Hace aproximadamente un año, en el poblado de Mella, provincia Independencia, a 400 kilómetros de la capital dominicana, dos niñas de 7 y 12 años eran violadas anal y vaginalmente durante varios días por siete hombres. Las niñas se encontraban solas en la casa. Apenas un mes antes, su madre, deficiente mental, había sido violada […]
Hace aproximadamente un año, en el poblado de Mella, provincia Independencia, a 400 kilómetros de la capital dominicana, dos niñas de 7 y 12 años eran violadas anal y vaginalmente durante varios días por siete hombres. Las niñas se encontraban solas en la casa. Apenas un mes antes, su madre, deficiente mental, había sido violada y asesinada. Nadie respondió por la violación y asesinato de la madre. Nadie, al parecer, va a responder tampoco por la brutal violación de esas dos niñas.
En estos días, el único de los siete violadores que permanecía detenido fue puesto en libertad por un tribunal de la provincia «al no haber recibido el violador la notificación correspondiente por escrito». El abogado del violador, Sandry de Jesús Trinidad Pérez, autor de la estrategia y, paradójicamente, encargado de Niñas, Niños y Adolescentes para la organización religiosa Visión Mundial, tuvo a bien celebrar el fallo del jurado, a la vista del público, estirando y abriendo sus piernas en el asiento para mejor sobarse y exhibir sus argumentos.
La violación de las dos niñas trascendió a los medios que se dignaron denunciarlo luego de que la religiosa Miguelina Cuevas, alarmada por la ausencia de la mayor, fuera a buscarla a su casa. La encontró «desangrándose, con un paño entre las piernas, desnuda, casi exánime». La niña contó lo ocurrido y la pastora Cuevas denunció los hechos.
A partir de ahí, las niñas iniciaron un vergonzoso peregrinaje por hospitales, juzgados y destacamentos policiales en los que se les negó la atención médica, se les interrogó sin atender su edad ni condición, y se les desconocieron y vulneraron sus más elementales derechos. Finalmente, en el hospital del municipio de Duvergé, la mayor de las niñas fue sometida a una urgente transfusión de sangre y tras siete días hospitalizada inició su recuperación física.
¿Quiénes son los violadores?
Desde el primer momento, también para la Policía, fueron públicas las identidades de los siete violadores. Juan Carlos Cuevas, Tirson Vázquez, Juan de la Rosa Urbáez, Ernesto Pérez y otros tres de los que ni los nombres han quedado, aunque sí sus alias: Guandul, Chinita y el Hijo de Villita.
Los tres primeros se evadieron, uno detrás del otro, de sus celdas policiales. Hay quien sugiere que, incluso, por la puerta. Sólo el cuarto, Ernesto Pérez (alias Meneo) esperaba la sentencia de los siete y acaba de ser puesto en libertad.
¿Quiénes son los violadores?
Remitir como respuesta la citada lista de criminales no parece que haga justicia a un caso que se viene reiterando con dolorosa e impune costumbre, y que ha hecho que ser mujer en la República Dominicana sea la primera causa de muerte entre las mujeres.
Antes y después de ser violadas, esas niñas ya habían sido violadas, y siguieron siendo violadas en hospitales, cuarteles y tribunales, porque la violación, en sociedades como la dominicana, más que un delito infame y criminal, es un destino al que toda mujer es condenada por la culpa de ser. Cruda sentencia de masculina firma así se cubra con una toga, se vista de uniforme, responda por doctor o porte su acreditación de periodista. Y frente a ese destino de vieja cuna, de poco sirven los discursos o las buenas intenciones. Menos, cuando no existe verdadera voluntad de asumir el problema en sus reales dimensiones y encararlo.
Al margen de la encomiable labor de organizaciones de mujeres y del esfuerzo de algunos medios porque la denuncia de este caso sea atendida, corre el rumor, que siempre corre, de que no sería prudente airear excesivamente tanta truculencia, de que no haría bien al país, podría desalentar el turismo, la credibilidad, la confianza en la institucionalidad del Estado, en un proyecto nacional… que también son maneras de explicar los tantos silencios, los tantos olvidos, las tantas ausencias.
Si alguna miseria, en verdad repugnante, nos niega como sociedad el derecho a sentirnos dignos, es esa interminable lista de crímenes, violaciones, maltratos, violencia que se ejerce contra la mujer. Y que se hace desde la connivencia de un pusilánime Estado que cree que una capital con metro es un signo de modernismo mayor que un país sin violencia de género, o que una isla artificial representa mayor magnificencia que el decoro de sus instituciones.
Aunque sienten a los siete violadores de nuevo en el banquillo de acusados y pretendan con ello cerrar el caso, seguirá habiendo espacio para más culpables, para esa justicia que se soba y sacude la entrepierna y se pasa por el forro hasta el disimulo, para esa policía inepta cuando no cómplice o verdugo, para esos médicos desalmados que han convertido el más noble ejercicio en el más infame comercio, para esa sociedad que todavía esconde en la bragueta, la de abajo y la de arriba, a su peor enemigo.