Encerrados en nuestras casas, con pendientes sobre el coronavirus, con la incertidumbre de qué pasará mañana, es probable que muy pocos están utilizando gafas para el sol, pelotas de playa, decenas de camisas al mes, diferentes pares de calzado, kilos de gel para el cabello, tonterías que uno compra pero jamás necesita… Estamos descubriendo lo inútil que eran muchas de las cosas que usamos en nuestra vida diaria.
La disminución en el consumo internacional provocó que el crudo en países como Estados Unidos, México, Venezuela, entre otros, se posicionara a mediados de abril en precios de venta negativos. En Canadá incluso, algunas empresas pagaban hasta cinco dólares por llevarte un barril de su petróleo dado que no tenían donde más almacenar su producción.
Esto nos enseña dos cosas: que el sistema económico bajo el que vivimos es más frágil de lo que parecía, y que de las contingencias la humanidad aprende poco o nada, pues la crisis de 1929 también tuvo como un factor la sobreproducción, algo que de haber leído a Marx con cuidado, muchos empresarios pudieron evitar. Por ello, también existen métodos de producción como el “toyotista”, que a diferencia del “fordismo”, genera insumos de una manera más estratégica para no saturar el mercado hasta que existe más oferta que demanda.
Pero el Covid-19, la cuarentena y las condiciones del Siglo XXI, nos han llevado a un extremo donde las líneas de producción en masa ya no debieran ser nuestra prioridad de análisis. Ahora, tendríamos qué tomar un poco más en serio modelos de producción que por Siglos han sido estigmatizados sólo porque en el ideario colectivo tienen relación con ideologías de izquierda.
En municipios y alcaldías de México, antes y ahora por la contingencia sanitaria, ya se han implementado modelos de comercio local en los cuáles se ha sustituido para algunas operaciones el peso nacional generando una moneda que sólo se puede cambiar por productos de la comunidad. En la zona norte de Veracruz, desde hace ya varios años implementaron el Túmin, en 2019 en la delegación Álvaro Obregón, los “obregones” y hora para apoyar a personas de bajos recursos, en Santa María Jajalpa, los “jajalpesos”.
Este último municipio, de 80 mil habitantes es conocido por ser uno de los proveedores de la Central de Abastos de la Ciudad de México. La comunidad de Santa María Jajalpa se caracteriza por su siembra de betabeles, papas, lechugas, coles, rábanos, maíz y legumbres como habas y chícharos; tristemente, en la contingencia sanitaria, habitantes de municipios rurales como este están batallando para sobrevivir.
Ante el escenario de crisis este 2020, es inevitable pensar en que los sistemas comunales deberían ser retomados, así como también, el regresar valor a las actividades primarias como la agricultura, pesca y ganadería, que al final, son el sustento alimentario de una especie que un día entró en cuarentena y uno de sus pendientes es qué comerá mañana.
En su libro “Civilización, primitivismo y anarquismo”, Andrew Flood expone el caso de Irlanda como punto de referencia, donde hay un aproximado de 5 millones de habitantes y él asegura, no existe el territorio suficiente para alimentarlos a todos; es decir, dicho país no puede ser autogestivo.
“Los cazadores-recolectores suelen vivir con una densidad de población de 1 habitante por 10 kilómetros cuadrados (la densidad de población actual de Irlanda es de alrededor de 500 habitantes por 10 kilómetros cuadrados). Aplicando este baremo, el número de habitantes de Irlanda debería ser menor de 70 mil. Probablemente menos del 20 por ciento de Irlanda sea tierra cultivable”, expone el investigador.
Y ante la sustentabilidad humana añade: “Siendo benévolos y asumiendo que Irlanda podría mantener a 70 mil cazadores-recolectores, resulta que necesitaríamos ‘eliminar’ unos 4 millones 930 mil habitantes. Es decir, el 98.6 por ciento de la población actual. La arqueología estima en 7 mil el número de habitantes de Irlanda antes de la llegada de la agricultura”.
Luego entonces, explica Flood, este parámetro podría aplicarse también al planeta entero, en referencia al término “capacidad de carga”, es decir, cuánto aporta un ser humano en su esfuerzo para obtener el alimento que necesita. Sin embargo, el modelo de producción actual implica que sólo unos cuántos trabajan para generar el alimento de territorios sobrepoblados cuyos recursos no alcanzan para satisfacer las necesidades, por lo que comienzan procesos de industrialización alimentaria y transportación, los cuales generan mayor contaminación.
Según el propio texto de Flood, la humanidad debería tener sólo 50 millones de habitantes recolectores y cazadores para ser autosustentable, y no los cerca de 7 mil 300 millones que somos actualmente, los cuales se espera crezcan para 2030 a 8 mil 500 millones.
Hemos superpoblado al Planeta y por ende, lo explotamos bajo una cultura que denigra al campesino y a su trabajo, pues por lo menos en México, a partir de la entrada en vigor del pasado Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), ha sido uno de los sectores más desprotegidos.
Sin embargo, y más en tiempos de crisis habría mucho que aprender de ellos; la gente de las ciudades debería comprender que la base de la vida no está en el onceavo piso de una oficina corporativa, sino en la siembra que permite el avance de la vida.
En el libro “Socio-psicoanálisis del campesino mexicano”, de Erich Fromm y Michael Maccoby, cuya primera edición se realizó en 1970, se registran impresionantes reflexiones que los trabajadores del sector rural en México hacían sobre el amor.
“Hay muchas clases de amor, por una planta, por la tierra. Lo primero es el amor a Dios, lo segundo al padre o a la madre. Amor es amar a una mujer, el amor que crece por los hijos. Uno tiene muchos amores. Amor es respetar todo lo que es humano, es un sentimiento que se puede tener hasta por una planta. Yo trabajo mi tierrita con amor porque mis hijos y yo vivimos de la planta”, mencionaba un campesino.
“Una persona puede amar su terrenito en el que ha puesto el trabajo de toda su vida. También puede ser el amor por la familia como por el trabajo, por todo lo que ha hecho un sacrificio”, explicaba otro.
Un jitomate tarda en crecer unos 3 o 4 meses en condiciones normales. El campesino ara la tierra, siembra la semilla, la riega, cuida el brote, protege a la planta hasta que obtiene el resultado y por fin cosecha. Mirar ese proceso es lo que a la sociedad rural le hace amar su tierra y su trabajo. El ser humano de ciudad, hijas e hijos del capitalismo y la globalización, ¿de qué proceso laboral tan íntimo y complejo se enamora? En la respuesta estará la razón de por qué al salir de esta emergencia sanitaria, debiéramos cambiar un montón de cosas.