Algo se agita en el taller del mundo. A lo largo de varias semanas se han registrado huelgas y protestas por todas las regiones costeras que han sido motor del surgimiento de China como potencia económica y han lanzado al resto del mundo una avalancha de bienes de consumo de tiendas de gangas. Mientras los […]
Algo se agita en el taller del mundo. A lo largo de varias semanas se han registrado huelgas y protestas por todas las regiones costeras que han sido motor del surgimiento de China como potencia económica y han lanzado al resto del mundo una avalancha de bienes de consumo de tiendas de gangas. Mientras los sindicatos recurren en Europa a la movilización sindical contra los recortes de salarios, de pensiones y empleos, los trabajadores mal pagados de China han ido a la huelga contra la explotación rampante, consiguiendo aumentos salariales de dos dígitos.
Se trata de un proceso que llega al corazón del modelo económico de China, así como al papel del trabajo barato en la economía global. Lo que se inició en la empresa Foxconn, de propiedad taiwanesa, la mayor proveedora de material electrónico del mundo, con una serie de suicidios relacionados con las condiciones de trabajo en su gigantesco centro de producción de Shenzhen, se ha extendido desde entonces a toda una lista de empresas en su mayoría de propiedad extranjera.
Sólo en Shenzen emplea Foxxcon a más de 400.000 trabajadores, que producen millones de iPods e iPhones de Apple, así como ordenadores y teléfonos móviles para marcas como Nokia, Dell y Sony. La muerte de sus trabajadores desató un escándalo nacional, condujo a un aumento inmediato del 30% en los salarios de menos de 100 libras esterlinas mensuales, y ayudó a generar abandonos reivindicativos del trabajo en fábricas y proveedores de Honda, Hyundai y Toyota, además de en otros centros productivos en toda China.
Las huelgas, organizadas por teléfono y en foros de la red fuera de las estructuras oficiales, ya han conseguido alzas salariales de más del 30% en la fábrica de transmisiones de Honda en Foshan, en la que no se permitía siquiera que los trabajadores hablaran unos con otros, y de un 25% en el proveedor de Hyundai en Beiying. No es la primera vez que se han producido multitud de abandonos y protestas, por supuesto, pero la repercusión en la cadena globalizada de suministros de las huelgas por contagio en el corazón del sector exportador chino de alta tecnología ha sido ya potente.
China es hoy el mayor exportador del mundo, y ha visto aumentar su parte en la producción del sector industrial global de un 2% a casi un 20% en 20 años. Mientras que la clase obrera industrial se ha reducido en Europa y Estados Unidos, en China su fuerza es de cientos de millones, y se acrecienta gracias a la marea de los que emigran del campo. Y cuando un dirigente veinteañero de una huelga en una planta de Honda en Foshan, Li Xiaojuan, insiste públicamente en que «no debemos dejar que nos dividan los representantes del capital», resuena de una forma especial en un país cuya constitución lo declara un «Estado socialista dirigido por la clase obrera».
Ahora que los trabajadores chinos del sector exportador han demostrado que pueden conseguir resultados, parece probable que continúen las huelgas. Sus bazas se han visto fortalecidas en parte porque la política china del hijo único y la mejora de los niveles de vida en el campo se están traduciendo en escasez de trabajadores en las zonas industriales. Pero también se debe a que la presión para que aumenten los salarios se corresponde con los cambios en la política gubernamental.
En una nación en la que se disuade de emprender huelgas y a menudo apenas se informa de ellas, la respuesta de las autoridades a la última ola de paros ha rayado casi en el respaldo. El presidente del socio estatal de Honda y Toyota, por ejemplo, insistía en que las exigencias de los trabajadores eran «razonables». El diario Global Times, del Partido Comunista Chino, señalaba que las huelgas mostraban la necesidad «protección sindical organizada», quejándose de que los «trabajadores corrientes» habían recibido «la mínima porción de prosperidad económica» de la apertura de China al mercado mundial.
La razón está bien clara. Los dirigentes chinos se han determinado a incrementar el consumo interno ante la crisis continuada de las economías occidentales, transferir recursos del trabajo barato a una mayor producción de alta tecnología y trasladar producción al interior más pobre. También están sometidos a una intensa presión para responder a la repulsa que causa la enorme desigualdad que ha desfigurado China en los años de su explosivo salto económico. De ahí la introducción de una legislación de protección laboral más sólida hace un par de años y los fuertes aumentos del salario mínimo, antes incluso de las últimas huelgas.
Esa tensión está inscrita en el modelo empleado por China para dar el salto, que tiene ecos pero va mucho más allá de las concesiones al capitalismo de la nueva política económica, la NEP soviética de los años 20. Ha convertido a China en una potencia económica global, elevando su renta nacional por encima de un 9% anual durante tres décadas, sacando a millones de la pobreza, pero al precio de una radical y corrupta privatización, una disminución de los servicios de sanidad y educación, la degradación ambiental, la creación de una élite fabulosamente rica y la obstrucción de los avances cívicos y democráticos.
El intento bajo la dirección de Hu Jintao de reducir la desigualdad, retornar a una educación y sanidad gratuitas y mejorar las condiciones de los trabajadores inmigrantes y de la producción «verde» es considerado por algunos, como el especialista universitario Lin Chun, como «señales de reanudación de un socialismo de reformas».
Al mismo tiempo, a los entusiastas de más privatizaciones y capitalismo se les escucha cada vez más rezongar que «el Estado avanza, el sector privado retrocede», mientras la ola de huelgas ha envalentonado a antiguos funcionarios estatales de alto rango y a «viejos revolucionarios» a la hora de pedir públicamente la «restauración de la clase obrera como clase protagonista» y el «restablecimiento de la propiedad pública como parte principal de la economía».
Lo que queda claro es que el sector de propiedad bajo control público, sobre todo los bancos estatales, ha permitido a China capear la crisis económica internacional con un considerable éxito. Tal como sostiene John Ross, de la Universidad Jiao Tong de Shanghai, mientras los EE.UU y Europa trataban de superar de forma indirecta la depresión inversora en el corazón de la crisis con gasto creador de déficit, China fue capaz de forzar al alza la inversión mediante su banca pública, con el resultado de que su crecimiento registra cifras de casi el 12% y su déficit se sitúa por debajo del 3%.
Se trata de un poderoso desafío al consenso de Washington que ha impulsado la política económica durante una generación. Una economía china en crecimiento ofrece también un antídoto que es de agradecer ante el continuado estancamiento o recesión en el mundo occidental, sobre todo si continúa la orientación al consumo. Las huelgas contra salarios de miseria sólo pueden servir de ayuda. Cuando Alan Greenspan, el expresidente de la Reserva Federal estadounidense, alabó el trabajo barato chino como palanca para mantener a la baja los costes laborales, estaba poniendo de relieve lo que ha supuesto una carga para los trabajadores de todo el mundo. El aumento de niveles de vida sostenibles en China debería reforzar asimismo las perspectivas de un cambio interno progresista. Estas huelgas son tan buenas para China como lo son para el mundo.
* Seumas Milne es un analista político británico que escribe en el diario The Guardian. También trabajó para The Economist. Es coautor de Beyond the Casino Economy.
Sin Permiso www.sinpermiso.info Traducción de Lucas Antón
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