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Ratzinger o el discreto triunfo de la Inquisición

Fuentes: Rebelión

Creo que fue Voltaire quien dijo que había llegado el momento de que al fin desapareciera ese Dalai Lama europeo y que la humanidad se librase de él. Pero continuó. Joseph Raztinger, Dios y el mundo, 2002 Tras unas breves horas de incertidumbre y conocedores de que la intensidad televisiva no se puede mantener -sin […]

Creo que fue Voltaire quien dijo que había llegado el momento de que al fin desapareciera
ese Dalai Lama europeo y que la humanidad se librase de él. Pero continuó.

Joseph Raztinger, Dios y el mundo, 2002

Tras unas breves horas de incertidumbre y conocedores de que la intensidad televisiva no se puede mantener -sin pérdida de audiencia- tras la saturación mediática provocada por la agonía y muerte de Wojtyla, el cuerpo electoral ha decidido, con rapidez, cubrir la plaza vacante en el solio de Pedro. El cardenal Joseph Ratzinger, curtido teólogo, filósofo y profesor alemán, obligado niño de las Juventudes Hitlerianas, inocente soldado de la Wehrmacht (que desertó) al final de II guerra mundial, antiguo progresista reconvertido en cancerbero del orden moral (ocurre a menudo), Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex-Santo Oficio, Ex-Inquisición), el inflexible juez que ha condenado a más de ciento treinta religiosos (la mayoría -allá ellos por soportar la humillación- seguidores de la Teología de la Liberación) ha asumido, gracias a una cualificada mayoría de dos tercios, el mando único de la corporación eclesial. En otro contexto, a esta forma de elección, primus inter pares, se llamaría vasallaje o dictadura. Aquí sólo se dice: habemus papam. Los fieles cantan alborozados como si el gozo invadiera sus almas prístinas, llenas de gracia.

Ratzinger, alias Benedicto XVI -en recuerdo del pacifista Benedicto XV (1914-1922), un pequeño guiño irónico a la compleja historia del papado en el siglo XX- ha orquestado la sucesión de Karol Wojtyla con autoridad y templanza, manejando los precisos tiempos de la liturgia política y las artes vaticanistas. «Ha contado bien sus delegados», diría un viejo militante de la izquierda. Desde su llamamiento al silencio impuesto a los timoratos cardenales hasta su amenazador discurso antimarxista y antiliberal en vísperas de su elección, este astuto e italinianizado bávaro (temido en la curia) ha alcanzado -gracias a una férrea disciplina interna que ya la quisieran para sí muchos partidos- la máxima autoridad de su fructífero negociado.

El ángel cogió el incensario, lo llenó del fuego del altar y lo lanzó a la tierra; y hubo estampidos de truenos, relámpagos y un terremoto. Apocalipsis de Juan; 8, 5

Tras los numerosos cardenales designados en los últimos tiempos por Wojtyla -es decir, no elegidos por ninguna imaginaria asamblea de católicos- y contando con la aprobación tácita del guardián de las esencias, la designación de un cardenal de perfil reaccionario (al límite del integrismo preconciliar defendido por movimientos como Comunión y Liberación, los devotos Legionarios de Cristo o las huestes del Opus Dei) parecía asegurada. Ha sido el veterano Ratzinger -digno sucesor, en un amplio y figurado sentido, del vil Torquemada y de sus prácticas con tenazas, empalamientos, hogueras y metafórica cal viva- la figura de (obligado) consenso. Podría haber sido cualquiera -un italiano conservador o un cardenal ultramontano venido de remotos confines- si el tenaz alemán no hubiera tenido bajo su control, desde tiempo atrás, a los votantes. Algunos se sentirán decepcionados. Algunos católicos ilusos, progresistas, «procondones» o favorables a la entrada de la mujer en el sacerdocio, esperaban -como los judíos al mesías redentor- el regreso de los felices tiempos del Concilio Vaticano II, la vuelta a las costumbres liberales del bonachón Roncalli, apodado Juan XXIII, añorado por permitir tocar la guitarra y la bandurria -simple compás de cuatro por cuatro- en la dulce paz de la mixta convivencia, la marihuana y una cierta armonía ecuménica.

Hace años, en plena guerra fría, los men in red optaron -haciendo de la necesidad virtud- por un, digamos, representante de los No-alineados. Los tiempos han cambiado. Y todo puede, como parece, empeorar. El capitalismo ha extendido su red global de guerra y explotación (un estado de excepción permanente y de indefensión jurídica, en palabras de Giorgio Agamben) y, pese a las tímidas críticas del Vaticano al egoísmo y al consumismo provocado por las multinacionales, la apuesta por el sistema de libertades individuales democráticas parece rotunda. Entre cualquier forma de socialismo y el estado de mercado neoliberal, la iglesia ha preferido, desde las disputas sobre el predominio del papa frente al poder del emperador en la alta edad media, inclinarse por el mercado. En este sentido, la lectura de El defensor de la paz de Marsilio de Padua y la obra política de Guillermo de Ockham, Sobre el gobierno tiránico del papa pueden ilustrar con acierto esta cuestión. Al fin y al cabo, es en el mercado libre donde la cofradía lleva siglos vendiendo su espiritual producto. Igual que la fea burguesía que -atrapada entre el fascismo y la izquierda revolucionaria de los años 30- siempre supo elegir, la chiesa tampoco ha dudado, históricamente, demasiado.

Y vi una bestia que emergía del mar, que tenía diez cuernos y siete cabezas, en sus cuernos diez diademas, y en sus cabezas un nombre blasfemo , Apocalipsis de Juan, 13, 1.

Los expertos vaticinan que Ratzinger arrancará su periplo con talante conciliador, incluso moderno. En España, los cuatrocientos golpes recibidos con los punteros y las reglas de madera, los castigos y el miedo a la sexualidad (a la vida) infundido a varias generaciones, las monjas afines a la Sección Femenina que arrancaban a los niños de sus madres en las cárceles antes de ser ejecutadas y los curas con pistola y correaje que paseaban, altaneros y victoriosos, nos han hecho desconfiar de las buenas palabras de sotanas y hábitos, ser prudentes. Aquí, entre nosotros, estuvieron con la santa cruzada y Franco, el de la ajetreada estatua, entraba en las catedrales bajo palio. También Aznar -sin que exista comparación formal posible- alcanzó el gobierno con un programa de «regeneración democrática» y terminó acusando al personal desafecto de golpista o terrorista. Aznar, igual que don Bono, es tropa de misa dominical, procesión y relicario: nacionalcatólicos. Las palabras, incluso las expresadas ex-cathedra, se las lleva el viento.

«Eminencia, ¿también usted tiene a veces miedo de Dios?

Yo no lo llamaría miedo. Sabemos por Cristo cómo es Dios, que nos ama. Y Él sabe cómo somos nosotros. Sabe que somos carne. Y polvo. Por eso acepta nuestra debilidad. No obstante, una y otra vez me acomete esa ardiente sensación de defraudar mi destino. La idea que Dios tiene de mí, de lo que yo debería hacer.» Cardenal Joseph Raztinger, Dios y el Mundo, Galaxia Gutenberg, 2002.

En Roma, espejo de la cristiandad, los pobres se levantan al alba para coger sitio en los barrocos pórticos de las iglesias frecuentadas por la burguesía. En su rostro, como en las fugaces expresiones de los adolescentes retratados por El Greco, también se encuentra la imagen del señor, dirán desde la misericordiosa dignidad de sus fajines.