El 10 de diciembre de 2009, día mundial de los derechos humanos, Barack Obama recibía el premio Nobel de la Paz. Curiosamente, en su discurso de agradecimiento, hacía un alegato de defensa de la «guerra justa». Son las contradicciones de las que se alimenta el sitema imperante. Obama declaraba de manera literal que la guerra, […]
El 10 de diciembre de 2009, día mundial de los derechos humanos, Barack Obama recibía el premio Nobel de la Paz. Curiosamente, en su discurso de agradecimiento, hacía un alegato de defensa de la «guerra justa». Son las contradicciones de las que se alimenta el sitema imperante. Obama declaraba de manera literal que la guerra, «es justa si cumple ciertas condiciones: que sea de último recurso o en defensa propia; si la fuerza usada es proporcional y si, siempre que sea posible, se libra a los civiles de la violencia.» Los precedentes del premio en cuestión ayudan a entender mejor la elección de Obama como Nobel de la Paz en 2009. Obviando el no poco significativo hecho de que el nombre del premio lo ponga el señor que descubrió la dinamita, me detendré en dos nombres que pueden aclarar bastante lo que significa este «preciado galardón.
Mohandas Karamchand Gandhi, un hombre que rechazaba la lucha armada y predicaba la no violencia como medio para resistir al dominio británico en la India. Un hombre que instaurando nuevos métodos de lucha pacifista como huelgas, protestas silenciosas o huelgas de hambre, puso en jaque al poderoso imperio británico y fue clave en la consecución de la independencia del pueblo Hindú. Un hombre, que para el jurado de los afamados premios noruegos, no mereció ser galardonado con el mismo.
Sin embargo, si que lo fue un hombre al que Gore Vidal definío con razón como «el mayor criminal de guerra que anda suelto por el mundo», Henry Kissinger. El señor Kissinger, nobel de la paz en 1973, fue el cerebro de lo que se dio en llamar Operación Cóndor, un plan general de eliminación de opositores destinado a combatir el comunismo en América Latina. Bien conocida es su participación activa en la preparación del golpe de estado de Pinochet en Chile, su apoyó a la junta militar argentina que tomó el poder por la fuerza en 1976, y a la que estimuló para organizar la brutal política de eliminación y «desaparción» sistemática de opositores al régimen que recibió el denigrante nombre de «Proceso de reorganización Nacional». Se implicó directamente en los bombardeos de Vietnam, Laos y Camboya, y fue el bastión occidental del general indonesio Suharto, que perpetró un atroz genocio sobre la población civil de Timor Oriental.
Teniendo en cuenta estos antecedentes, no es de extrañar que un señor que acaba de ordenar el envío de un mayor contingente militar a Afganistán, reciba el premio Nobel de La Paz.
La Paz que aquí se premia es la Paz impuesta por la fuerza, la Paz destinada a mantener el orden político, económico y social imperante. Un orden mundial que necesita de su «Paz armada» para mantener salvaguardados los intereses de las grandes empresas multinacionales y los grandes hombres de negocios que son los verdaderos adalides del sistema. Una paz que cuesta al mundo la muerte de 24.000 personas al día según estimaciones de la O.N.U., que tiene a poblaciones enteras sumidas en la miseria, que obliga a los trabajadores de medio mundo a trabajar en unas condiciones infrahumanas para que los consumidores del primer mundo atesoren unas condiciones de vida medianamente aceptables. Una paz que supone que el 20 % de la población mundial acapare el 80 % de la riqueza. Una paz que hace que los continentes más ricos del mundo en recursos naturales, África y América Latina, sean explotados por occidente y condenados a ser los principales focos de miseria del planeta. Una paz que difunde valores como la «competencia», la «propiedad privada», las «capacidades individuales», «el esfuerzo personal» o «la imagen», como únicas fuentes para alcanzar el éxito. Una paz que no otorga las mismas posibilidades a todos los ciudadanos, una paz que defiende las diferencias sociales y económicas para favorecer los intereses de aquellos que la imponen.
La «Paz», concepto secuestrado y mal usado por el neoliberalismo que nos gobierna, no debe limitarse a la ausencia de conflictos bélicos. A diario, se usa la violencia contra la población civil y trabajadora de mil maneras posibles. Los despidos, la explotación laboral, la miseria, el hambre, los privilegios de unas culturas sobre otras, el no tener acceso a los derechos básicos como la sanidad, la vivienda, el trabajo o la educación, son, entre otras muchas que nombrar aquí sería imposible, formas de violencia distintas de la guerra armada. La paz significa no solo desarme, sino igualdad social y política, significa respeto por los derechos humanos, por las divergencias culturales del mundo, y por el medio ambiente. Significa un reparto justo, colectivo e igualitario de la riqueza, y para alcanzarlo, ha de existir un sistema que garantice estas necesidades básicas e inalienables del ser humano. Evidentemente, el capitalismo, no es tal sistema.
Rebelión ha publicado este artículo con permiso del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.