El nuevo estallido de las protestas de la oposición en Irán supone un paso más en la larga batalla de desgaste iniciada tras las polémicas elecciones del pasado junio, que dieron la victoria en primera vuelta al presidente, Mahmud Ahmadinejad. No obstante, y aunque la mayoría de los expertos coincidan en que estamos en los […]
El nuevo estallido de las protestas de la oposición en Irán supone un paso más en la larga batalla de desgaste iniciada tras las polémicas elecciones del pasado junio, que dieron la victoria en primera vuelta al presidente, Mahmud Ahmadinejad.
No obstante, y aunque la mayoría de los expertos coincidan en que estamos en los primeros episodios de una guerra de posiciones en la que lo que se busca es que el contrario tire la toalla -que negocie una salida del poder, en un caso, o que abandone las protestas, en el otro-, hay varios aspectos del último repunte de las hostilidades que conviene reseñar y que arrojan luz sobre lo que se está dirimiendo realmente en las calles de Teherán y de otras grandes ciudades del país.
Destaca, en este sentido, que el detonante de las nuevas protestas fuera el entierro del gran ayatolah Ali Montazeri, uno de los clérigos religiosos más críticos con el actual poder desde su refugio de la ciudad santa-escuela de Qom.
El otro elemento a reseñar es que la oposición aprovechó la celebración de la gran conmemoración religiosa anual chií (la Ashura) para volver a salir a la calle y desafiar al Gobierno.
Quien quiera ver una lucha entre secularismo y religión en esta crisis anda errado. No sólo porque el chiísmo es un elemento troncal en la configuración nacional iraní, que también. Es que las apelaciones a la verdadera religión y las acusaciones recíprocas de poco menos que apostasía se han convertido en lugar común entre las dos corrientes contendientes.
Al liderar una protesta que derivó en al menos ocho muertos en plena Ashura, la oposición ha buscado apuntarse un tanto en el imaginario popular y su veneración por el martirio (esa fiesta conmemora precisamente el martirio del imán Hussein).
Por contra, la constatada violencia ejercida por parte de grupos de manifestantes -las víctimas mortales se cuentan por ambas partes- supone un riesgo para sus pretensiones, habida cuenta de que podría alejarle de las siempre pacatas clases medias, también en Irán.
Volviendo a la cuestión religiosa, apelar a Montazeri como el «padre de la democracia» en Irán suena a sarcasmo, si tenemos en cuenta que fue precisamente ese gran ayatolah, mano derecha de Jomeini y apartado en el último momento de su sucesión, quien teorizó e hizo realidad el dogma del velayat e faquih, que establece la primacía del guía supremo en los asuntos de gobierno.
No sorprende, en este sentido, que las tradicionales acusaciones de usurpador contra el actual guía supremo, Ali Jamenei, hayan arreciado con motivo de la crisis. La oposición no se cansa de recordar que Jamenei era «un simple mulah» que habría llegado al cargo gracias a una mezcla de arribismo y de defenestración de los sucesores naturales, estos sí con pedigrí religioso, de Jomeini. Jamenei ha sido equiparado por portavoces opositores con el califa Yazid, quien ordenó precisamente la muerte de Hussein (nieto de Mahoma) hace 1.300 años.
No falta incluso quien intenta azuzar a la autoridad suprema del chiísmo (marjahiya), que se sitúa en el vecino Irak -concretamente en la ciudad santa de Najaf- para que tome partido en esta pugna. De momento, el gran ayatolah Ali Sistani mantiene su habitual política de silencio oficial.
La primacía del lenguaje religioso en la contienda viene a confirmar que sus principales contendientes tienen algo muy importante en común. Todos ellos forman parte de la elite en el poder en Irán desde el triunfo de la Revolución Islámica.
Al margen de la búsqueda de la preeminencia en las estructuras del poder, común a ambos, son otros elementos los que distinguen a ambas corrientes.
La primera, personificada en Ahmadinejad, tiene sus fuentes en el chiísmo histórico más militante, personificado en los núcleos duros de la revolución triunfante (pasdaranes, bassijs…) y reivindica una suerte de igualitarismo -algunos lo presentan como populismo- que hunde sus raíces en el duro pasado -en muchos lugares presente- de persecuciones y discriminación sufrido por la minoría chií en el mundo musulmán. De ahí que esta corriente se muestre siempre abierta a contemporizar con regímenes -en el sentido no peyorativo, sino estricto, del término- de carácter más o menos progresista o incluso socialista. Le une a ellos la oposición feroz a Occidente, oposición que en el caso iraní tiene también una larga justificación histórica.
De ahí el abierto desafío que mantiene Teherán respecto a las presiones de EEUU y sus aliados contra su programa nuclear. Un programa con el que, no se olvide, buscaría en el más extremo de los casos una situación de paridad con la potencia nuclear regional enemiga, Israel. Enemiga y, por ende, negadora de los derechos del pueblo árabe palestino y con evidentes ansias expansionistas contra la población libanesa, mayoritariamente chií.
La segunda corriente, personificada a su vez en los candidatos opositores Musavi y Karrubi, es una amalgama que tiene en común una posición más contemporizadora con las exigencias occidentales. Ello tiene su explicación en los intereses económicos y mercantiles que mueven a sus principales dirigentes y a buena parte de su masa social, de carácter preferentemente urbano y concentrada en las zonas menos desfavorecidas -en algunos casos, pudientes- de las grandes ciudades. El alineamiento de Rafsanyani con esta corriente es todo un síntoma.
Términos como liberalismo tienen una lectura propia en sociedades como la iraní y las más de las veces no van más allá de la apuesta por el «libre mercado» y los intereses del bazar.
Pero aunque la pugna principal se desarrolla en el seno de la elite post-revolucionaria, no es menos cierto que la persistencia de las protestas apunta a que el tema va más allá.
El Gobierno iraní insiste en denunciar la mano extranjera tras esta crisis. Y seguro que no le falta razón. Sería ingenuo pretender que Occidente -sobre todo EEUU y Gran Bretaña, las dos últimas potencias colonizadoras- no esté moviendo los hilos en un intento de socavar a un régimen que se atreve a desafiarle abiertamente, tanto en la cuestión nuclear como en su pugna abierta con su gendarme israelí.
Pero esa explicación no basta. No hay revolución, por muy de colores que sea, que no se haya alimentado de un caldo de cultivo preexistente en la sociedad en cuestión. Todo apunta a que la oposición se estaría valiendo de un malestar presente en amplias, aunque quizás no contundentemente mayoritarias, capas de la población. Eso sin olvidar que a Irán le sobran conflictos con pueblos sin estado en su seno, como los kurdos, los baluches e incluso la minoría azerí.
La historia de los últimos 30 años en Irán, desde el triunfo de la Revolución y la posterior y feroz represión-liquidación de la corriente de izquierda (personificada en su día en el potente partido comunista Tudeh), se asemeja a un proyecto inconcluso, por acabar.
Es como si los ayatolahs hubieran parado el reloj, que de cuando en cuando -ahí están los disturbios de 1989- se vuelve a poner en marcha.
Esta vez la cuerda la han dado los liberales y los conservadores alineados con Musavi. El problema de este tipo de operaciones es que, una vez puesto en marcha, el reloj comienza a marcar las horas, incluso las de los que lo pusieron, temerarios, en marcha. Y que, una vez desatada la fiera, las consecuencias pueden trucarse en indeseadas, tanto para el relojero como para el que financia desde lejos la operación, sea desde Washington o desde Londres.