Uno La crisis de la economía capitalista que se inició en Estados Unidos, y que está centrada ahora en la Unión Europea, ha pasado del pánico durante la mayor quiebra de la historia (la del banco Lehman Brothers, que llevó incluso a un estrafalario Sarkozy a hablar de una «reforma del capitalismo») a una metástasis […]
Uno
La crisis de la economía capitalista que se inició en Estados Unidos, y que está centrada ahora en la Unión Europea, ha pasado del pánico durante la mayor quiebra de la historia (la del banco Lehman Brothers, que llevó incluso a un estrafalario Sarkozy a hablar de una «reforma del capitalismo») a una metástasis financiera que alcanzó los bancos europeos, y que amenaza convertirse en una gangrena por la contracción económica, el estallido de burbujas especulativas como la de la construcción, el aumento del desempleo, el crecimiento de la deuda pública, la reducción de los ingresos fiscales, y la acción combinada de bancos especuladores, fondos buitre y traficantes de toda laya que pretenden aumentar sus beneficios a costa de los países en dificultades, obligados a pagar elevados intereses por sus emisiones de deuda. Los orígenes de la crisis se encuentran más atrás, en tres décadas de desregulación, de liberalización y de eliminación de cualquier límite a la depredación de los propietarios de empresas y capitales.
En ese marco, Estados Unidos está redefiniendo su política en el mundo, pero, pese a las apariencias, no dispone de una estrategia coherente, más allá de formular el deseo de seguir siendo «el país llamado a dirigir el mundo», según mantiene Hillary Clinton, observando los problemas de la Unión Europea con el deseo de que no repercutan al otro lado del océano Atlántico, y estimulando artificialmente el crecimiento de su economía, atenazada por el desempleo y el declive industrial. Su «retorno a Asia», centrando sus objetivos en la contención de China, es un intento de retrasar lo irremediable, es decir: Washington se resiste a aceptar la evidencia de que su tiempo ha pasado, aunque continuará siendo una de las principales potencias del mundo. Está asimilando aún la evidencia de que el colapso de la URSS no ha significado la consolidación de su papel como superpotencia única, porque, sencillamente, el retroceso de su economía no va a permitirle mantener su gigantesco despliegue militar en el mundo.
Washington está forzado a recortar su gasto militar, a consecuencia del dramático déficit que enfrenta su gobierno: la reunión de la OTAN en Chicago, en mayo de 2012, sirvió de escenario para que Obama planteara a sus aliados de la OTAN que asumieran la mitad del gasto previsto para Afganistán: sin embargo, pese al aumento de la contribución alemana (ciento cincuenta millones de euros), los compromisos son endebles y esa realidad ha forzado a convocar una «reunión de donantes» en julio de 2012 en Japón. Constatar los apuros presupuestarios norteamericanos, y el apremio para que los aliados paguen una parte de la factura de sus aventuras militares, es la comprobación de la creciente debilidad de Washington, que se percibe también en el mal estado de sus infraestructuras y en la evidencia de que el país que se considera el centro del mundo ocupa el puesto número 20 en el índice de bienestar mundial.
Un severo déficit fiscal y comercial, agravado por una deuda pública gigantesca (16 billones de dólares, que, si se añaden las deudas de los gobiernos estatales y locales, instituciones financieras y empresas, alcanza casi los 60 billones de dólares, según el criterio europeo para definir billón), impone la austeridad en los gastos militares. La escalada en el presupuesto de esa partida, durante la última década, ha sido enorme, y en gran parte se ha ocultado a la opinión pública gracias al recurso de distinguir entre el presupuesto «normal» del Pentágono y los gastos de guerras como las de Iraq o Afganistán. Obama sigue intentando detener la sangría de gastos en Iraq, traspasando responsabilidades, privatizando la guerra y la ocupación, mientras la ilusión de una victoria en Afganistán se desvanece: las negociaciones secretas con los talibán, el creciente distanciamiento de Karzai, que vela por sus propios intereses y por su futuro personal, y el enquistamiento del caos en Pakistán, ilustran el fracaso de la política exterior norteamericana en Oriente Medio. Iraq y Afganistán son la evidencia del pantano. Pese a la obligación de soltar lastre para remontar algo el vuelo, Washington sigue negándose a aceptar sus responsabilidades por unas guerras criminales que han arrasado países y causado verdaderas carnicerías: Obama proclamó en Chicago que las fuerzas desplegadas en Afganistán son una «misión internacional», omitiendo que la guerra fue iniciada unilateralmente por Estados Unidos, que forzó a sus aliados a implicarse y a enviar tropas porque éstos no supieron o no pudieron negarse, mientras intenta ahora implicar al conjunto de la «comunidad internacional» en la salida del atolladero. Cincuenta países han enviado soldados para ayudar a Washington, y los destacados allí van desde los casi cien mil militares norteamericanos a los tres austríacos; y, para el conjunto de la OTAN, a ciento treinta mil. Obama argumentó que sería una irresponsabilidad abandonar ahora Afganistán, sin preguntarse de qué han servido más de diez años de guerra, la más larga protagonizada por su país, y sin reparar en que la verdadera irresponsabilidad fue iniciar, de nuevo, otra guerra, seguida después por la de Iraq.
Las mayores urgencias del momento para el gobierno de Obama son definir un plazo para la salida de sus tropas de Afganistán, liquidar la guerra, e iniciar la recuperación económica en Estados Unidos y en Europa, con la mirada puesta en la reelección presidencial. Pero Washington, aunque necesita a la Unión Europea como aliada para superar la crisis y como vasallo en los escenarios internacionales, mira cada vez más a Asia, donde crece el desafío a su poder. El desempleo y el trabajo precario continúan atenazando a millones de norteamericanos, y la crisis europea amenaza con extenderse, en otra ironía de la historia: la quiebra que se inició en Estados Unidos con el fraude de las hipotecas-basura, y con la caída de Lehman Brothers, que gangrenó después a los bancos y las instituciones financieras europeas, y después a la deuda pública, puede acabar volviendo a Estados Unidos. Grandes bancos de inversión como Goldman Sachs, que fueron rescatados con dinero público (miles de millones de dólares, todavía no sabemos exactamente la cuantía) por el gobierno norteamericano, son verdaderas oficinas de ladrones, de delincuentes financieros, y ese aire tóxico que se respira en Wall Street puede envenenar a todo el país, que vive un clima de fin de época exorcizado por las tradicionales bravatas y amenazas de su diplomacia y por intervenciones en pequeños países como Libia o Sudán.
Mientras China prosigue su desarrollo, no exento de graves problemas, afectada por la disminución de las exportaciones, Estados Unidos medita sus pasos, aunque la falta de una estrategia coherente para un mundo nuevo la está pagando con el declive de su influencia global. Es imperativo que reduzca su ejército, pero, paradójicamente, eso va a traerle más dificultades en el exterior porque la constatación de muchos de sus aliados de que la hegemonía norteamericana empieza a desvanecerse minará sus alianzas y su despliegue planetario. Pese a ello, pretende aumentar su despliegue militar en la región de Asia-Pacífico, destinando a la zona seis portaaviones, así como la mayoría de sus cruceros y de sus barcos de guerra, con la intención, en palabras de Leon Panetta, de «proyectar nuestra fuerza en la región». Y ello, negando la evidencia, y asegurando que el despliegue «no tiene como objetivo a China». Para Washington, van a acumularse los problemas: ni la austeridad, que compromete el ansiado crecimiento, ni la emisión de más dólares-basura para estimular artificialmente su economía, son soluciones para sus males. Además, el fin del dólar como moneda de reserva internacional se anuncia ya en el horizonte.
Dos
La Unión Europea, que sigue atrapada en el pantano griego, en los rescates a Portugal, Irlanda, tal vez a España e Italia, prisionera de la hipocresía de los financieros de la City londinense, y obsesionada por la contención del déficit público, continúa paralizada, inmersa en debates que siempre llegan tarde a la solución de los problemas, y expectante ante las hipótesis que se abren con el nuevo gobierno francés. Pero las alarmas suenan por todo el continente. Ha dejado de ser una hipótesis disparatada la desaparición del euro, e incluso de la Unión Europea, y se especula con su reconversión en una más limitada alianza económica entre algunos de los actuales países miembros, o su división entre el área germánica y los demás países. Entre la obsesión alemana por el control de la inflación, del déficit y la austeridad, el desdén británico (atado al viejo orgullo insular e imperial, a la subordinación a Washington y a los intereses financieros de la City) y la impotencia francesa, la Unión Europea se enreda entre los sargazos de la falta de una política económica y fiscal común, y la discusión entre partidarios de la austeridad o de nuevos estímulos, dado que algunos sectores económicos especulan con la posibilidad de aflojar el control de la inflación para impulsar de nuevo el crecimiento.
Una irracional política económica, que beneficia a los bancos privados y a Alemania, está añadiendo deudas a varios países, hasta el punto de que todos los ahorros conseguidos en recortes salariales, en la limitación de las garantías sanitarias, del derecho a la enseñanza, de la cuantía de las pensiones y en las inversiones públicas… acaban destinados a pagar el mayor coste de la deuda y en manos de bancos y especuladores. Al mismo tiempo, la cuestión de la hipotética creación de los eurobonos, y la posible imposición de tasas para las operaciones financieras, sigue dividiendo a los países europeos, incapaces de poner freno a la desvergonzada especulación financiera. En otra aparente paradoja, la Unión permite que el Banco Central Europeo facilite gigantescos créditos a los bancos privados a un bajo interés, el uno por ciento, ¡que éstos utilizan para comprar deuda pública a altos intereses a los países con problemas como España o Italia, agravando así la crisis de su deuda, y, de paso, complicando la situación europea.
¿Tiene sentido que algunos países tengan que financiarse a intereses usurarios, como Grecia, Portugal, Irlanda, España, e Italia, mientras Alemania no paga nada por sus emisiones de deuda? ¿Tiene sentido que el BCE entregue dinero a la banca privada al 1% de interés, y no financie directamente a los Estados? Se objeta que los tratados europeos prohíben al BCE financiar directamente a los Estados, pero es obvio que podrían modificarse. De hecho, los técnicos del Ministerio de Hacienda español proponen que el BCE pueda comprar deuda pública de los Estados miembros, para evitar la especulación, al tiempo que defienden la creación de una agencia de calificación europea, y medidas como una mayor tributación empresarial con el aumento del impuesto de sociedades, y la lucha contra el fraude fiscal (las tres cuartas partes del fraude, un verdadero robo al país, se atribuyen a las grandes empresas y grandes patrimonios). Es un problema de voluntad política, y de romper la servidumbre que ata a los gobiernos a los grandes poderes financieros que medran con la especulación.
Al creciente escepticismo de Londres con la Unión Europea, que aunque ya se expresaba en tiempos de Thatcher ha cobrado nuevo ímpetu, al diktat alemán, a la pérdida de peso específico de Francia y la soledad de la periferia europea, a la penuria de Rumania y Bulgaria, y el desdén por las normas de la Unión en Hungría, Polonia y los países bálticos… se une la crisis del euro, el aumento de la desconfianza entre los países y entidades financieras, y el temor a que el proyecto de Unión esté llegando a su fin. Incluso las tentaciones totalitarias, fascistas, rebrotan: desde la impunidad con que actúan los viejos y nuevos nazis en Estonia, Letonia y Lituania, pasando por el fortalecimiento de los fascistas griegos (que empiezan a atacar a extranjeros, a organizar grupos de matones, como en los días de las SA y las SS), del fascismo francés, húngaro y checo, pasando por el aumento de la represión política y la persecución de la izquierda y el encarcelamiento de comunistas, e incluso por la reconversión autoritaria de muchos gobiernos (¡Grecia e Italia están siendo gobernadas por gabinetes que no han surgido de unas elecciones!), que están limitando los derechos democráticos, de forma que la libertad y los derechos ciudadanos se ven cada día más amenazados. La democracia se ha convertido en una soledad acosada.
La práctica unanimidad de los gobiernos europeos insisten en cargar sobre los trabajadores y pensionistas el coste del despilfarro de los responsables políticos y de la incompetencia de los banqueros, y la ceguera en ver que la austeridad ha sido un fracaso, y que, cinco años después del inicio de la crisis, no sólo no se han resuelto la mayoría de los problemas en Europa, sino que se han agudizado, por la lentitud en la toma de decisión y la parálisis a la hora de abordar soluciones eficaces, ha hecho que cunda el escepticismo y el desánimo y que analistas como Krugman empiecen a hablar, incluso, de apocalipsis.
La Unión Europea no se ha fundado sobre la libertad y el trabajo (rasgo que, sin ir más lejos, recoge la Constitución italiana), sino sobre la especulación financiera, la codicia empresarial, el latrocinio, la ausencia de normas para los poderes económicos, el autoritarismo: casi veinte años después de su creación, todas las decisiones relevantes de la Unión han sido tomadas por pequeños grupos de políticos asociados al mundo empresarial, ignorando a la población, desatendiendo las reclamaciones democráticas y las necesidades populares. Pero todo parecía ir bien, aunque ahora el edificio se revela cercado por la carcoma. En los quince años que ha durado el espejismo tras la desaparición de la Europa socialista, la Unión Europea ha compuesto un imaginario de éxito, de prosperidad, un imán para otros países europeos, que se está desvaneciendo. El desconcierto, la falta de un proyecto político claro (¿hasta dónde llega la Unión?), la constatación de que Bruselas representa poco más que un proyecto empresarial, destinado a favorecer una economía capitalista que ya ha mostrado sus límites, el peligro de la fragmentación (que alcanza incluso a algunos de los principales países), y la creciente desconfianza de los ciudadanos, está extendiendo sobre el continente el viento gélido del fracaso. ¿Quién va a apostar por esta hosca Europa que condena a la miseria a países enteros, como Grecia, que sigue atada a las aventuras imperiales de Washington, y que empieza a descubrir sus harapos?
Tres
Moscú inicia una nueva etapa con Putin, tras los fraudes electorales, empeñado en una modernización que sigue sin tener un plan concreto y coherente. En enero de 2011, Medvéded presentaba en Davos el proyecto de modernización de Rusia, con el objetivo de atraer las inversiones occidentales a un mercado, afirmó, que llega desde el Atlántico hasta el Pacífico. Era un programa de privatizaciones en todos los sectores, para hacer atractiva la idea de invertir en el sector financiero, en el energético y en las infraestucturas, aunque manteniendo, según sus palabras, el papel del Estado. Junto a ello, destacó las nuevas ventajas fiscales, la reducción de impuestos, el impulso a un gran eje de investigación (Skólkovo, una suerte de Silicon Valley) que colabore con empresas occidentales y sea capaz de innovar y de atraer tecnología para explotar los yacimientos de hidrocarburos de la plataforma continental rusa, y el objetivo de crear grandes infraestructuras a lo largo de todo el país, de dimensiones continentales.
Por su parte, Putin ha hablado de «una nueva revolución industrial» rusa (consciente de que los caóticos años de Yeltsin destruyeron la gran industria soviética), manteniendo para ello un elevado crecimiento económico, la radical mejora de la productividad y de la tecnología industrial, con el objetivo de convertirse en la quinta potencia económica mundial en apenas ocho años. Dispone de algunas ventajas comparativas: sus abundantes recursos naturales y grandes yacimientos de hidrocarburos; y cuenta, además, con superávit comercial, y la deuda pública rusa, por ejemplo, es apenas el 10 % del PIB, algo que parece un sueño inalcanzable para las economías europeas y norteamericana. Pero también acusa muchas dificultades. El proyecto de desarrollar Siberia y el lejano oriente ruso es ambicioso, pero, hoy, no cuenta con proyectos definidos ni socios fiables, y sólo puede llevarse a cabo en asociación con países como Corea, Japón, y, sobre todo, China, lo que complica su relación con Occidente, y hace que sea improbable que Washington consiga atraer a Rusia a su estrategia contra Pekín. Al mismo tiempo, Putin examina el modelo japonés para la nueva industrialización rusa, porque el disminuido potencial productivo ruso utiliza todavía las instalaciones y maquinaria soviética, y la renovación tecnológica ha sido escasa.
Sin embargo, veinte años de «desarrollo» capitalista, han mostrado sus límites, aunque el país haya superado la postración de la etapa de Yeltsin. Si, por un lado, parece viable impulsar el crecimiento de la economía con la intención de acercarse a los niveles de la Unión Europea, por otro, el hecho de que la nueva presidencia de Putin se plantee seguir ese camino cuando está inmersa en una crisis terminal, hace dudar sobre la existencia de un proyecto estratégico viable y eficaz, tal y como denuncia el Partido Comunista Ruso. La atracción hacia Europa occidental sigue existiendo en Rusia, pero ha cedido a la vista del fracaso en la construcción de una unión política y de sus crecientes dificultades económicas. Pese a todas las hipotecas rusas, la crisis de la Unión Europea ha traído una peculiar paradoja: Rusia parece emerger de nuevo como un poder con proyección de futuro, aunque sus problemas sean enormes, y no se haya avanzado mucho en la articulación de un vasto espacio económico que abarque el conjunto de la antigua URSS, y el retroceso estratégico haya hecho desaparecer buena parte de su autoridad en el exterior, desde Oriente Medio hasta América y África. La influencia en los Balcanes, por ejemplo, es cosa del pasado, y las reticencias hacia Moscú de los nuevos gobernantes de los antiguos países socialistas europeos no han desaparecido, aunque esos países corren el riesgo de quedar atrapados en una tierra de nadie, entre el poder alemán y la nueva Rusia que pugna por recuperar su centralidad estratégica. La cuestión iraní, la crisis siria (donde Estados Unidos se inclina hacia la intervención militar, como en Libia), el escudo antimisiles y la intromisión norteamericana en sus asuntos internos y su actividad en las antiguas repúblicas soviéticas, son puntos de fricción con Washington.
Ucrania juega un papel peculiar en este escenario de crisis, pese a su escasa entidad económica y política. El país sigue sin consolidar sus instituciones y su identidad, escindido entre la atracción natural hacia Rusia y el acercamiento a la Unión Europea. La pretensión del gobierno ucraniano de abrir una perspectiva negociadora para ingresar en un futuro en la Unión Europea, choca con las dificultades del presente, y con la sospecha de que tal vez esa integración no llegue nunca, algo que estimula la reconstrucción de los lazos de los años soviéticos. Pero tampoco hay una visión de futuro clara entre la élite ucraniana. Ucrania sigue escindida entre la declarada apuesta prooccidental de Timoshenko, y la más matizada de Yanukóvich, quien, pese a su supuesta inclinación por Rusia, se declara partidario de ingresar en la Unión Europea, aunque no en la OTAN. La Alianza militar occidental decidió en su reunión de Chicago aprobar una resolución de condena a Ucrania, pese a la presencia de Yanukóvich y el interesado elogio a la contribución ucraniana al despliegue militar de la Alianza. Esa condena occidental por el caso Timoshenko y la exigencia de su liberación, la advertencia sobre la «persecución judicial» en los tribunales, así como las dudas sobre la limpieza con que se celebrarán las elecciones que tendrán lugar a finales de 2012, ilustran la política del palo y la zanahoria que Washington y sus aliados están utilizando con Kiev.
Mientras los partidarios de la aproximación a Rusia, apuestan por la reanudación de los lazos históricos con Moscú (un eje eslavo formado por Rusia, Bielorrusia y Ucrania: curiosamente las mismas repúblicas que, bajo Yeltsin, rompieron la URSS), los sectores partidarios de la aproximación a la Unión Europea dibujan una hosca caricatura de Rusia, y aunque visten de modernidad a la Europa occidental… se oponen a que la elección entre Moscú y Bruselas sea decidida por el pueblo en una consulta popular, rasgo indicador de dónde están las simpatías de la mayoría de la población ucraniana. El gobierno norteamericano y los órganos de planificación de la OTAN son conscientes de la importancia de Ucrania para el futuro de Europa. Ucrania vive una aguda crisis económica, pero su papel puede ser muy importante en la definición de los nuevos poderes europeos: su hipotética apuesta por Moscú reforzaría el proyecto de Unión aduanera y económica de Putin, consolidaría la nueva potencia rusa y disminuiría el peso relativo de los restos de la Unión Europea.
* * *
No es exagerado afirmar que la Unión Europea, Estados Unidos, Rusia y el sistema financiero internacional está en manos de ladrones, de verdaderos gánsters. Las conquistas democráticas de los ciudadanos están en peligro, y los gobiernos de todos los países capitalistas desarrollados impulsan el desmantelamiento de derechos y el empeoramiento de las condiciones de vida de la población. En el juego de grandes potencias que está dibujando un nuevo equilibrio mundial, parece ausente la voz de los ciudadanos y de los trabajadores, aunque las protestas aumentan.
La Unión Europea desfallece. Un eje Berlín-París-Moscú hubiera podido ser una apuesta de futuro para Europa (recuérdese que un embrión de ello se vio en 2003, con el rechazo de esas tres capitales a la intervención norteamericana en Iraq, pero esa posibilidad, bien vista por Putin, no ha avanzado) frente a las viejas y nuevas superpotencias, Estados Unidos y China, pero la crisis de sus instituciones, el empecinamiento en una apuesta liberal, escasamente democrática, dominada por los poderes financieros y por los especuladores de Londres y Frankfurt, está haciendo que el horizonte se desvanezca. Si la crisis se agrava y Alemania se desprende de sus compromisos con el resto de la Unión, puede aparecer en el gobierno alemán la tentación de acercarse a Rusia para configurar un eje Moscú-Berlín que no sería visto con desagrado por Putin.
Rusia es una incógnita: si Putin consigue articular una propuesta de modernización creíble, que incorpore a las nuevas generaciones, que industrialice de nuevo el país, que renueve los lazos con las otras repúblicas soviéticas, y si construye un poder equidistante entre la Unión Europea y China, puede ser una de las potencias protagonistas del futuro. Aunque también podría hacerlo recuperando las energías que hicieron del sóviet y del socialismo un punto de referencia mundial: esa es, al menos, la propuesta del Partido Comunista, que continúa siendo el baluarte de la oposición al poder de Putin.
Estados Unidos está asomándose a peligrosas tentaciones, de las que la guerra y el terrorismo son las peores. Recuérdese que Obama firma sin sobresaltos condenas a muerte de «sospechosos» en la siniestra kill list, lo que ilustra el grado de degradación moral al que ha llegado la élite que dirige el país. La reorientación de su poder militar hacia China, el despliegue del «escudo antimisiles» contra Rusia, el acoso a Irán, incluso las provocaciones que pueda lanzar Israel, configuran un sombrío escenario que justifica plenamente el temor de los ciudadanos por su futuro, y, aunque Estados Unidos va a resistir los nuevos vendavales en mejores condiciones que la Unión Europea, el tiempo de su supremacía está llegando a su fin, aunque eso no signifique que los próximos años vayan a ser felices.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.