Puede creerme, lector, si le digo que el 99 por ciento de los periodistas de España por los que ha pasado el despacho de agencia sobre el conflicto tibetano ha repetido lo que le han puesto delante (a veces hasta lo firman con su propio nombre, como si hubieran aportado algo a la noticia) sin […]
Puede creerme, lector, si le digo que el 99 por ciento de los periodistas de España por los que ha pasado el despacho de agencia sobre el conflicto tibetano ha repetido lo que le han puesto delante (a veces hasta lo firman con su propio nombre, como si hubieran aportado algo a la noticia) sin dedicar un minuto a comprobar, cuestionar o reflexionar sobre el sentido del texto que ha caído en sus manos. No se trata de acudir directamente a las fuentes; es que no es necesario, basta con pararse unos segundos, documentarse un poco y reflexionar. Y esto incluye a muchos opinadores de este país, que dicen saber de todo. Un compañero, que trabaja en una conocida emisora, me cuenta su perplejidad al ver algunos de estos tertulianos que llegan al estudio diez minutos antes del programa, recién levantados de la cama y exigiendo los periódicos del día para echar un vistazo a la prensa y hacerse así con una opinión con la que sentar cátedra sin ningún tipo de dudas. Se trata de mantenerse firme, categórico, solemne, aunque se esté diciendo un disparate. En las tertulias radiofónicas y televisivas de hoy, el que pierde es aquel que reflexiona, que titubea o que se descubre mal peinado. Esto no es mala profesionalidad: es ajustarse a las exigencias de las empresas de comunicación actuales.
Así se comprende la facilidad con la que se manipulan campañas de propaganda en el siglo XXI, el de la información. Alguien, por un interés político y económico determinado, da la consigna en la capital del imperio, en una gran agencia de noticias, y todas las redacciones de los periódicos asumen como propia la información y, lo que es peor, la ideología y el oportunismo subyacente. Ahora le ha tocado al Tibet, un territorio que pertenece a China desde hace más de 700 años, bastante antes de que existiera el Estado español y mucho antes de que el ‘concepto España’ incorporase, por ejemplo, a Galicia o a Cataluña (*). Esta región del Himalaya -como otras partes de China- sufrió diversas convulsiones políticas a finales del XIX y principios del XX por las apetencias coloniales de Rusia y Gran Bretaña, invasores cuya actitud sigue sin cuestionarse hoy en día aunque representó algo tan indefendible -salvando las distancias por los muertos- como la influencia británica sobre el Peñón de Gibraltar, un grano inglés en la costa española de Andalucía. O Melilla, un grano español en la costa de un país africano. O la base estadounidense de Guantánamo en Cuba, una agresión sobre la que no se dice nada y que se mantiene desde 1903, cuando Estados Unidos quitó definitivamente a España el papel de matón internacional.
A mediados del siglo XX, China recuperó lo que considera suyo y puso fin al régimen teocrático, feudal y salvaje que existía en el Tibet: poder religioso sobre el político, esclavitud dependiente de la nobleza hereditaria y castigos corporales espantosos. El Gobierno de Pekín abolió la servidumbre y los castigos y modernizó la figura del Estado y de la Administración pública. Hoy en día, el Dalai Lama ejerce como gobernante en el exilio y sus parientes directos ocupan los más importantes puestos en ese gobierno de sacerdotes que ocupan el espacio político a través del religioso. Imaginemos a los gallegos echándose a las calles de sus pueblos, asesinando comerciantes madrileños en nombre de Rouco Varela, que pide la independencia de su territorio y reclama la conversión de Galicia en un espacio en el que los políticos estén a las órdenes directas de los obispos, un espacio en el que las autoridades político/eclesiásticas puedan decretar el ‘secuestro’ de un niño para irse a vivir a un convento. En una situación como esta, me pregunto qué se podría esperar del Estado español. Nadie se imagina a Le Monde, Le Figaro o The Times defendiendo a Rouco Varela de la opresión española. Ni a esa organización tan parcial e interesada como Reporteros sin Fronteras criticando la fuerza desplegada por el Gobierno español para parar los pies al supuesto despropósito de Rouco Varela.
Los europeos tenemos una visión deformada por la romántica ilusión de los exploradores rodeados de sonrientes sherpas (una imagen cruel del millonario ante su paupérrimo porteador de botellas de oxígeno) y la todavía más legendaria visión de aquella ciudad perdida del novelista James Hilton en ‘Horizontes perdidos’, el Shangri-la, que no es otro lugar que el reflejo de nuestra frustación occidental y la identificación con lo exótico (esto daría para otro artículo) que tanto embauca a famosos de Hollywood que hoy cortejan al Dalai Lama y mañana pregonan la Cienciología o rechazan las leyes de Darwin. Esto, en ocasiones, nos hace incapaces para juzgar con empatía porque nos distanciamos demasiado, consideramos lo lejano más distinto de lo que es en realidad, casi como un juego. Y el dolor, el hambre o el abuso de poder son iguales en todas partes y con todos los colores.
No piense el lector que este artículo es una alabanza al régimen político de China, que por cierto será todo lo que se quiera menos comunista. La China de hoy es, en mi opinión, una aberración ideológica que se encarga de mantener vivo el modelo económico occidental gracias a sus millones de esclavos al servicio de los industriales europeos y estadounidenses, que un día se escudan en esa trampa que llaman libertad de mercado pero al día siguiente piden la intervención estatal para imponer aranceles, pedir subvenciones, controlar a la competencia o frenar las protestas sociales. Acaso nadie se pregunta -entre tanto debate sobre la eficiencia energética y la escasez de combustibles fósiles- cómo es posible enviar un trozo de tela cortado en España a una factoría del sur de China, a 10.000 kilómetros de distancia, para que allí sea cosido y luego esa chaqueta vuelva volando a España, donde se plancha, se empaqueta y se vende en la puerta de nuestra casa, donde se cortó el primer pedazo de tejido. Nadie se pregunta cuánto tiene que cobrar el obrero chino para que, pese al viaje de 20.000 kilómetros, la venta de chaquetas convierta al empresario textil en millonario (un millonario europeo y encantado de que el Estado chino mantenga a raya a sus esclavos de alquiler). Esto es lo que hay que criticar de China con firmeza, la explotación laboral extrema coordinada por el Estado y el aumento de las desigualdades en el propio país (bien pensado, en Occidente sucede lo mismo pero el Estado, en lugar de coordinar, se limita a consentir). Pero ninguna de las ‘democracias’ occidentales criticará a China por este motivo porque esa fuerza descomunal de millones de esclavos genera una dependencia enorme para las grandes empresas de Europa y EEUU, que tienen más capacidad de presión sobre los gobiernos que la que tiene la propia ciudadanía. Como tampoco se censura al Gobierno chino por el descontrolado empleo de la pena de muerte para delitos de importancia menor; cómo se va a criticar si en Estados Unidos hay una arbitrariedad parecida y sus fuerzas de seguridad (sin contar sus ejércitos) matan a más personas que los chinos. Con ocasión del conflicto tibetano, tengo que decir que es la primera vez en mucho tiempo que me veo obligado a respaldar la política del Ejecutivo chino.
(*) Nota:
Cuando el irrepetible portugués Magallanes abandonó su emergente país para ponerse al servicio de Carlos V, presumía ante Europa de una flota de cinco naves y algo más de 200 hombres. El imperio chino disponía, unas décadas antes, de juncos enormes que recorrían el Índico y el Pacífico. Los barcos eran cinco o seis veces más grandes que los europeos de entonces, y su flota del tesoro superaba los 30.000 hombres a bordo de barcos de más de cien metros de eslora. Algunos eran exclusivamente enormes huertos flotantes para abastecer de productos frescos a la flota y evitar el escorbuto que no superaron los marinos europeos hasta finales del XIX. Los chinos de entonces, aun considerándose culturalmente superiores a las tierras que descubrían, no tuvieron interés en invadir sino en entablar relaciones comerciales. La contradictoria historia de China ofrece algunos relatos fascinantes, y uno de ellos es la razón que llevó a la mayor flota del mundo -jamás igualada hasta la británica del XIX- tras unas décadas de exploración exitosa que empequeñece los descubrimientos europeos, a replegar sus velas, destruir todos los buques y los documentos con sus descubrimientos y cerrarse al mundo renunciando a surcar por los siete mares. Portugueses y españoles llegaron al Índico y Pacífico aprovechando el enorme hueco dejado por los chinos. Esta referencia histórica nos sirve para ser un poco más prudentes cuando pensamos que los europeos somos el ombligo del mundo.