Recomiendo:
0

Rusia y Ucrania a la gresca

Fuentes: Público

Asistimos estos días a una repetición de la disputa energética que Rusia y Ucrania protagonizaron tres años atrás. Ahora como entonces, y en un marco de general e histérica rusofobia, sorprende un tanto la interpretación de los hechos que se ha hecho dominante entre nosotros. Las reglas de esa disputa dejan, sin embargo, poco margen […]

Asistimos estos días a una repetición de la disputa energética que Rusia y Ucrania protagonizaron tres años atrás. Ahora como entonces, y en un marco de general e histérica rusofobia, sorprende un tanto la interpretación de los hechos que se ha hecho dominante entre nosotros.

Las reglas de esa disputa dejan, sin embargo, poco margen para la duda. Antes de la revolución naranja que aupó a un Gobierno prooccidental en Ucrania, la alianza de esta con Rusia tenía como premio una suerte de subvención externa de la economía que asumía la forma de la transferencia, con precios sensiblemente inferiores a los de los mercados internacionales de gas natural y petróleo rusos. Era de cajón que la nueva era que se abría en Ucrania, con Yúshenko en la presidencia, tenía que traducirse en un cambio en ese régimen de relaciones.

En otras palabras, no había ningún motivo para que Moscú siguiese cortejando a Kiev y sobraban las razones para que Rusia empezase a exigir el pronto pago de la onerosa deuda externa ucraniana. ¿Alguien imagina, por cierto, a Estados Unidos subvencionando generosamente la vida económica de un país que ha abandonado orgulloso una histórica alianza con la Casa Blanca?

Es verdad, sí, que la disputa que nos ocupa presenta una arista más que la hace singularmente delicada. El 80% del gas que Rusia exporta a la Unión Europea cruza territorio ucraniano, circunstancia que, al menos sobre el papel, abre el camino a dos tesituras delicadas. La primera, hoy por hoy de despliegue poco creíble, asumiría la forma de una negativa de Kiev a permitir que semejante operación de traslado se mantenga. De esta forma, Ucrania perdería los recursos que se derivan del cobro de las tasas que hoy aplica, al tiempo que pondría en un brete su privilegiada relación con la Unión Europea.

La segunda de las tesituras, más hacedera, invitaría a las autoridades ucranianas, ante una situación energética muy delicada, a substraer en provecho propio una parte del gas que Rusia bombea camino de la Europa occidental. Por momentos se instala la impresión, en suma, de que Kiev -sabedor de que los suministros de la UE dependen en buena medida del buen hacer del tránsito ucraniano- ha decidido jugar con decisión esta carta con la creencia de que apaciguará un tanto las exigencias de pago que llegan de Rusia.

Al final, y de rebote, la patata caliente se halla en manos de la Unión Europea. Rusia, por lo pronto, no tiene interés alguno en poner trabas a un negocio saneado -el que mantiene con aquella-, vital para mantener sus cuentas en momentos de crisis general. Claro es que, en paralelo y con las reglas del mercado sacrosanto de por medio, nadie ha explicado convincentemente por qué Moscú habría de tolerar de manera complaciente la morosidad ucraniana.

Si la UE está tan preocupada, entre tanto, por garantizar los suministros de gas y por apuntalar a un aliado fundamental, lo suyo es que tome cartas en el asunto de aliviar la deuda que Ucrania ha contraído desde mucho tiempo atrás con Rusia. No parece, sin embargo, que este último horizonte forme parte del guión de unos países, los nuestros, cada vez menos inclinados a ejercicios de filantrópica solidaridad y cada vez más divididos en la manera de encarar estos problemas.

Carlos Taibo es Profesor de Ciencia Política