Una de las consecuencias del modelo de desarrollo vigente es que los recursos del planeta no alcanzan para todos. La tarea del G8 es asegurar que alcancen para ellos y preservarlos de quienes quisieran compartirlos. La justicia distributiva no figura entre las virtudes de la globalización. Al club de los ricos corresponde el papel del […]
Una de las consecuencias del modelo de desarrollo vigente es que los recursos del planeta no alcanzan para todos. La tarea del G8 es asegurar que alcancen para ellos y preservarlos de quienes quisieran compartirlos. La justicia distributiva no figura entre las virtudes de la globalización. Al club de los ricos corresponde el papel del can Cerbero, mientras los pobres son rehenes de aquel estilo de vida.
Si Brasil, México, Argentina, Indonesia, Pakistán, Bangladesh, Sudáfrica, Venezuela y Nigeria entre otros, se propusieran las metas, alcanzaran los ritmos de crecimiento de China y la India y decidieran imitar la sociedad de consumo occidental, el planeta colapsaría irremediablemente. No hay energía, agua ni materias primas para semejante eventualidad, la tierra no alcanzaría para construir autopistas, los vehículos no cabrían en las ciudades y el aire se volvería irrespirable.
Europa y los Estados Unidos no cuentan en su territorio ni con una mínima fracción de lo necesario para sostener sus dispendios. La escasez de energía los aterra y la dependencia de las existencias en el extranjero convierte a la superpotencia mundial en un Superman con pies de barro.
Tal vez Estados Unidos hubiera preferido opciones menos indoloras, pero el crecimiento incontrolable del consumo, sobre todo de energía, el inminente agotamiento de las fuentes tradicionales de hidrocarburos, agua dulce y madera, acompañadas por el auge del nacionalismo con aspiraciones desarrollistas y el desencadenamiento de procesos como el calentamiento global y los cambios climáticos, han revelado la urgencia de actuar vertiginosamente, no para evitar el desastre como para administrarlo e intentar sobrevivirlo.
La quiebra de la Unión Soviética y luego el 11-S, proporcionaron el escenario para poner en marcha el «Plan B», encaminado a acelerar el establecimiento de la hegemonía mundial. Ante la coyuntura, el imperio y sus clientes europeos, no vacilan en echar mano a los recursos necesarios para sostener sus estándares, sin importar dónde se encuentren, de qué modo se adquieren ni a qué precio. Lo inadmisible para el imperio es la vulnerabilidad y la incertidumbre.
Las tropas fueron a Irak por el petróleo y más tarde o más temprano, con una u otra excusa atacarán a Irán y tratarán de derrocar a Hugo Chávez y detener la Revolución Bolivariana.
Derribar gobiernos e incluso exterminar poblaciones no es un obstáculo que los inhiba y sus fronteras éticas son extraordinariamente flexibles.
En la realización de sus objetivos estratégicos, el exclusivista Club de los Ocho países más ricos del planeta está unido, no sólo por el pragmatismo de sus elites y sus gobiernos, la integración al sistema de la clase media de donde otrora surgieron las vanguardias políticas y culturales, la complicidad del mundo académico y científico y la frivolidad con que la mayoría de los habitantes de los países ricos, asumen las posiciones de sus gobernantes.
Las enérgicas demostraciones de los activistas del movimiento antiglobalización, rudamente reprimidas en todos los escenarios, no encuentran el eco necesario en los sectores académicos, intelectuales y científicos como tampoco, excepto magnificas excepciones, se asumen posiciones críticas respecto a proyectos como la conversión de alimentos en combustibles.
En esas demenciales empresas, los países imperialistas cuentan además con el entusiasmo de las oligarquías nativas que se benefician con la posibilidad de colocar nuevas producciones en los mercados externos, relanzando sus esquemas agroexportadores, mientras continúan ignorando las necesidades de sus poblaciones. Algunos elementos no oligárquicos, incluso de izquierda, son confundidos por la posibilidad de un crecimiento económico estructuralmente anómalo y deficiente.
El modelo de sociedad impuesto por los países ricos al Tercer Mundo no se refiere exclusivamente a los estilos de vida de las sociedades de consumo, sino a onerosas cargas determinadas por el orden internacional vigente. Ni China ni India han podido evadir enormes gastos en armamentos, determinados por enrarecidas situaciones a las que los Ocho no han prestado la debida atención ni realizado esfuerzo alguno por solucionar.
Si cada país que avanza por la senda que debiera conducir al bienestar de sus poblaciones, es obligado por realidades exógenas a invertir en armas, bombas y cohetes y llevar a la órbita sus propios satélites de comunicaciones y defenderse de las maniobras desestabilizadoras de la reacción mundial, tal como ocurre hoy con Venezuela, el camino se hará más difícil y para muchos prohibitivo.
Lo más sencillo en la reunión del G8 es la foto oficial: los ricos caben en un sofá; los pobres son más pero no están convidados.
* Jorge Gómez Barata. Profesor universitario, investigador y periodista cubano, autor de numerosos estudios sobre EEUU.