Aunque suene tan mal, el término decrecimiento no hace referencia a crisis alguna, ni la que nos sacude ahora ni ninguna otra. No es un efecto ni un síntoma, sino una teoría económica y social que lleva entre nosotros ya más de treinta años. Parece haberse puesto de moda: tengamos mucho cuidado, pues, de acercarnos […]
Aunque suene tan mal, el término decrecimiento no hace referencia a crisis alguna, ni la que nos sacude ahora ni ninguna otra. No es un efecto ni un síntoma, sino una teoría económica y social que lleva entre nosotros ya más de treinta años. Parece haberse puesto de moda: tengamos mucho cuidado, pues, de acercarnos a ella sin los prejuicios añadidos, que tertulianos ya van sobrando. Los partidarios del decrecimiento no son una secta amish ni una comuna hippy. Uno de sus postulados básicos, el que dice que la sociedad tardocapitalista se apoya en el consumo de materias primas finitas (petróleo, gas, coltán, etcétera) cuyo agotamiento va a hacer implosionar el mismo sistema que las explota, es difícilmente rebatible.
Tampoco es fácil negar la evidencia de que, para cuando hayamos acabado de consumir todo el petróleo, los gases de efecto invernadero habrán provocado un colapso climático de proporciones teomáquicas. Parten de un concepto compartido por la mayoría de la población, Al Gore y los demás: que por este camino no vamos a otra parte que a nuestra propia destrucción, bien en esta generación bien en una muy cercana. La diferencia está en el uso que hacen de este concepto. Donde muchos de nosotros, incluyendo nuestra clase política, nos limitamos a utilizar indiscriminadamente el adjetivo sostenible y su derivado sostenibilidad hasta neutralizar todo significado (como saben, ya hay coches sostenibles en versión gasolina y diésel, campos de golf sostenibles y hasta un festival de música pop reglamentariamente sostenible), los teóricos del decrecimiento proponen un plan articulado y vinculante capaz de reducir de forma ordenada nuestra dependencia de estas materias y nuestra huella ecológica. Se trata de revisar cuidadosamente nuestras necesidades y separarlas de nuestros caprichos, relegando estos últimos, y de atender las primeras del modo más eficiente posible. No por un acceso de fundamentalismo neoludita, insisto, sino como resultado de una operación aritmética. Una fácil: una suma. De dos cantidades. Siendo la primera un dos. Y la segunda también.
No nos engañemos: estos planes no forman parte de la agenda política de ningún Gobierno, ni Obama I de América va a ponerlos sobre ninguna mesa de negociación. En cuanto al decrecimiento, el acuerdo en su contra es total (-itario). Tanto da si personajes como José María Aznar (presidiendo congresos a sueldo de Exxon) o Mariano Rajoy (haciendo chistes con su primo a cuenta del cambio climático) parecen decididos a dispararse políticamente en el pie con ciertos comunicados acongojantes: la Administración más ecologista de toda la Unión Europea no lo es sino en número de emisiones del adjetivo sostenible por minuto, mientras amplía o promueve nuevos aeropuertos, extiende las redes de autopistas hasta donde ni siquiera vive nadie o insta a comprar más coches, con optimismo, a la población. Si alguna vez soñamos que era tarea de las Administraciones ayudarnos a reducir nuestra dependencia de los hidrocarburos, y que era posible castigar a los partidos que no lo hicieran votando a la oposición, seguramente es hora de despertarse. Y de levantar la voz.
Entre los diferentes planes de estímulo económico puestos en marcha por los países occidentales, abundan las grandes inversiones en infraestructuras. No estaría de más saber quién ha establecido el orden de prelación y por qué el asfalto y el cemento se han convertido en nuestra necesidad más acuciante, si hasta hace apenas un año la iniciativa privada ya nos los proporcionaba en raciones king size, sin financiación pública mediante. En Francia el movimiento cuenta hasta con un partido político, el Parti pour la décroissance, que aglutina diferentes posturas izquierdistas y ecologistas más radicales o menos, y tiene entre sus voceros a pensadores como Serge Latouche o André Gorz. El icono más extendido del movimiento es el caracol, debido a uno de sus textos fundacionales, un fragmento de Iván Illich conocido como la lógica del caracol: El caracol construye la delicada arquitectura de su concha añadiendo una tras otra las espiras cada vez más amplias; después cesa bruscamente y comienza a enroscarse esta vez en decrecimiento, ya que una sola espira más daría a la concha una dimensión dieciséis veces más grande, lo que en lugar de contribuir al bienestar del animal, lo sobrecargaría. Y desde entonces, cualquier aumento de su productividad serviría sólo para paliar las dificultades creadas por esta ampliación de la concha, fuera de los límites fijados por su finalidad. Pasado el punto límite de la ampliación de las espiras, los problemas del sobrecrecimiento se multiplican en progresión geométrica, mientras que la capacidad biológica del caracol sólo puede, en el mejor de los casos, seguir una progresión aritmética.
Si trabajase en márketing, cosa que afortunadamente no me ocurre, les recomendaría que cambiasen de nombre. Hay muchos sectores económicos no basados en la rapiña de materias primas finitas, y por tanto exentos de la dieta, que, de hecho, se verían revitalizados por un aterrizaje controlado de los otros: las energías renovables son el ejemplo más obvio, pero también la sanidad, los servicios sociales, la educación, la cultura, la agricultura local o el ecoturismo tienen un margen muy amplio para crecer en un mundo no autodestructivo. Sobre todo si pensamos que tal vez el P.I.B. no es la Palabra Indiscutible del Bien y que para medir el bienestar y la sensatez de una sociedad hay tal vez indicadores mejores que la suma del valor de todos sus bienes.
José Daniel Espejo. Miembro del Foro Ciudadano de la Región de Murcia (josedanielespejo.blogspot.com)