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Tibet y China: ¿Cerrando filas?

Fuentes: Rebelión

La crisis desatada a mediados de marzo en la región autónoma de Tibet ha alimentado dos tipos principales de reacciones. De una parte, ciertos medios se han movilizado de forma contundente, rápida y beligerante contra las autoridades chinas, contraponiendo la espiritualidad pacífica de los rebeldes monjes tibetanos a la brutalidad represora de la policía y […]

La crisis desatada a mediados de marzo en la región autónoma de Tibet ha alimentado dos tipos principales de reacciones. De una parte, ciertos medios se han movilizado de forma contundente, rápida y beligerante contra las autoridades chinas, contraponiendo la espiritualidad pacífica de los rebeldes monjes tibetanos a la brutalidad represora de la policía y el ejército chino. Conforme han ido pasando las semanas, lo más llamativo que se ha podido constatar es la extraña indecisión de las autoridades locales a la hora de reprimir las manifestaciones en los primeros momentos, circunstancia debida, probablemente, al hecho de que las principales autoridades de la región se encontraban en Beijing participando en las reuniones de la Asamblea Popular Nacional y a cierto celo autolimitador inicial aplicado para evitar, precisamente, lo que no han podido: la utilización de los disturbios para comprometer y condicionar un poco más la imagen de China ante el mundo como un país rígido en lo político, represor y poco respetuoso de los derechos humanos. Ese desconcierto inicial explica también, en parte, la irreprimible voluntad destructora de algunos manifestantes, que, por otra parte, dejó a las claras el profundo resentimiento que abrigan algunos colectivos sociales tibetanos -no solo monjes- respecto a otras etnias -no solo han, también hui-. Curiosamente, entre las imágenes de los detenidos que estos días sirve la televisión china no aparece un solo monje. El maquiavelismo lleva a algunos a asegurar ahora que todo este desarrollo fue una estrategia deliberada de las autoridades para lograr criminalizar las reivindicaciones tibetanas y darle la vuelta a la rebelión. El Dalai Lama se ha hecho eco del «rumor» de que entre los manifestantes había soldados disfrazados de monjes. Interpretaciones -y elucubraciones- no faltarán para todos los gustos. Dificil saber ahora lo que hay de cierto en cada caso.

Cerrando filas, desde la otra orilla se descalifica el movimiento tibetano en función, sobre todo, de sus connivencias, valedores y padrinos y también, a la postre, resaltando los hipotéticos beneficios generados a su población por la presencia china, desde el final de la teocracia al desarrollo económico y social. Ciertamente, el Dalai Lama y el budismo tibetano no son, ni en lo político ni en si mismos, un signo que reporte laicidad y democracia y sería un paso atrás el regreso a cualquier forma de teocracia supuestamente bondadosa o no. En términos generales, los principales valedores internacionales de esta causa tampoco se caracterizan por defender, ni de lejos ni de cerca, políticas de progreso ni por aplicar igual vara de medir a otros casos similares. Todos ellos han querido aprovechar que la atención mundial está centrada en los JJOO de Beijing para resaltar uno de los mayores problemas internos de China, dañar su siempre controvertida imagen internacional y accionar estrategias de acoso que puedan influir en su rumbo mientras esto sea posible. Y, por añadidura, de la forma más cómoda: sin comprometer en exceso a los propios gobiernos, en ocasiones maniatados por los intereses empresariales o financieros, sino amparando la presión no gubernamental.

Es muy improbable que China ceda ante la presión internacional, ya sea de movimientos sociales -supuestos o reales- o de estados, especialmente cuando interpreta que todo es fruto de una «conspiración». No hablemos ya de la secesión de alguno de los territorios que considera suyos, algo que ni remotamente pasa por la cabeza de los dirigentes de Zhonanghai, conscientes del valor estratégico, económico y político de estos enclaves.

En resumidas cuentas, a los pro-tibetanos se les responde que todo es fruto de una manipulación urdida con propósitos político-estratégicos, destacando los avances económicos y sociales de la región. No obstante, reducir todo el conflicto a una confabulación «cio-dalailamónica» también equivale a hacer un flaco favor a las autoridades chinas, que agradece e instrumenta las muestras de solidaridad que desde la izquierda -mucha de ella crítica con su peculiar «socialismo»- se formulan, para dejar en claro que el país no está aislado, pero ayudan poco a facilitar procesos de una indispensable mayor apertura, reconociendo las sombras de la situación actual.

Sería igualmente deseable, por ello, trasladar un mensaje más profundo: la necesidad de impulsar una significativa evolución de su anquilosada estructura política, y muy especialmente de las autonomías, que presentan claras y notables deficiencias. Es verdad que no es fácil creer en las autonomías chinas cuando quien las gestiona es un Partido que se superpone al Estado haciendo bandera de un centralismo en relación a las minorías que ahoga cualquier expresión de autogobierno efectivo. El principal reto del PCCh en este asunto consiste en aceptar la diversidad no como un problema sino como un valor en sí mismo, ahondar en el diálogo cultural en pie de igualdad y despejar cualquier sombra de duda tanto sobre los procesos de sinización como de comportamientos coloniales en relación a la explotación de los recursos naturales que abrigan estos territorios. Solo así podrá aspirar a un mínimo de lealtad de las nacionalidades minoritarias, ya sean tibetanos, uygures o kazakos, por citar las más problemáticas. China debería mover pieza.

Es verdad que Tibet ha progresado en los últimos años, pero también lo es que la naturaleza de ese progreso obedece a claves esencialmente han, obsesionadas con la generación de una riqueza que puede incorporar elementos intensamente destructivos, además de beneficiar mayormente a la inmigración han, promotora, gestora y beneficiaria principal, cuando no simplemente orientarse a la satisfacción de las exigencias del crecimiento global del país.

La sociedad tibetana actual es profundamente dual. Buena parte de los tibetanos viven al margen del auge inspirado por los han. Imaginar que la «educación patriótica» puede modificar formas de pensar enraizadas desde hace siglos es simplemente ridiculo (como lo es pensar que un chino cambie de mentalidad de un día para otro por el simple hecho de entrar en un McDonald´s). Más bien, esa actitud puede provocar el efecto contrario, sobre todo si se ignoran las repercusiones políticas del cambio en el modelo económico y se desprecia el papel de una sociedad civil necesariamente autónoma para resultar verdaderamente útil pero que a casi nadie interesa construir. Al igual que las crisis generadas por la falta de idoneidad de las políticas chinas en materia de nacionalidades pueden alentar el nacionalismo han, molesto por la incomprensión de las nacionalidades respecto a sus buenas intenciones, definidas también por los «privilegios» concedidos ya sea en términos de representación político-formal o en políticas de corte social o religioso (Zhang Qingli, secretario general del Comité Provincial del Partido Comunista de la Región Autónoma del Tíbet, recordaba recientemente que más del 90% del presupuesto de la región proviene de las arcas estatales).

La mejor forma de ayudar a China y a sus nacionalidades minoritarias consiste en hacerle comprender la necesidad de incidir en la naturaleza política interna de problemas que son ciertamente complejos y que tienen raíces históricas, económicas, sociales, religiosas, culturales, etc, pero que reclaman iniciativas en lo político y no solo desarrollo económico en función de parámetros que no son suficientemente compartidos.

Es verdad que lo de Tibet no es un problema solo religioso ni de folclorización de su cultura. Por ello, China debe poner fin a su paternalismo con las nacionalidades minoritarias e incorporar la identidad plural -no solo han– a su concepción del progreso, hoy en fase de reconsideración, impulsando reformas políticas que favorezcan un autogobierno real. De lo contrario, contrariamente a lo que imagina, estos problemas podrían extenderse y agravarse en el futuro. Y las conspiraciones, allá donde las hubiera, dispondrán de terreno abonado para cuajar con plena intensidad.

Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China (Casa Asia-IGADI)