El neoliberalismo ya ha demostrado el rotundo fracaso de su fórmula: economía para pocos, ruina para muchos, centros poderosos, periferias excluidas… cada vez más gente a la vera del camino. Pero existe otra economía, otra realidad, en la que la producción es posible sin la presencia y el control de los patrones. Grandes corporaciones, dueñas […]
El neoliberalismo ya ha demostrado el rotundo fracaso de su fórmula: economía para pocos, ruina para muchos, centros poderosos, periferias excluidas… cada vez más gente a la vera del camino. Pero existe otra economía, otra realidad, en la que la producción es posible sin la presencia y el control de los patrones.
Grandes corporaciones, dueñas de todo, tienden cercos y vallados alrededor de sus fastuosas sucursales, sedes imperiales, que vienen, comen como langostas y se van sin dejar nada, mientras las desarrapadas multitudes contemplan desde lejos, desde afuera, el inalcanzable esplendor de los elegidos.
El neoliberalismo globalizador, que pretende igualar en pensamiento y en conductas pero no en oportunidades, se propone también someternos a un modo de producción y de consumo enemigos de la naturaleza y de la gente. Este ritmo de vida occidental, que se impuso prometiendo paraísos y panaceas, en pocos años ha provocado la vertiginosa reducción de los bosques, el peligroso avance de la desertización, el calentamiento del planeta, y ha agredido seriamente el agua, la tierra y el aire, elementos esenciales para la preservación de la vida. Adicionalmente, se han desarticulado numerosos mecanismos de solidaridad y han desaparecido diversos espacios de sociabilidad donde se creaban importantes lazos de encuentro y se enfrentaban problemáticas comunes.
La competitividad, el individualismo y la desconfianza, la tiranía de los relojes, el desenfreno publicitario y la excesiva importancia de las cosas, han desplazado el valor de la vida hacia nostálgicos rincones. Las industrias de miedo y soledad imponen sus narcóticos productos. Estamos solos ante un despótico mercado que nos vende todo. Todos solos frente a él. Tenemos que pagar hasta para morirnos.
Esta tenebrosa realidad comenzó a imponerse implacablemente a partir de la última dictadura y alcanzó su auge durante la década de 1990. A fin de siglo nos vimos a oscuras y dispersos. Mientras se disparaba la desocupación, se multiplicaba la pobreza y el país se hundía, millones de argentinos se aferraban a sus licuadoras y televisores, a sus autos nuevos y microondas.
Cuando llegó el colapso, llegó violentamente, como una inesperada tormenta en medio de la noche, y avisó que nadie se salva solo.
El país pareció sacudirse en pocos días de un prolongado letargo. La transición diezmó la tradicional solidez de la clase media y sacudió a toda la sociedad, que supo ejercer una fuerte y renovada presión a los poderes de turno. Comenzaron a instrumentarse nuevas formas de lucha, de organización y trabajo que obligaron a las principales esferas partidarias a modificar sus pautas de hacer política. Los gobiernos siguientes, para ganar legitimidad y perpetuarse, debieron escuchar los reclamos. En esa obligación, que por definición les corresponde, vistieron máscaras progres y se disfrazaron de izquierdistas. Un presidente que amasó fortunas durante la dictadura y se fortaleció durante la década infame del menemismo, se instaló, voto mediante, en la Casa Rosada, proclamando que venía a restaurar el Estado de Derecho.
Pero mientras el poder reestructuraba sus mecanismos de dominio, la propia sociedad fue creando verdaderas respuestas ante la crítica realidad de un país vaciado y con millones de excluidos. Los trabajadores tomaron las riendas de cientos de fábricas vaciadas por los patrones, se aceitaron los mecanismos de trueque y solidaridad, surgieron asambleas barriales, nacieron importantes cooperativas, se abrieron numerosos comedores escolares y se multiplicaron las agrupaciones piqueteras, que cobraron una importante presencia en los barrios del conurbano, desarrollando distintas actividades y cristalizando un sólido entramado de militancia social.
Entre los proyectos que se fortalecieron a partir de 2001 se encuentran los emprendimientos de economía solidaria, que apuntan a crear una salida laboral autónoma, quiebran el cerco de la competencia salvaje y el asistencialismo, y abren nuevos espacios de inclusión social.
Consisten en la producción colectiva y autogestionada de numerosos artículos y su respectiva distribución sin ningún tipo de intermediarios, lo que les permite negociar y vender mejor. En algunas ciudades, como Rosario, estos microemprendimientos cuentan con el apoyo de la Municipalidad, que otorga los medios para iniciar proyectos y facilita en muchos casos la apertura de centros de capacitación donde se ofrecen cursos de formación y aprendizaje de los más diversos oficios, desde cerámica hasta carpintería, desde herrería hasta costura.
Los proyectos de economía solidaria pretenden garantizar la inserción de numerosos desocupados, pero no priorizan los fines de lucro ni la máxima rentabilidad sino los vínculos humanos.
La idea es trabajar en grupo con un propósito en común que revaloriza la mano de obra de los trabajadores y los impulsa a sostener su propia iniciativa. De esta manera se distancian del concepto competitivo que impera en el mercado e intentan construir un ámbito de colaboración y respeto mutuo.
Además destruyen la relación patrón-obrero, donde predomina un mecanismo de explotación y desigualdad. Estos emprendimientos han creado en numerosos puntos del país interesantes redes y organizaciones que los agrupan y protegen. Durante los encuentros, sus integrantes se nutren e informan recíprocamente, discuten las problemáticas comunes, intercambian ideas y tratan de dar salida a las principales dificultades.
Los logros son muchos. Ya son varios los grupos de economía solidaria que han logrado ganarse un lugar respetado en la producción de numerosos artículos, llegando en ocasiones a competir en precio y calidad con las grandes tiendas de comercios y cadenas de supermercados. Esta renovada iniciativa promueve una distribución más equitativa de las ganancias, reivindica los lazos de ayuda mutua y genera beneficios colectivos. Demuestra, además, que la producción colectiva puede sostenerse y consolidarse si se supera el imaginario de dependencia que el capitalismo impone. Existe otra economía, otra realidad. La producción es posible sin la presencia y el control de los patrones.