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Trabajar con la basura: el cambio social desde los márgenes

Fuentes: Ircamericas

Al igual que los «catadores» brasileños y los «cartoneros» argentinos, los hurgadores uruguayos que recogen basura y la clasifican están viviendo un intenso proceso de organización que los coloca como actores de los cambios sociales. A mediados de febrero, unos 200 «carritos» llenaron las calles de Montevideo bajo el pegajoso calor del verano, para reclamar […]

Al igual que los «catadores» brasileños y los «cartoneros» argentinos, los hurgadores uruguayos que recogen basura y la clasifican están viviendo un intenso proceso de organización que los coloca como actores de los cambios sociales.

A mediados de febrero, unos 200 «carritos» llenaron las calles de Montevideo bajo el pegajoso calor del verano, para reclamar al municipio de la capital uruguaya por las requisas de sus instrumentos de trabajo. Era la primera vez en muchos años que los «carritos» se manifestaban en las mismas calles que recorren para juntar basura, que luego es clasificada en sus casas, apilada y atada para ser vendida en los grandes depósitos. Los más marginados se convirtieron en actores.

Los «carritos» son pequeños carros de madera tirados por caballos, aunque una parte considerable usa bicicletas o los empujan a mano. Ellos se autodenominan «clasificadores» desde hace ya más de dos décadas, cuando el padre Cacho, un sacerdote de las periferias, los ayudó a crear la primera organización. Antes se llamaban «hurgadores», por hurgar o remover la basura, pero para las clases medias siguen siendo «carritos» que ensucian la ciudad y molestan el tránsito de vehículos.

Según las autoridades municipales, la requisa de «carritos» se debe a que afectan la higiene de la ciudad y porque trabajan los niños, ya que en realidad toda la familia se desplaza junta para la recolección informal de residuos. Para las organizaciones de clasificadores, el problema es que no tienen cabida en el diseño de la política municipal de tratamiento de residuos sólidos, a la vez que se reclaman trabajadores y exigen condiciones dignas para realizar su tarea.

Su principal crítica es que la comuna instaló contenedores de basura sin consultarlos, con lo que deben meterse dentro de las volquetas con el riesgo que eso implica, o introducir en ellas a los niños para que saquen la basura.

Organizarse en los márgenes

En la década de 1970 se prohibió el ingreso de los hurgadores en los vertederos municipales de basura. Esto llevó a los que viven de la recolección y clasificación de residuos a buscarlos antes de que llegaran a los vertederos. De ese modo, los carritos comenzaron a circular por la ciudad, haciendo un recorrido casa por casa a la hora que los vecinos sacan la basura y antes de que sea recogida por los camiones.

A fines de 1970 la dictadura militar realizó un censo de clasificadores para luego proceder a la requisa de carros y caballos. En 1979, los vecinos de uno de los barrios más pobres de Montevideo, Aparicio Saravia y Timbúes, se pusieron en contacto con el padre Cacho, con quien fundaron la Comunidad San Vicente. En la segunda mitad de la década de 1980, la recolección de residuos de las zonas residenciales y del centro fue privatizada, lo que amenazaba la continuidad del trabajo de los clasificadores. Realizaron la primera marcha de «carritos», con la que consiguieron que no se les prohibiera el ingreso a la zona privatizada.

En 1985, alentados por el retorno de la democracia, un grupo de clasificadores que vivían en una cooperativa de viviendas, instaló el primer depósito para pagar mejores precios a los clasificadores y convertirse a su vez en referencia para la organización del sector. El depósito La Redota trabajó siete años, y fue la primera vez que los clasificadores de basura eludían las trampas en las balanzas y los bajísimos precios que les pagan los comerciantes.

En 1990, cuando la izquierda comenzó a gobernar las ciudad de Montevideo, se hizo el primer censo voluntario y se les entregó un carné con la autorización para clasificar basura. En ese primer censo se anotaron 3,008 clasificadores, que fueron creciendo hasta las 9,000 familias que clasifican en la actualidad, o sea unas 30,000 personas sólo en la capital. Si se incluye todo el país, serían unas 50,000 personas que viven de la basura, mucho más que cualquier rama de la industria. Sin embargo, las organizaciones de recolectores informales de residuos sostienen que sólo en Montevideo habría 15,000 «carritos».

Lo curioso, según un reciente documento del municipio de Montevideo y de los ministerios de Desarrollo Social, Medio Ambiente y Trabajo, es que «el crecimiento sostenido de la economía en los últimos años, con aumento del empleo y caída del desempleo de guarismos históricos, no ha llevado a una modificación sustantiva de esos números». Eso indica que la profesión de clasificador se instaló en la sociedad más allá de los ciclos económicos, al igual que sucede con los «cartoneros» en Buenos Aires y otras ciudades argentinas, y los «catadores» de Brasil.

En 2001, gracias a un préstamo de la banca internacional, se crearon tres microempresas de clasificadores que dan trabajo a unas 30 personas. Pero el gran paso adelante fue la creación de la Unión de Clasificadores de Residuos Urbanos Sólidos (UCRUS), en una gran asamblea en abril de 2002, en plena crisis económica durante la cual se duplicó la cantidad de «carritos» en la ciudad. La nueva organización, que tiene un carácter similar a un sindicato, se incorporó a la central de trabajadores PIT-CNT y comenzó negociaciones con el municipio para regularizar el trabajo en el principal vertedero de la capital.

El resultado de las negociaciones fue muy auspicioso. Consiguieron que el municipio les cediera un predio lindero en el que vuelcan su basura 30 camiones (de los 600 que van diaramente al vertedero), para que 150 clasficadores hagan allí su trabajo, lejos de las montañas de basura. Con el tiempo, cuentan con duchas y mesas para trabajar en mejores condiciones. A cambio, se comprometieron a vigilar que no trabajen los niños.

Uno de los pasos más importante lo dieron los clasificadores en 2005 con la creación de la cooperativa Juan Cacharpa, inspirados en la experiencia de los «catadores» de Porto Alegre. Son unas 70 personas que gracias a la cooperación consiguieron cosas que jamás lograrían si trabajaran aisladas. «La mitad de lo que ganamos (entre cinco y ocho dólares diarios) viene del nylon grueso», asegura Walter Pressa.

«Una forma de darle más valor es entregarlo limpio, y eso se hace con una máquina de lavar artesanal. Ese nylon se funde y se transforma en pellets de los que se sacan nuevos productos», señala Eduardo Pérez. También clasifican vidrios por colores, enteros o molidos, y cartón que pretenden exportar a Brasil. Además del trabajo de recogida y clasificación de basura, organizaron clases de lectura y escritura con el apoyo de maestras voluntarias, y con los niños fabrican cámaras fotográficas con envases de tetrapak y latas de conserva que recogen en las basuras.

Las mujeres crearon recientemente la cooperativa Independencia de la Mujer, en el mismo barrio donde la Juan Cacharpa instaló un galpón para clasificar residuos, con ayuda de uruguayos que viven en Canadá. Para mejorar las condiciones de trabajo, llegaron a acuerdos con grupos de vecinos que clasifican sus residuos en el hogar, en barrios residenciales, y de ese modo los recogen ya preclasificado. Luego, trabajan en su galpón, con material limpio y no más en ambientes insalubres.

Una nueva generación de organizaciones

Jorge Meoni, misionero y miembro del programa Uruguay Clasifica del Ministerio de Desarrollo Social, vive la Cruz de Carrasco donde se formaron las primeras cooperativas de clasificadores y acompaña desde hace años diversas experiencias asociativas de los más pobres. Explica que los nuevos emprendimientos nacieron en la misma zona, donde «ya hay una historia de organización, a través de cooperativas, por lo que se hace más fácil la creación de emprendimientos asociativos». La organización mejora el trabajo del recolector ya que «hacen recolección en circuitos limpios de algunos colegios y una empresa, hacen la clasificación y el descarte lo dejan en volquetas que las recoge la intendencia».

Otra experiencia reciente que también acompaña, es la de Villa del Chancho, donde viven 23 familias de clasificadores que se instalaron sobre un vertedero de basura que dejó de funcionar. Ahora están construyendo sus nuevas viviendas con apoyo estatal en un predio donado por una empresa privada. Si a estas iniciativas se les suma la creación de UCRUS en 2002, puede estimarse que el colectivo de clasificadores está transitando nuevas etapas organizativas, más amplias y de mayor alcance de las que promovió en su momento la Comunidad San Vicente, en la década de 1980.

Meoni considera que por el tipo de trabajo que realizan, los clasificadores son muy individualistas y las pocas cooperativas existentes tienen muchas dificultades para sostenerse. Pero observa progresos: «Ahora surgen grupos creados sin intervención externa, gracias en parte a la crisis de 2002. Antes de la crisis, cuando no estaban incorporados a la actividad los obreros desocupados que estuvieron en sindicatos, quizá los clasificadores necesitaran apoyo externo. Ahora hay muchos que vienen de empresas que cerraron, y entonces hay más facilidad para organizarse».

Lo cierto, es que la crisis introdujo otros saberes en el mundo de los clasificadores, sumado al hecho de que en los barrios donde viven, los asentamientos irregulares, durante la crisis de 2002 «tuvieron que juntarse para hacer comedores y merenderos, y eso es un aprendizaje». Cree que la ayuda externa «no es mala», a condición de que el colectivo sea capaz de asegurar «la autonomía y la independencia para no depender de los apoyos que reciban».

El programa oficial Uruguay Clasifica, se propone impulsar ese tipo de emprendimientos y calcula que en los próximos meses pueden llegar a crearse unos 20 en todo el país. Su principal tarea es «el acompañamiento de las reuniones, porque no es sencillo saber cómo hacer una reunión, y tratar de fortalecer la red para que se creen circuitos limpios donde haya separación de residuos, a través de convenios con empresas o con organismos estatales».

En ese sentido, la cooperativa Juan Cacharpa no sólo es referencia, sino que está impulsando a otros clasificadores en otras ciudades a seguir su ejemplo. «Si hubiera políticas públicas que promovieran emprendimientos asociativos de los clasificadores, gran parte del sector podría estar organizado», concluye Meoni.

Las instituciones contra la marginalidad

El documento «Compromiso por la Ciudad y la Ciudadanía», firmado el 22 de julio por la Intendencia Municipal de Montevideo y los ministerios de Trabajo, Vivienda y Desarrollo Social, para erradicar el trabajo infantil y promover la inclusión de los clasificadores de residuos sólidos, señala algo poco común en estos tiempos: «Contrariamente a la ‘teoría del derrame’, hegemónica en otro tiempo en el país, el crecimiento económico con ser necesario no es suficiente para revertir la situación de los colectivos excluidos».

El acuerdo se sostiene en tres bases: el establecimiento de una agenda común, la coordinación entre instituciones y la participación social. El objetivo consiste en diseñar «políticas focalizadas, potentes y sostenidas en el tiempo, que aborden simultánea y concertadamente las dimensiones económica, ambiental y sociocultural de la exclusión». Uno de los rasgos diferenciadores del proyecto es que se propone consultar a los clasificadores, a través de sus diferentes formas asociativas, ya sean sindicales o cooperativas.

Sin embargo, entre los objetivos no figura la erradicación del trabajo de los clasificadores sino su «dignificación», que en buena medida pasa por «la formalización de la actividad», que incluye «las garantías sanitarias con las que se realiza, el reconocimiento social de una actividad ambientalmente necesaria, y en su inserción en políticas de gestión de residuos más amplias». Para ello, se propone la separación domiciliaria de los residuos, la creación de circuitos para su recolección diferenciada y la apertura de plantas de clasificación para el procesamiento de los materiales recogidos.

Para aquellos que deseen abandonar la actividad, se implementarán formas de capacitación que faciliten su inserción en otros sectores laborales, y apoyo crediticio y técnico para formar emprendimientos productivos. La erradicación del trabajo infantil es otro de los ejes de la propuesta, ya que se lo considera «uno de los eslabones clave de las cadenas de la reproducción intergeneracional de la exclusión social». La articulación institucional considera que no hay ciudadanía plena, donde exista trabajo infantil.

De este modo, las autoridades nacionales dan un paso para concertar tres aspectos que hasta ahora aparecían como difíciles de componer en el área de los residuos urbanos: limpieza, trabajo y pobreza. Ello pasaría por un «pacto» entre vecinos, trabajadores y comuna: «Los primeros se comprometen a la separación en origen, los segundos a la previsibilidad y limpieza de la tarea, y la tercera al acompañamiento del proceso, sensibilizando al conjunto de la sociedad sobre temas tales como la conveniencia de la separación y el reciclaje de residuos sólidos».

Pese al apoyo actual de las autoridades, existe un consenso entre los clasificadores acerca de que los procesos colectivos son la única salida posible para el sector, ya sea a través de la formación de cooperativas o asociaciones, que les permitan tener mayores facilidades para conseguir recursos para emprendimientos productivos. Es la forma de salir de la marginalidad con sus propios esfuerzos.

Marginalidad y pobreza

El Censo de Clasificadores del año 2002, concluyó que obtenían un ingreso de 146 dólares anuales por persona. Los estudios del Ministerio de Desarrollo Social concluyen que el 97% se encuentran bajo la línea de indigencia (60 dólares mensuales), y que el ingreso promedio de cada clasificador era, en marzo de 2006, de unos 20 dólares mensuales. Existe común acuerdo no sólo en las dificultades para obtener datos fiables, sino en la variabilidad del trabajo y de los precios en un mercado al que muchos consideran como «mafioso».

El mismo censo estableció que 38% utilizan carro tirado con bicicleta que carga en promedio 44 kilos, el 32% carro con caballo que carga hasta 258 kilos, y el 30% carro tirado a mano con un promedio de 84 kilos.

El 77% de los clasificadores sólo alcanzó a cursar primaria, el 15% secundaria y el 8% la enseñanza técnica. El 6% son menores de 18 años. Muchos piensan como Juan, integrante de una cooperativa que empezó a clasificar en lo más hondo de la crisis, en 2002: «Salí con un carro de mano que me hizo un tío que era herrero. Todo lo que traía me servía: cartón, plástico y si salía lago para comer también. Ganaba más clasificando que cuando era soldado en el cuartel, y no me tenía que aguantar 15 o 20 días de arresto. No tengo los beneficios del hospital, pero gano más».