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Si al menos sólo vendiera productos

Fuentes: Revista Pueblos

Vivimos en un escenario de saturación publicitaria y, sin embargo, de inquietante normalidad. Cambiamos de canal televisivo cuando hay anuncios, pasamos veloces las páginas publicitarias de periódicos y esperamos con cierta resignación a que una cadena interminable de cuñas publicitarias nos deje oír la radio. En 1992, por ejemplo, cada anuncio televisivo llegaba de media […]

Vivimos en un escenario de saturación publicitaria y, sin embargo, de inquietante normalidad. Cambiamos de canal televisivo cuando hay anuncios, pasamos veloces las páginas publicitarias de periódicos y esperamos con cierta resignación a que una cadena interminable de cuñas publicitarias nos deje oír la radio. En 1992, por ejemplo, cada anuncio televisivo llegaba de media a un 2,67 por ciento de la población, en 2006, a menos de un 1 por ciento [2]. La industria de la publicidad parte diariamente, para hacer cada anuncio, de este poco prometedor escenario.

Así, la publicidad actual se ha especializado en crear vínculos emocionales con los clientes, donde la información útil al consumidor molesta, hasta hacer incluso irrelevante el producto, siempre y cuando vaya firmado por la marca adecuada: «En un mundo donde la tecnología se ha popularizado y el saber hacer está al alcance de todo el mundo, la guerra ya no es de productos, la guerra del marketing es una guerra de percepciones. El producto que la mayoría de los clientes percibe como el mejor es el que gana la guerra del marketing. Así pues, la empresa que mejor maneje las percepciones de esos clientes es la que tendrá más éxito», decían hace ya veinte años Jack Trout y Al Ries en su exitoso libro Marketing de guerra [3].

¿Cuántas veces al año tu todoterreno te llevará donde no llega nadie? Los sueños de la publicidad cada vez entienden menos de marchas reductoras y tracción en las cuatro ruedas y más de paisajes paradisíacos y de confort con todo lujo de accesorios. Entienden, en definitiva, de promesas mágicas y estimulantes, pero ya sin el lastre informativo. Para ello, las empresas crean sus valores de marca con el objetivo de fidelizar a los clientes emocionalmente y potenciar al máximo el componente impulsivo del consumo. Y en esto el lenguaje audiovisual tiene un papel esencial, haciéndonos sentir simpatía, admiración o adoración por una marca y todo lo que ésta se ha esforzado en representar. En definitiva, los anunciantes invierten cada vez más dinero en la creación de la marca y en otros valores «intangibles», y menos en la fabricación de los productos y el control de su calidad, a base de subcontratar y externalizar en países del Sur para disminuir hasta lo irrisorio los costes de producción.

Nuevas formas

En este escenario de saturación comunicativa, y para que la publicidad siga haciendo su papel de lubricante de la rueda de consumo, las nuevas estrategias son sentimentales y, ahora también, muy verdes. Hace tiempo que las multinacionales responsables de gran parte de la degradación ambiental descubrieron que el lavado verde les permitía dar una imagen acorde con una sociedad cada vez más sensibilizada por los problemas ambientales. «La energía más limpia es la que no se consume», dice Unión Fenosa. «Pioneros en desarrollo y sostenibilidad», se vanagloria Acciona. Pásate a la «energía verde», mantiene Iberdrola. También ahora, si quieres ser solidario, las fuerzas armadas son tu lugar, mientras que el feminismo consiste en demostrar que una mujer es capaz de aparcar un coche en cualquier sitio, por pequeño que sea. Cambian los valores, cambian las promesas.

El creciente rechazo de los consumidores a las vías clásicas de transmisión de la publicidad obliga a la industria a mover ficha, tanto en el fondo como en la forma. Cuando todas las grandes ciudades ya han experimentado cómo la publicidad se extiende a cada esquina de su espacio, Nike forra con enormes anuncios, en exclusiva y por unos días, la estación de Metro que usan los alumnos de la Universidad Complutense de Madrid. Lo importante ahora es estar presente en esos espacios cotidianos, o de entretenimiento, lejos de recelos anticomerciales, y en eso justamente Coca-Cola es la estrella. En los espacios educativos formales la publicidad no es bien recibida, pero a los anunciantes no se les escapa la importancia que tiene este sector de la población, así que ahí está Coca-Cola a través de dorsales y bebidas gratuitas en eventos deportivos organizados por colegios, invirtiendo en su imagen de aliado natural con el deporte y la salud juvenil. Inteligente estrategia para una marca que propicia hábitos alimentarios tan poco saludables.

Pero menos visible es que el crecimiento de este mundo de las marcas va unido al creciente papel de las multinacionales en la formación de nuestra identidad. La ropa de los jóvenes urbanitas es hoy todo un decálogo de sumisión comercial y las televisiones encendidas una media de 3,5 horas al día, el más asombroso ejemplo de huída virtual. Según el Consejo Audiovisual de Cataluña, los menores de entre 4 y 12 años dedican 990 horas anuales a ver la televisión frente a las 960 que se destinan al colegio y los estudios. En esas horas destinadas a ver la tele, los niños y niñas observarán que lo más deseable es la ropa producida de forma deslocalizada, la dieta alimentaria menos saludable y las formas de ocio que no se pueden hacer de forma gratuita. Cuanto más peso tienen en la elección de compra de los adultos, más suculento objetivo son para la fidelización publicitaria.

Y en este terreno, las técnicas clásicas también han dado paso a estrategias más agresivas e imaginativas. Por ejemplo, el marketing entre iguales, que consiste básicamente en elegir alumnos con capacidad de liderazgo para que asesoren a sus compañeros y compañeras de clase sobre lo que deben consumir, se extiende desde Estados Unidos a otros países netamente consumistas. A los alumnos que ejercen de líderes de conducta se les provee de ropa de marca y basta con que la lleven para que muchos otros se animen a comprarla. Pasan a ser vendedores bajo las directrices de los publicistas y hacen del consumo un elemento clave para la socialización y la creación de identidad.

Y es que, con una publicidad cada vez más especializada en públicos definidos, cada sector supone un reto. Las pintadas con plantilla o stencils, hechas por grupos contrapublicistas y colectivos sociales como una forma de intervención en el espacio público, también fueron aprovechadas el año pasado por la agencia de marketing Saatchi&Saatchi para llenar las paredes de Londres con dibujos de una bebida brasileña. Las empresas han llegado incluso a convocar manifestaciones, como el caso de Ryanair hace unos meses, llamando a una manifestación contra Iberia con la promesa de ofrecer billetes gratis para viajar en sus vuelos de bajo coste. Como toda experimentación, tiene sus riesgos, y la concentración terminó con avalancha de personal exigiendo su billete y la responsable de Ryanair entre empujones y tortazos.

Son los tiempos de la publicidad sentimental. Con métodos más o menos ingeniosos, la publicidad lleva décadas prometiendo que el consumo de los productos anunciados resolverá no sólo nuestras necesidades básicas, sino nuestros anhelos y aspiraciones laborales, sociales, sentimentales. Consiste en insistir una y otra vez en los beneficios que nos ofrecen ya no sólo los productos sino sus marcas y, sobre todo, en recalcar de la forma más imaginativa posible nuestras limitaciones y debilidades. Al final, el objetivo no está tanto en mostrarnos la potencialidad de lo que compramos, sino las supuestas mermas que nos aquejan.

«Si tus dientes no brillan luminosos, si tienes arrugas a los 50, si nunca tuviste un buen coche, si te sobran unos kilitos, necesitas…». Entre gags humorísticos y reclamos eróticos, la industria de la mercadotecnia se ha especializado, básicamente, en culpabilizar.

Escaparates llamativos, vallas publicitarias, carteles luminosos, manifestaciones ficticias… nuestra experiencia cotidiana es cada vez más comercial y justamente gracias a que lo menos importante de la publicidad es el producto. Los estilos de vida cuidadosamente seleccionados como modelos y reflejados en miles de anuncios cada día, en realidad apuntan a una sorprendente homogeneidad de valores: la reivindicación de lo individual ante lo colectivo, del hedonismo frente al esfuerzo, de lo estético frente a lo ético. Si al menos la publicidad sólo vendiera productos.

*  María González e Isidro Jiménez forman parte de ConsumeHastaMorir. Más información en: www.consumehastamorir.com. Este artículo ha sido publicado en el nº 29 de la revista Pueblos.

Notas

[1] Datos de ZenithOptimedia publicados en Cinco Días, C. Castelló / MADRID (28-08-2006)

[2] Datos de ZenithOptimedia publicados en Cinco Días, C. Castelló / MADRID (28-08-2006)

[3] Jack Trout y Al Ries (1986): Marketing de guerra, Ed. McGraw-Hill España.