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¿Qué significa crecer y crear puestos de trabajo? Algunas falacias del crecentismo

Fuentes: Rebelión

El agravamiento de la crisis y todas sus secuelas está siendo aprovechado no sólo para reducir o incluso desmantelar lo que desde hace mucho tiempo los ministros de los sucesivos gobiernos vienen llamando «gasto social», y así poder concentrar recursos en lo que han venido llamando «inversión productiva». También se aprovecha la crisis para intentar […]

El agravamiento de la crisis y todas sus secuelas está siendo aprovechado no sólo para reducir o incluso desmantelar lo que desde hace mucho tiempo los ministros de los sucesivos gobiernos vienen llamando «gasto social», y así poder concentrar recursos en lo que han venido llamando «inversión productiva». También se aprovecha la crisis para intentar arrojar a las catacumbas propuestas ideológico-políticas que han venido madurando en las últimas décadas, como la que representa la ecología política del decrecimiento. Llaman «gasto social» a los recursos públicos que se destinan a fines que, según se afirma, no «crean» riqueza, como pensiones, ayudas a los desfavorecidos, a los dependientes, vivienda social, energías limpias, etc. Y llaman «inversión productiva» al dinero público que se destina a aquellos fines que sí «crean» riqueza y trabajo, como autopistas, trenes de alta velocidad, puertos, aeropuertos, obra hidráulica y en esa línea, que, según se nos dice desde las mismas tribunas, permiten «crecer» y «crear puestos de trabajo». Es esta una jerga neoliberal, o no sólo neo, sino liberal a secas, e incluso marxista o socialista. Y es exitosa, pues ha llegado a ser -casi- de sentido común. Sabido es que las luchas ideológicas tienen un amplio y decisivo campo en el lenguaje, en las terminologías que logran pasar por apropiadas. ¿Quién se atrevería a objetar que se «crezca» y se «cree» riqueza y trabajo si se acepta que tales fenómenos pueden acaecer? Y peor aún: ¿Quién osaría proponer «decrecer» ante quienes aceptan que puede tener lugar un «crecimiento de la riqueza»? Quien así proceda, más aún en el tiempo presente, de descenso del empleo y de las rentas en extensas capas de la ciudadanía, se expone al vituperio público.

Mucho de esto está ocurriendo con quienes no validamos los supuestos de ese lenguaje que, desde la ecología política, llamamos «crecentista». Las descalificaciones nos llegan tanto desde tribunas liberales como socialistas, socialdemócratas o marxistas. Se nos acusa a quienes propugnamos el decrecimiento de conservadores y malthusianos. En algún artículo reciente se nos acusaba a todos los decrecentistas de desconocer la historia del socialismo y que solo por tal ignorancia podíamos confundir al socialismo con el crecentismo vulgar. Quizá sea simplificador reducir el socialismo en su diversidad a determinismo productivista, pero es desde luego un despropósito considerar malthusiana la propuesta decrecentista. Malthus formula su teoría del desfase insalvable entre población y recursos como una ley universal, algo propio de los pensadores de su época, y que sólo desastres naturales o guerras que mermen la población pueden aminorar los efectos del desfase. Pero esto no es lo que plantea el ecologismo decrecentista, que se funda en dos principios, extraños ambos al maltusianismo: que más recursos y más energía no equivalen necesariamente a una vida mejor; que la vida sobre la tierra es un fenómeno unitario que incluye la vida humana, que, aunque eslabón fundamental, forma parte de ese proceso ecosistémico, y que ciertas actuaciones humanas pueden incidir sobre el medio mermando o dañando las condiciones para la vida, elevada ésta, en toda su extensión y diversidad, a valor fundamental. Esta concepción de la vida es extraña a Malthus, como también la idea de que los recursos físicos de que se nutre la actividad humana son limitados: para Malthus, como para Marx y el resto de pensadores de aquella época, los recursos eran prácticamente infinitos; no había concepción de límite de los mismos, o se consideraba tan lejano que era despreciable.

Otros muchos sostienen que la propuesta de la ecología política adolece de un desenfoque craso, porque la cuestión no es crecimiento sí o crecimiento no, sino qué tipo de crecimiento; que no es lo mismo ni tiene las mismas consecuencias producir, por ejemplo, armas que medicinas y hospitales. Desconozco en qué decrecentistas piensan quienes así se pronuncian, porque no sé de ningún autor ni entidad civil que se reconozca en los postulados de la ecología política que considere lo mismo armas que medicamentos; o que ignore que aumentar la elaboración de medicamentos no significa necesariamente «crecer», o disminuirlos «decrecer».

Por si fuera poco, se nos imputa también un ciego afán por disminuir la producción en toda la línea, como si de una fijación se tratara. Y se sermonea a la ciudadanía desde todos los crecentismos: «El problema no es el crecimiento sino el tipo de crecimiento». Esto es una homilía que puede reescribirse así: creced y multiplicaos, pero no de cualquier forma, sino por la buena senda que marca el productivismo que os anunciamos. Y ya investidos de la autoridad pontifical, lanzan una admonición: preveníos de los falsos profetas, que en nuestro tiempo se disfrazan con harapos decrecentistas. Y claro, concluyen con la promesa de la redención: el Crecimiento os librará hoy de la crisis y os llevará mañana al Reino final de la Abundancia. Este Paraíso de abundancia material y confort (nutricio le llamó Max Scheler) es el mismo para todas las variedades de crecentismo, aunque las tendencias socialdemócratas o de inspiración marxista incorporan la exigencia del control democrático de la producción por los trabajadores, por la clase obrera, artífice, según aseguran, del «crecimiento creador de riqueza».

Y, por supuesto, para los crecentistas de toda laya, la raíz de la llamada crisis está en el poco crecimiento, y se rasgan las vestiduras cuando las estadísticas del PIB o PNB (las mismas que computaron como «crecimiento» los desembolsos públicos para mitigar los desastres de la rotura de la balsa de Aznalcóllar o el chapapote del Prestige) registran «crecimiento» cero o negativo. Es llamativo que coincidan en este fetichismo del «crecimiento» tanto los seguidores de Smith y Ricardo como los de Marx y Engels, tan discrepantes en otros extremos. Se ve en ello que se trata de doctrinas emparentadas, y fuerza es considerar a los marxistas heréticos respecto de los smithianos, por simple prelación cronológica: crecimiento proponen los unos y crecimiento proponen los otros. Es solo después que cada una de esas corrientes tiene su propia concepción del crecimiento bueno. Los herederos de estas dos ideologías emparentadas creen que la riqueza se crea ( crece) , creencia que, como ha sabido ver José Manuel Naredo, guarda significativas concomitancias con la vieja fe alquimista de obtener oro de escoria.

Pero la diferencia entre crecentismo (liberal o marxista) y decrecentismo no está, como los términos harían pensar, en apostar por crecer o por decrecer, o en crecer por aquí o por allí, sino en creer o no que se puede crecer; en creer o no que la riqueza se crea. Porque los crecentistas están convencidos de que los procesos de transformación del medio (particularmente los industriales) significan un incremento neto sin costos, o con costos menores y compensables; ignoran o soslayan que tales procesos implican cuando menos un metabolismo de materiales, energía y talento que, en muchos casos, provocan fehacientemente males evitables. Aldous Huxley, en La filosofía perenne, una sabia aproximación a todas las tradiciones místicas del viejo mundo, calificaba de ciega arrogancia esta creencia dominante en la modernidad occidental. Ciertamente que hay ceguera en pretender que se puede obtener algo por nada, en contra de toda evidencia y del saber que muchas culturas han albergado: los griegos lo expresaban con los conceptos opuestos de hibris y némesis. Por tanto, para los crecentistas, los sujetos sociales, al transformar el medio, crean la riqueza. Sin embargo, para los decrecentistas, la riqueza es otra cosa y no se crea o crece, sino que ha sido creada en el proceso evolutivo de la vida sobre la tierra; la humanidad pertenece a la cadena de la vida, coevoluciona con ella y es su albacea. Lo que justifica a la humanidad para los crecentistas es su dedicación a transformar y elaborar, ya que ello permitiría crecer y crear. Los decrecentistas creen que la humanidad debe ante todo administrar y cuidar; que crear es atributo privativo de los dioses, si es que existen, o de l@s artistas, pero en un sentido completamente otro a crecer.

Todavía hay otra idea-fuerza importante en los crecentistas descendientes de Marx a la que no otorgan igual importancia los herederos de Smith. Y por supuesto, tal idea es extraña o si acaso subsidiaria en el ecologismo y el decrecentismo. Me refiero a la concepción marxiana del ser humano como animal laborans. Según ella, el sujeto se afirma y realiza socialmente («relaciones sociales de producción») modificando o transformando el medio, para lo que se vale de herramientas. Y las distintas fases de la historia de la humanidad («formaciones económico-sociales») vendrían determinadas por las relaciones que establecen los seres humanos entre sí y con el medio a través de sus útiles (vid. especialmente el cap V de El capital). Según esto, el ser humano se humaniza trabajando, definido el trabajo como toda labor que crea y sostiene un ámbito humanizado a salvo del proceso circular consuntivo de la naturaleza, donde vida y muerte son pura continuidad. Es decir, para los crecentistas de ascendencia marxista, el ser humano desnudo se viste e inviste con los atributos de trabajador. No puede sorprender que toda propuesta societaria que sea concebida desde estos presupuestos tenga como protagonista al trabajador, más bien a la clase proletaria («sujeto histórico revolucionario»); porque el medio y el sentido de la existencia del obrero y de la clase obrera es el trabajo, no alienado sí, pero trabajo en fin (trepalium). Y claro, nos proponen salir de la crisis creando empleo que cree riqueza o riqueza que cree empleo, lo mismo da. Porque conciben que un ser humano con menos trabajo es un humano disminuido, y sin trabajo, un humano desnudo. No alienado y democrático, pero trabajo, trabajo, trabajo. Contra este encumbramiento del trabajo protestó Hanna Arendt en La condición humana con una frase acusatoria, casi iconoclasta: «hemos creado sociedades de trabajadores sin trabajo».

Hay una enorme distancia entre esta concepción moderna y la concepción griega de zoon politikon que acuñara Aristóteles. No puede servirnos, por su manifiesta inequidad, la solución de Aristóteles y los de su tiempo, que se valieron de esclavos para librarse del trepalium, pero si nos desprendemos de la concepción moderna de humanidad laborante y nos radicamos en la afirmación de la igualdad esencial de toda persona, podemos transitar hacia propuestas novedosas en las que no haya que trabajar tanto ni consumir tanto, en las que sea posible la disminución del trabajo, su reparto, e incluso medidas como la renta básica universal, que un movimiento social naciente en España se propone llevar al Parlamento mediante una ILP. Ello al tiempo que rescatamos la dimensión política de lo humano que hallamos en la obra de Aristóteles, pues urge una repolitización fuerte de la ciudadanía.

Con todo, y a pesar de las enormes diferencias entre el socialismo democrático y el decrecimiento, hay un enorme espacio para el encuentro: sin ir más lejos, en la denuncia del golpe de estado a la democracia perpetrada por las finanzas internacionales.

Félix Talego. Profesor de Antropología política y de las religiones. Universidad de Sevilla

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