El 22 y 23 de junio se celebraron unas jornadas en Coimbra (Portugal) sobre este tema con reputados especialistas. Entre las exposiciones, se presentó una evaluación de las más de 50 experiencias que han proliferado en Europa en poco más de un lustro. Sobre todo, en Italia, Alemania, Francia y España. Ante todo, no nos engañemos: aunque su origen es latinoamericano e izquierdista, los presupuestos participativos han acabado siendo adoptados por gobiernos de todo el espectro ideológico. Quizás, gracias a que el Banco Mundial los ha incluido en su catálogo de ‘buenas prácticas’: nada que temer, pues (por ejemplo, el PP fue quien los implementó en Logroño, aunque despojándolos de gran parte de su contenido y coartando su difusión pública).
Segundo aprendizaje: hay tanta variedad de ‘presupuestos participativos’ como los tipos de gente que se implican y las metodologías de participación que se adoptan (a lo anterior se podría añadir la complejidad de la trama asociativa, como es el caso de Córdoba, y el volumen poblacional del municipio, destacando el caso de Sevilla, por ser una de las ciudades europeas más grandes en embarcarse en estos procesos). Los rasgos más invariables son simples: la iniciativa suele proceder de los gobiernos locales y sólo una parte del gasto municipal es sometido a discusión.
‘Subvencionitis’
¿Se trata del tipo de ‘reformas radicales’ de las que apenas han hablado nuestros miles de aspirantes a alcalde/ sa a lo largo y ancho del territorio ideológico? Depende de lo que tengamos en cuenta. Aportan una transparencia que puede frenar la corrupción, el clientelismo y la ‘subvencionitis’. Abren espacios de debate que acaban en compromisos concretos de uso de los recursos públicos.
Y, para unos cientos de ciudadanos, se crean redes de relación y organización social donde antes eran meras comparsas y convidados de piedra al tinglado electoral cuando tocaba. No es poco, sin duda. A veces, incluso, algún grado más de calor democrático que el practicado en el seno de algunas oscuras asociaciones y partidos. Pero tampoco es como para echar cohetes. Son una institución participativa más, pero no la panacea de la participación ciudadana.
No son muchos los que aprenden más, proponen más, reivindican más y deciden más. Las iniciativas de muchas organizaciones y movimientos sociales no encuentran en esos procedimientos sus mejores canales de expresión, ni en el gobierno local a su interlocutor. Hay hasta gobernantes que han vendido los presupuestos participativos como fachadas de cartón-piedra tras las cuales seguir operando con sus negocios particulares, o que han clausurado aquéllos de un plumazo cuando su desarrollo amenazaba sus frágiles pilares de poder local. Y no se puede decir que apunten al corazón de las desigualdades sociales más sangrantes: participa quien quiere y, sobre todo, quien puede; y quien participa suele ocuparse más de lo propio y cercano que de lo común y alejado.
Una dosis
Presupuestar, invertir y gastar dentro de esos límites institucionales deja, en todo caso, un margen estrecho para alterar profundamente la reproducción de las desigualdades. Claro que siempre habrá alguien que levantará el dedo para erigirse en más radical que el último radical en hablar. Por supuesto que necesitamos más huelgas salvajes, más rebelión de los oprimidos, más reapropiación social de la riqueza, más cooperación entre diferentes próximos… (prosígase la lista). Pero no por eso vayamos a tirar por la ventana el agua de la bañera con el niño dentro. Los izquierdistas que han promovido los presupuestos participativos no estaban tan errados al vislumbrar en ellos una dosis de democracia directa. Y sus derroteros son impredecibles, dependen de quién y cómo se involucre.
Voz al pueblo
Como apuntó Boaventura Santos, un sociólogo portugués entusiasta de estos experimentos, los presupuestos participativos permiten un buen margen para seguir haciendo política, del color que sea. No son, pues, una mera receta técnica de ‘innovación’ y ‘modernización administrativa’, aunque esas etiquetas de moda les vengan bien a algunos para conseguir trabajo. De hecho, Santos apuntó en su presentación distintos fenómenos que incidían en el temor de muchos políticos y activistas al desarrollo de los presupuestos participativos. Entre ellos, destacaban su ‘tecnificación’ y su ‘ideologización’. Lo segundo es imaginable: para muchos suponen darle alas a los partidos y asociaciones más izquierdistas, darle una voz al pueblo que pueda amenazar y minar los pilares de los procesos representativos que tan buenos réditos les dan a los partidos políticos consolidados.
En consecuencia, ese supuesto ‘izquierdismo’ teñiría las propuestas de iniciar presupuestos participativos con el consenso de partidos y organizaciones sociales menos dispuestas, en principio, a cambios sustanciales en la política. La cuestión técnica no deja de suscitar recelos: para muchos se trata sólo de que algunos izquierdistas venden la ‘innovación’ como un conjunto complejo e inextricable de reglas, reuniones, porcentajes, comisiones, baremos, cálculos de compensación, etc., que espantan al mejor intencionado. En consecuencia, los presupuestos participativos vuelven a parecer cosa de técnicos y expertos, como si ya estuviesen decididas muchas cosas de antemano y a la gente sólo le quedara hablar, votar y, tal vez, mezclarse un poco con el personal cualificado que sabe cómo llevar todo el proceso a buen puerto. Ni tanto, ni tan calvo. Son necesarios acuerdos y negociaciones con los diferentes, al igual que es necesario inventar en común una metodología. Pero las incertidumbres en todo lo demás parecen hasta saludables, aunque puedan llegar a desbordar el canon procedimentalista de la democracia.
Como se puede deducir, hasta unas pequeñas dosis de democracia directa en el seno de este mundo imposible causan abundantes controversias. Afortunadamente, se han extendido al debate del movimiento alterglobal, aunque muchos apoltronados de la política convencional sigan sin enterarse. No obstante, otras dosis, protestas y demandas, inevitablemente, siguen haciendo falta al margen de esos márgenes.
* Miguel Martínez es profesor de sociología