismo neoliberal, un híbrido de The New Republic y National Review, es infatigable en su misión de convertir a sus lectores, en su mayoría educados, a las nuevas exigencias de la alianza alemana con Israel y EE.UU. Abrió sus páginas a los que se dedican a sembrar el odio disfrazado de ciencias sociales, con mercancías que tienen un parecido extraño con las que fueron pregonadas en sus días por los ideólogos de la extrema derecha. Entre ellos se encuentra el sociólogo Gunnar Heinsohn, profesor de la Universidad de Bremen, donde dirige el Instituto Raphael Lemkin de Investigación Comparativa del Genocidio.

Sostiene que la «hipertrofia juvenil» – el rápido aumento de jóvenes des- o subempleados en los países islámicos – enfrenta a Occidente con el imperativo de seleccionarlos para evitar que la amenaza terrorista llegue a ser incontrolable: sea instigando guerras civiles en esos países o mediante la intervención (se podría calificarlas de ‘guerras de saneamiento demográfico’). En Die Zeit desarrolló esta tesis con referencia a los problemas que los «civilizados» israelíes encuentran al encarar a los bárbaros terroristas y especialmente, a los atacantes suicidas. Los palestinos, sin embargo, presentan para él, en pocas palabras, no sólo el problema terrorista sino la generación de una sociedad particularmente depravada y defectuosa que incluso produce mujeres atacantes suicidas. Heinsohn no ve, por lo tanto, diferencia alguna entre la mujer hutu que enarbola un machete para matar a sus vecinos tutsi y la mujer palestina que se coloca un cinturón con explosivos para matar a inocentes civiles israelíes.

El disgusto publicitado ante las atacantes suicidas, a propósito, se limita a las palestinos. Las mujeres chechenias con cinturones explosivos que amenazaron con matar a todo un teatro repleto de gente en Moscú, fueron tratadas en los medios alemanes con mucha comprensión y conmiseración. En su lugar, dirigieron disgusto y furia contra las autoridades rusas por haberse negado a retirarse de Chechenia y por su sacrificio de la inocente audiencia del teatro. Y cuando los niños que repletaban una escuela fueron tomados como rehenes en Beslan, los medios alemanes, de nuevo, hicieron prácticamente desaparecer a los terroristas tras su indignación y veneno dirigidos contra las autoridades rusas.

Siguiendo a Die Zeit, los formatos cultos de la televisión pública ofrecieron a Heinsohn la oportunidad de extenderse sobre sus tesis ante un público más amplio. Y el filósofo contemporáneo alemán Peter Sloterdijk, no ocultó su admiración por el atrevido desafío de Heinsohn a los indecisos humanitarios. Y atrevido lo es. Incluso los economistas y estrategas raciales del Tercer Reich no anticiparon la necesidad de matar a más de 40 a 60 millones de subhumanos durante y después de la victoriosa campaña contra la Unión Soviética.

A fin de hacer propaganda para la necesidad de sacarse los guantes en la lucha contra la amenaza islámica, Die Zeit reclutó también a un escritor holandés de novelas de nivel cultural medio, Leon de Winter. Expuso la naturaleza desesperanzadamente defectuosa de la civilización árabe, la resistencia congénita a la aculturación de los inmigrantes musulmanes en Europa, y el oscurantismo ginófobo (o genocida) del Islam. Ya que predicó bastante a menudo este mensaje, recibió uno de los más prestigiosos galardones alemanes.

Die Zeit también consideró necesario crear empatía hacia la lucha de Israel en las primeras líneas de la civilización occidental. Su editor, Josef Joffe, se aseguró de que un miembro de su equipo editorial fuera empotrado en una de las operaciones clandestinas y en escuadrones asesinos del ejército israelí para informar sobre el orgullo y los sufrimientos de esos soldados. Al mismo tiempo, Die Zeit refinó el uso de imágenes, que ya caracterizan a los medios alemanes en general, en las que oponen las lágrimas dignificadas de una hermosa joven en un uniforme del ejército israelí a las imágenes televisivas de ululantes viejas rameras árabes y de jóvenes que se pavonean amenazantes.

Mensajes similares dominan los medios alemanes sea de una manera aún más vulgar o de un modo algo menos estridente. Pero hay virtualmente una ausencia total de todo cuestionamiento de su común denominador. Lo mismo vale, a propósito, para Francia – con la excepción del mensual Le Monde Diplomatique. Sin embargo, el público alemán en general parece seguirse resistiendo por lo menos a sacar las consecuencias que se le proponen.

¡Los alemanes tienen que aprender a matar!

Por lo tanto, «los alemanes tienen que aprender a matar». Karsten Voight, el eterno «coordinador para relaciones alemano-estadounidenses» trajo esta extraña y muy reveladora conclusión sobre el estado de ánimo alemán de una reunión de la OTAN a fines del año pasado. Fue ocasionada por la indignación aliada (estadounidense, canadiense, y alemana) ante la negativa alemana de realizar tareas de combate en la «Operación Libertad Duradera» en Afganistán: el mandato de las fuerzas alemanas todavía está limitado a la ayuda en la reconstrucción, el mantenimiento de la paz en el norte tayiko, así como a tareas de vigilancia y entrenamiento. Pero, ya que el compromiso alemán en ese país ya es extremadamente contencioso y difícilmente goza de algún apoyo en la población alemana, su comentario sardónico se dirige de modo más directo al hecho de que la clase política alemana no ha creado el clima necesario para llevar a los «alemanes al frente» que sólo a la limitación del compromiso en Afganistán. Y su significado no dejó de ser comprendido. Por un tiempo, se pudo disfrutar del espectáculo de dirigentes avergonzados de la opinión alemana que apenas podían contener su impaciencia frente a la gentuza que se veían obligados a educar.

Para aplacar a los aliados, Alemania envió seis aviones Tornado de reconocimiento a Afganistán, como el lado agudo de una cuña o como la admisión tímida de que no se puede hacer más bajo las condiciones existentes. El tiempo dirá como se desarrollan las cosas.

«Los alemanes tienen que aprender a morir»

Lo que aún no se ha relevado en la campaña general de reeducación de los alemanes es la reciente aseveración de Rafael Seligmann de que «los alemanes tienen que aprender a morir» en la «guerra de civilizaciones.» A pesar de ser un destacado novelista y periodista, generosamente dotado de galardones públicos, obviamente había perdido su sangre fría. El propósito de todo el esfuerzo tiene que ver, desde luego, con matar y morir, pero las cabezas más frías entre periodistas y políticos saben ahora – por el contragolpe de su anterior actitud ofensiva – que el alemán promedio tendrá que ser mucho más aterrorizado, sentirse asediado y ansioso, para ser enfrentado a esta verdad.

Mientras tanto, el descontento con la negativa de rugir de los ratones alemanes encontró diferentes formas de expresión. Un escritor principal de Der Spiegel, Hendryk Broder, también colmado de distinciones prestigiosas, consideró el hecho de que los alemanes no hayan salido a las calles, en las que debieran haber manifestado su apoyo a Israel y protestado contra la «guerra de agresión» de Hizbolá, como una prueba del antisemitismo alemán, imposible de erradicar. Y esto se conecta bien con los mitos históricos que han llegado a dominar el discurso público, particularmente de los que siguen considerando a las clases bajas alemanas como culpables de las tragedias alemanas de los últimos 100 años, y la última sería su renuencia a hacerse cargo de las barricadas para la defensa de Occidente.

El intento de basar el consenso alemán en el antisemitismo se ha convertido en el último grito desde que una mayoría de los alemanes se volcó contra las políticas de EE.UU. (e Israel). La disposición casi-genética de los alemanes al «antisemitismo genocida» se ha convertido en el primer y último recurso para explicar su pacifismo recalcitrante.

No obstante, aunque la estridencia de la información y los comentarios consensuales en los medios alemanes parecen haberse estabilizado respecto a Oriente Próximo en general, existe otro frente en la guerra de civilizaciones en el que la hostilidad y el veneno siguen siendo las únicas divisas en la opinión mediática – o sea Rusia. Esto ha sucedido en tal grado que la considerable minoría de la clase política que considera que son posibles y deseables las relaciones normales con Rusia ha perdido toda influencia en el discurso público.

El redescubrimiento del enemigo ruso – que también data de cerca de 2002/2003 – y la satanización de la Rusia de Putin pueden haberse originado en la busca de contramedidas para la bancarrota de la imagen pública estadounidense. Pero ahora ha alcanzado una profundidad que sólo una gran mayoría de la clase política – imperturbable, en ese punto, ante una campaña mediática en su contra – podría reacondicionar el discurso público. Esto es extremadamente improbable – por motivos internos así como estadounidenses.

Una nueva guerra fría con Rusia es algo que los rusos temen más de lo que están dispuestos a admitir y este temor ha adquirido partidarios reales e influyentes. Aunque Occidente puede errar en cuanto a los riesgos, los beneficios percibidos de una guerra fría son simplemente demasiado sustanciales como para reconsiderar su cordura. Es impulsada, desde luego, por la expectativa de que los rusos puedan ser obligados a volver a la situación que el embajador de EE.UU. ante Naciones Unidas, Zalmay Khalilzad apodó «supervisión adulta.» Puede terminar en una guerra provocada por la desesperación.

Y la guerra, la guerra alemana contra la Unión Soviética, ha llegado a ser un punto central en la construcción de mitos que subyacen tantos de los esfuerzos por reestructurar la psique colectiva alemana. Aunque en los años ochenta, muchos generales alemanes y altos responsables habían perdonado a los soviéticos por la derrota de la Wehrmacht, el punto de vista de moda actual es que la victoria soviética fue ilegítima – porque fue lograda mediante «métodos estalinistas» – y que Stalin e Hitler fueron responsables por igual por la guerra, y victimizadores por igual de la población soviética. Pero ya que Alemania se arrepintió de sus pecados, y Rusia no lo hizo, Rusia seguirá siendo esclava de su patrimonio totalitario, y todavía tendrá que pagar por la guerra que final y justamente perdió en 1991.

Esta caricatura de la historia es reforzada con aplicaciones al presente en interminables series de la televisión pública sobre la bárbara ineptitud soviética en la guerra, los sufrimientos de mujeres alemanas a manos de rojos violadores, sobre el bombardeo y torpedeo de refugiados y barcos de refugiados, la expulsión de alemanes, y la negativa antisemita soviética de reconocer el sitio especial de los 6 millones de judíos entre las 20 millones de víctimas civiles de la cruzada alemana contra el bolchevismo judío.

De hecho, en la conexión del debate entre la derecha israelí y la continuidad ideológica en esas series «históricas», se podría llegar a la conclusión de que el crimen alemán es el del Holocausto de judíos «inocentes» – inocentes en el sentido de no-comunistas. Por lo tanto, no sorprende en absoluto que el grito de «antisemitismo» que responde a toda oposición a las políticas de Israel y a sus propagandistas, hace que la izquierda judía no- o antisionista sea situada donde siempre ha estado, como víctima fácil.

Inevitablemente, esas historias para conformar la conciencia pública terminarán por surtir efecto. Pero por ahora parecen haber fracasado en su misión. Los sondeos siguen mostrando que una mayoría sustancial de alemanes consideran que Rusia no constituye una amenaza y que es básicamente benévola. Aunque no es porque no hayan tratado.

El clímax del año pasado de los esfuerzos por destruir a Putin en el sentido de las relaciones públicas – con obvias esperanzas de llevar al público alemán a oler sangre – fue una entrevista en la preparación de la reunión del G-8 en Petersburgo.

Fue conducida por Maybrit Illner, una popular presentadora de programas de entrevista. Como estos eventos son siempre preparados de antemano y coreografiados con participación de los responsables nombrados que dirigen la televisión pública, no hubo nada accidental o imprevisto en su conducta. Illner condujo esta entrevista como un fiscal que interroga a un acusado. Su: «Usted no querrá que creamos,» «Usted habla demasiado largo,» sus muecas e interrupciones de Putin, demostraron que sus padres perdieron el tiempo al enseñarle modales.

No fue cosa de un servilismo evasivo o de no cuestionar a Putin, pero se condujo de un modo más apropiado para el antiguo controvertido presentador de la televisión de EE.UU., Jerry Springer, que como una entrevista política seria. Aunque Putin no perdió su sonrisa ni su sangre fría, fue inevitable que el Kremlin sacara conclusiones sobre el futuro así como su posibilidad de obtener una consideración justa de sus puntos de vista.

Esta entrevista fue aún más notable por su contraste con la entrevista al presidente Bush por Sabine Christiansen (otra de las destacadas presentadoras de programas de entrevista en la televisión alemana). Su comportamiento sugirió un servilismo tímidamente reprimido y su cuestionamiento (sobre Guantánamo) se disolvió en el alivio compartido por la mejora en las relaciones EE.UU.-Alemania y la sabiduría de la canciller Merkel. No fue demasiado afable, sino una manifestación de sobrecogimiento mesurado ante la carga que representa el puesto del presidente, de la disposición a explicar el mundo a los palurdos en sus casas, y de una ligera voluntad de sucumbir ante los encantos masculinos del poder.

Ambas entrevistas fueron emblemáticas del cambio hormonal en las políticas alemanas y su debate público. A la larga no importa si la población alemana toma parte indirectamente en sus emociones o no. Lo que cuenta es que la clase política alemana está inundada por la voluntad de seguir sus tentaciones, perdiendo al hacerlo prudencia y razón. Las elites políticas estadounidenses ya están fracasando; las alemanas siguen su ejemplo.

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Axel Brot es el seudónimo de un analista de la defensa alemán y ex responsable de los servicios de inteligencia.

http://www.informationclearinghouse.info/article19493.htm

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