Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Introducción del editor de Tom Dispatch:
Mark Danner, los generales Bin Laden y Bush
Hoy, notablemente como siempre, Mark Danner hace un balance de la fracasada Guerra contra al Terror del presidente en el exterior. Algún día, también tendremos que hacer un balance completo de la Guerra contra el Terror en el interior de George W. Bush. Después de todo, hablando conceptualmente, la Guerra contra el Terror estuvo en el centro de todo lo que él y sus máximos funcionarios esperaban de un gobierno – de, como lo llamaban, un «ejecutivo unitario» que no estuviera restringido por las limitaciones y los controles ni del Congreso ni de los tribunales. El anuncio (no la declaración) de «guerra» fue, en los hechos, una necesidad para este gobierno, la única palanca disponible con la cual extraer una presidencia de comandante en jefe de los ataques del 11 de septiembre de 2001.
Sin la Guerra contra el Terror autoproclamada por el presidente, no habría habido «guerra» alguna, y por lo tanto no se podría invocar alguna atmósfera «bélica» o una presidencia de «tiempos de guerra» para intimidar al Congreso para obtener su respaldo en la futura guerra elegida por Bush en Iraq. Sin «guerra» y «tiempos de guerra», hubiera sido imposible arrastrar con tanta facilidad al pueblo estadounidense para aplicar «reglas de guerra» aplicadas desde el complejo carcelario de Guantánamo en Cuba y la Base Aérea Bagram en Afganistán a Abu Ghraib en Iraq. De otro modo, como recientemente señalaran Philip Gourevitch y Errol Morris en New Yorker, ¿cómo podrían responsables y comandantes estadounidenses haber designado a los prisioneros capturados por los militares de EE.UU. en Iraq como «detenidos de seguridad,» una etiqueta que había ganado adeptos en la guerra contra el terror, para describir a «combatientes ilegales» y a otros prisioneros a los que se había negado la condición de prisioneros de guerra y que pudieran ser mantenidos indefinidamente, en aislamiento y secreto, sin recurso a los tribunales.
Toda esperanza que los máximos responsables del gobierno Bush tenían de su futuro poder dependía de la Guerra contra el Terror que precedió por doquier a la guerra real. Es verdad que, en la Primera Guerra Mundial, no 19 secuestradores, sino un solo asesino provocó la movilización de los ejércitos de todas las Grandes Potencias de Europa, lo que ciertamente condujo a la guerra global. Pero, después del 11-S, sólo una potencia se movilizó gracias a la provocación de 19 hombres (y las bandas dispersas detrás de ellos), lo que significó, según las normas de la historia, que no habría guerra alguna. Sólo agresión.
Todavía tiene que surgir el equivalente de un Cálculo Nacional de Inteligencia sobre la toma del poder interior que el presidente y sus hombres (y unas pocas mujeres) creían que llevaría no sólo a una Pax Americana, sino a una Pax Republicana interior. Pero que el antiguo jefe de la mayoría en la Cámara de Representantes, Dennis Hastertla, perdiera recientemente su escaño en Illinois, de lo que se tomó poca nota, – en una contienda en la que un aporreado Comité Nacional Republicano del Congreso invirtió 1,2 millones de dólares (un 20% del dinero en sus arcas) contra un candidato demócrata neófito – es una espectacular señal de que la Pax Republicana de Bush puede ser mucho menos que generacional. Mientras tanto, consideremos con Mark Danner, autor hace muy poco de «The Secret Way to War» [El camino secreto a la guerra], la suerte de esa Pax Americana global que debía posibilitar la Guerra contra el Terror. Tom.
[Este ensayo fue adaptado de un discurso presentado por primera vez en febrero en la Décima Conferencia de Seguridad de Asia en el Instituto para Análisis de Seguridad y Defensa en Nueva Delhi.]
Contemplar – como lo hago con el que tengo frente a mí – un mapa de Bagdad anterior a la guerra, con vecindarios sectarios trazados en azul, rojo y amarillo, es ver un Bagdad perdido, un Bagdad de nuestros sueños. Mi mapa de 2003 está coloreado sobre todo en un amarillo bastante neutral, indicando los vecindarios «mixtos,» predominantes hace sólo cinco años. Al tomar un mapa contemporáneo uno se enfrenta a una confusión de color brillante: el azul chií se ha mudado irrevocablemente desde el este del Tigris; el rojo suní ha huido ante su llegada, a medida que las milicias chiíes empujaban inexorablemente a los suníes hacia el oeste, hacia Abu Ghraib y la provincia Anbar, y casi afuera de la propia capital. Y al parecer, por doquier, el amarillo pálido de esos vecindarios mixtos ha desaparecido, obliterado en los meses y años de guerra sectaria.
Comienzo con esos mapas movido por una pasión por algo concreto, mientras tanteo en lo abstracto, luchando por cuantificar lo incuantificable. ¿Cómo arreglárselas para «hacer un balance» de la Guerra contra el Terror? Es una bestia tan extraña como una de esas criaturas mitológicas que es en parte cabra, en parte león, en parte hombre. Tomemos un momento e identifiquemos cada una de esas partes. Porque si miramos de cerca sus contornos deformes, podemos ver en la Guerra contra el Terror:
Una parte de lucha contra la guerrilla en la montaña, como en Afganistán;
Una parte de guerra a tiros y a la vez ocupación y a la vez contrainsurgencia, como en Iraq;
Una parte de espionaje, lucha clandestina de espía contra espía, librada en silencio – «del lado oculto,» como lo describió hace poco el vicepresidente Dick Cheney, después del 11-S – en un vasto territorio que va del sur de las Filipinas al Magreb y al Estrecho de Gibraltar;
Y finalmente, la Guerra contra el Terror, que es posible que sea su mayor parte: Guerra Virtual – una lucha continua, permanente, y en su continua utilidad política no diferente por entero de la famosa guerra mundial de Orwell entre Eurasia, Extremo Oriente, y Oceanía que ilimitada en el espacio y el tiempo, interminable, en permanente expansión.
Copos de nieve que caen sobre el Guerra contra el Terror
El presidente Bush anunció esta guerra virtual tres días después del 11 de septiembre de 2001, de modo bastante apropiado en la Catedral Nacional en Washington, cuando dijo a los estadounidenses que «nuestra responsabilidad ante la historia ya está clara: responder a estos ataques y librar al mundo del mal.»
Palabras sorprendentes de un líder mundial – declarando que «libraría al mundo del mal.» Por si alguien pensara que podría haber oído mal la dimensión de la ambición del presidente, se cuidó de que la Estrategia Nacional de Seguridad, publicada unos pocos meses después, especificara que «el enemigo no es un régimen político aislado, o una persona, o una religión o una ideología. El enemigo es el terrorismo – violencia premeditada, políticamente motivada, perpetrada contra inocentes.»
De nuevo, una declaración notable, como numerosos comentaristas no tardaron en señalar; porque declarar la guerra al «terrorismo» – una técnica bélica, utilizada no contra un grupo u objetivo identificable – simplemente carecía de precedentes y, por cierto, era desconcertante en sus implicaciones. Como me señalara un especialista en contrainsurgencia: «Declarar la guerra al terrorismo es como declarar la guerra al poder aéreo.»
Seis y medio años después, el mal sigue entre nosotros y lo mismo pasa con el terrorismo. En mi busca de un punto inicial para el balance de esos años, me encuentro en la triste posición de ponderar afectuosamente en lo que ha pasado con dos de las palabras más tristes del idioma inglés: Donald Rumsfeld.
¿Lo recuerdan? A fines de octubre de 2003, cuando estuve en Bagdad observando el lanzamiento de la así llamada Ofensiva de Ramadán – cinco atentados suicidas simultáneos, comenzando con uno en la central de la Cruz Roja, cuyas secuelas en llamas presencié – el entonces Secretario de Defensa Rumsfeld se encontraba en Washington, y seguía negando que hubiera una insurgencia en Iraq. También estaba redactando uno de sus famosos «copos de nieve,» esos memorandos de última hora que solía hacer llover sobre sus empleados aterrorizados del Pentágono.
Ese copo de nieve en particular, con fecha 16 de octubre de 2003, con el título «Guerra Global contra el Terrorismo,» suena casi patético actualmente, ya que el Secretario de Defensa anda a tientas tratando de definir la guerra que le ha tocado librar: «Hoy carecemos de sistemas de medidas para saber si estamos ganando o perdiendo la guerra global contra el terror.» «¿Estamos capturando, matando o haciendo desistir, o disuadiendo, a más terroristas cada día que los que las madrazas y los clérigos radicales están reclutando, entrenando y desplegando contra nosotros?»
Rumsfeld formula la pregunta correcta, porque más allá de las medidas obvias como el número de ataques terroristas en todo el mundo – que han aumentado continua y precipitadamente desde el 11-S (para 2006, el último año para el que hay cifras del Departamento de Estado, en cerca de un 29%, a 14.338); y las algo más sutiles como el porcentaje de los que en Oriente Próximo y en el mundo musulmán más allá, tienen opiniones desfavorables sobre EE.UU. (que aumentaron rápidamente después de la invasión de Iraq y han bajado sólo un poco desde entonces) – aparte de esos tipos de cifras que, por varios y obvios motivos, son en sí problemáticas, la cuestión clave es; «¿Cómo se «realiza un balance» de la Guerra contra el Terror? A fin de cuentas, como percibió el Secretario Rumsfeld, se trata de un juicio político porque, en su esencia, tiene que ver con la evolución de la opinión pública y la disposición de aquellos con ciertas simpatías políticas de pasar de sostener esas opiniones a actuar en su apoyo.
¿De qué «sistemas de medidas» disponemos para contabilizar el progreso de esta «evolución»? Bueno, de ninguno, en realidad – pero tenemos las cautelosas opiniones de las agencias de inteligencia, notablemente esta declaración bastante explícita del Cálculo Nacional de Inteligencia (NIE) del gobierno de EE.UU. de abril de 2006, intitulado «Tendencias en el Terrorismo Global: Implicaciones para EE.UU.,» que dice en parte: «Aunque no podemos medir con precisión la dimensión de la propagación» – de nuevo esas medidas – «un nutrido grupo de informes de toda clase de fuentes indica que activistas que se identifican como yihadistas, aunque siguen siendo un pequeño porcentaje de los musulmanes, aumentan tanto en cantidad como en distribución geográfica. Si esta tendencia continúa, las amenazas a los intereses de EE.UU. en el país y en el exterior se harán más diversas, llevando a un aumento de los ataques en todo el mundo.»
Palabras sombrías, y a pesar de todo ese informe de 2006 parece positivamente optimista, al compararlo con dos informes de un año después, ambos filtrados en julio de 2007. Un Cálculo Nacional de Inteligencia intitulado «La Amenaza Terrorista en el Interior de EE.UU.» señaló que al Qaeda había logrado – en el resumen del Washington Post – reestablecer «su organización central, infraestructura de entrenamiento y líneas de comunicación global,» durante los dos años anteriores y había colocando a EE.UU. en un «entorno de elevada amenaza… El interior de EE.UU. enfrentará una amenaza persistente y creciente durante los próximos tres años.»
Este NIE – la opinión combinada de las principales agencias de inteligencia del país – sólo confirmó un informe que había sido filtrado un par de días antes del Centro Nacional de Contraterrorismo, tristemente intitulado «Al Qaeda mejor posicionado para atacar a Occidente.» Este informe concluyó que al Qaeda, en boca de un funcionario que informó sobre su contenido a un periodista del Christian Science Monitor, era «considerablemente más fuerte desde el punto de vista operativo que hace un año,» «Se ha reagrupado en una medida no vista desde 2001,» y ha logrado crear «el programa de entrenamiento más robusto desde 2001, con interés en el uso de agentes europeos.» Otro responsable de los servicios de inteligencia, resumiendo el informe para Associated Press, presentó una conclusión directa y poco prometedora: al Qaeda, dijo, «muestra más y más capacidad de planificar ataques en Europa y EE.UU.»
Ante estos sombríos resultados, hay que volver a uno de los pasajes más impresionantes en el «copo de nieve» del Secretario Rumsfeld, publicado para que cayeran revoloteando sobre sus pobres subordinados del Pentágono en esos días de miras estrechas de octubre de 2003. Después de preguntarse por los sistemas de medidas, y lo que podía y no podía ser medido en la Guerra contra el Terror, el Secretario de Defensa formuló una pregunta crítica: «¿Necesita EE.UU. crear un plan amplio, integrado, para detener a la próxima generación de terroristas?»
Para mí, lo impresionante es que Mr. Rumsfeld sea incapaz de ver que, en efecto, él y su jefe ya habían «creado» el «plan amplio, integrado» que estaba pidiendo. Fue llamado la Guerra de Iraq.
El general Bin Laden
Que la Guerra de Iraq «alimenta la propagación del movimiento yihadista,» como lo describió el Cálculo Nacional de Inteligencia 2006, ha sido una perogrullada en los informes de inteligencia desde el comienzo de la guerra; de hecho, desde antes que comenzara. «El conflicto de Iraq se ha convertido en la cause célèbre para los yihadistas, alimentando un profundo resentimiento por la intervención estadounidense en el mundo musulmán y cultivando el apoyo para el movimiento yihadista global» – este punto del NIE 2006 es verdaderamente un ejemplo de una «crónica de una guerra anunciada» (un préstamo de García Márquez). En los hechos, ese NIE cita la «yihád Iraq» como el segundo de cuatro factores «que alimentan el movimiento yihadista,» junto con «agravios arraigados, como ser la corrupción, la injusticia, y el temor de la dominación occidental, llevando a la cólera, la humillación, y a un sentido de impotencia»; «el ritmo lento de verdaderas y sostenidas reformas económicas, sociales y políticas en numerosas naciones musulmanas»; y «omnipresentes sentimientos anti-EE.UU. entre la mayoría de los musulmanes.»
Todo intento de «hacer un balance de la Guerra contra el Terror» tiene que comenzar por el triste hecho de que la historia de la guerra también se ha convertido en gran parte en la historia de la guerra en Iraq, y que la historia de la Guerra en Iraq (dejando de lado toda discusión de la así llamada Oleada) ha sido en cierto grado un desastre no mitigado para la seguridad de EE.UU. y para la posición de EE.UU. en Oriente Próximo y en el mundo. Lo que significa que contar la historia de la Guerra contra el Terror, media docena de años después – y «hacer un balance» de esa Guerra – se funde inevitablemente con la triste historia de cómo esa así llamada guerra, la extraña y multiforme bestia que es, se incorporó en un intento atrevido e incompetente en extremo de ocupar y rehacer a un importante país árabe.
La historia en líneas más amplias se reduce a un asunto de dos estrategias y dos generales: el general Osama bin Laden y el general George W. Bush. El general bin Laden, ha estado conduciendo, desde el comienzo, una campaña de tortuosidad y de provocación: es decir, los objetivos en última instancia de bin Laden son los así llamados regímenes blasfemos del mundo musulmán – sobre todo, entre ellos, el régimen de Mubarak en Egipto y la Casa de Saud en la península arábiga – que espera derrocar y suplantar con un Nuevo Califato. Para bin Laden, estos son los «enemigos cercanos,» que basan su existencia en el apoyo vital del «enemigo lejano,» EE.UU. Al atacar a este enemigo lejano, desde mediados de los años noventa, bin Laden esperaba llevar a vastas cantidades de nuevos reclutas musulmanes a unirse a al Qaeda y debilitar el apoyo de EE.UU. para los regímenes de Mubarak y Saud. Esperaba tener éxito, mediante la oblicuidad, en «cortar las cuerdas de las marionetas,» conduciendo en última instancia al colapso de esos regímenes.
En este sentido, el 11-S resultó ser la culminación de una estrategia a largo plazo, después de una serie de ataques de creciente letalidad desde mediados a fines de los años noventa, en Riyadh, Nairobi, Dar es Salaam, y Aden. Los atacantes del 11-S utilizaron como su arma máxima no aeronaves transcontinentales o corta-cartones sino el televisor – porque la imagen fue la verdadera arma ese día, la imagen abrumadoramente poderosa del derrumbe de las torres – utilizada no sólo para «mancillar la cara del poder imperial» (la descripción de Menachim Begin de lo que hacen los terroristas), sino también para provocar a EE.UU. a atacar profundo en el mundo islámico.
Es obvio en varios documentos y en el asesinato, días antes del 11-S, del líder de la Alianza afgana del Norte, Ahmed Shah Masud, que bin Laden esperaba este contraataque estadounidense en Afganistán, lo que habría dado a al Qaeda la oportunidad de hacer con la superpotencia restante lo que había hecho – en todo caso ése es el mito – con la Unión Soviética doce años antes: atrapar a sus arrogantes, gigantescas, fuerzas armadas en un cenagal y, mediante una paciente e incansable guerra de guerrillas, forzarlas a retirarse en ignominiosa derrota. En todo caso, desde luego, los estadounidense, basándose en bombardeos aéreos y las fuerzas terrestres de sus aliados afganos en la Alianza del Norte, evitaron el cenagal de Afganistán – por lo menos en esa fase inicial en el otoño de 2001 – y en su lugar ofrecieron a bin Laden un regalo mucho mayor. En marzo de 2003, invadieron Iraq, un país islámico mucho más importante y mucho más cercano al corazón de las preocupaciones árabes.
El general Bush
¿Por qué lo hizo el general George W. Bush? Careciendo de legitimidad y en la defensiva política, el presidente y su gobierno actuaron instantáneamente para transformar la Guerra contra el Terror en una cruzada ideológica, construida implícitamente como una Nueva Guerra Fría.
«Odian nuestras libertades,» dijo Bush al Congreso y a la nación unos pocos días después de los ataques del 11-S. «Nuestra libertad de expresión, nuestra libertad de votar y de reunirnos y de estar en desacuerdo con otros… No nos engañan sus pretensiones miedosas. Lo hemos visto antes. Son los herederos de las asesinas ideologías del Siglo XX. Al sacrificar la vida humana para servir sus visiones radicales – al abandonar todo valor excepto su voluntad de poder – siguen el camino del fascismo, y del nazismo, y del totalitarismo. Y seguirán ese camino hasta el fin, a donde termina: en la tumba anónima de las mentiras descartadas,»
Pintando un cuadro espeluznante de una Nueva Guerra Fría en la que terroristas tienen el rol de comunistas, Bush unió al país detrás de la Guerra contra el Terror, erradicando las sutilezas de la lucha contra al Qaeda, y con ellas la crítica de la política para Oriente Próximo de EE.UU., implícita en el ataque. «Esto no tiene que ver con nuestras políticas,» como lo describiera Henry Kissinger poco después del ataque. «Tiene que ver con nuestra existencia.» Desde este punto de vista, el ataque tuvo lugar no por lo que EE.UU. hizo realmente en Oriente Próximo – a qué regímenes apoyó, por ejemplo – sino por lo que representa: las aspiraciones universalistas que simboliza. Iraq se hizo rápidamente parte de esa cruzada: la gran lucha por proteger, y ahora por propagar, la libertad y la democracia.
Se puede discutir largo y tendido sobre las raíces de la Guerra de Iraq, pero a fin de cuentas hay que extraer una serie de compulsiones realistas (relacionadas centralmente con la restauración de la credibilidad estadounidense y del poder disuasivo estadounidense) y aspiraciones idealistas (formadas alrededor del así llamado efecto Dominó Democrático). El caso realista fue bien resumido, una vez más, por Henry Kissinger, quien, cuando un escritor de discursos de Bush le preguntó por qué apoyaba la Guerra de Iraq, respondió: «Porque Afganistán no fue suficiente.» En el conflicto con el Islam radical, continuó: «Quieren humillarnos y tenemos que humillarlos a ellos.» La guerra de Iraq era esencial a fin de dejar en claro que «no vamos a vivir en el mundo que ellos quieren imponernos.»
Ron Suskind, en su excelente libro «The One Percent Doctrine [La doctrina del uno por ciento], dice lo que es esencialmente el mismo punto en términos «geoestratégicos», informando que, en reuniones del Consejo Nacional de Seguridad en los meses después de los ataques del 11-S, la principal preocupación «fue convertir a [Sadam] Husein en un ejemplo, crear un modelo demostrativo para guiar la conducta de cualquiera con la temeridad suficiente para adquirir armas destructivas o, de alguna manera, despreciar la autoridad de EE.UU.»
Junto a esto hubo el «tsunami democrático» que seguiría al triunfo de choque y pavor sobre Sadam. Azotó a todo Oriente Próximo de Iraq a Irán y luego a Siria y Palestina. («El camino a Jerusalén» – era el evangelio neoconservador en la época – «pasa por Bagdad») Como escribí en octubre de 2002, cinco meses antes de que fuera lanzada la Guerra de Iraq, esta visión fue detallada y bien elaborada:
«Tras la noción de que una intervención estadounidense convertirá a Iraq en la ‘primera democracia árabe’, como lo describió el Secretario Adjunto de Defensa, Paul Wolfowitz, se encuentra un proyecto muy ambicioso. Imagina un Iraq post Sadam Husein – secular, de clase media, urbanizado, rico en petróleo – que reemplazará la autocracia de Arabia Saudí como el aliado clave de EE.UU. en el Golfo Pérsico, permitiendo el retiro de las tropas de EE.UU. del reino. La presencia de un ejército estadounidense victorioso en Iraq serviría entonces como un estímulo poderoso para elementos moderados en el vecino Irán, acelerando la evolución de ese país crítico lejos de los mullahs y hacia un curso más moderado. Una evolución semejante en Teherán llevaría al retiro del apoyo iraní a Hizbolá y a otros grupos radicales, aislando así a Siria y reduciendo la presión sobre Israel. Este menoscabo de los radicales en las fronteras septentrionales de Israel y dentro de Cisjordania y Gaza sería el fin definitivo de Yasir Arafat y llevaría eventualmente a una solución favorable del problema árabe-israelí.
«Esta es una visión de gran alcance e imaginación: exhaustiva, profética, evangélica. En sus ambiciones, es totalmente extraña a la modestia de la contención, a la ideología de una potencia del status-quo que estuvo al centro de la estrategia de EE.UU. durante medio siglo. Significa rehacer el mundo, ofrecer una respuesta política a una amenaza política. Representa un gran paso en el camino hacia la visión final del presidente Bush del ‘triunfo de la libertad sobre sus enemigos de hace mucho tiempo.»
Hay dos factores subyacentes a esta visión que pueden ser identificados: primero el gran entusiasmo por una política exterior moralista basada en principios universalizados y la reforma democrática que data del principal rival de la contención, el movimiento de «rollback» [hacer retroceder] de los años cincuenta, y eso ha sido revivificado por la estremecedora serie de revoluciones europeas orientales de fines de los años ochenta y por escenas de triunfo democrático popular con la ayuda de EE.UU. (como se pensó que era el caso) en Afganistán; y, en segundo lugar, el reconocimiento de que el terrorismo, a fin de cuentas, era un problema político que surgía del orden autoritario calcificado en Oriente Próximo y que sólo una dosis de «desestabilización creativa» podía estremecer ese orden. «La transformación de Oriente Próximo,» en boca de Condoleezza Rice, «es la única garantía de que ya no seguirá produciendo ideologías de odio que llevan a hombres a maniobrar aviones contra edificios en Nueva York y Washington.»
Esta última percepción – que el terrorismo tal como atacó a EE.UU. surgió de factores políticos y que sólo podía ser enfrentado y derrotado con una reacción política – me parece más allá de toda duda. El problema que afrontó el gobierno, o más bien no quería afrontar, fue que el orden calcificado que forma la raíz del problema era precisamente el orden que, durante casi seis décadas, había sido conformado, guiado, y sostenido por EE.UU. Vemos un reconocimiento explícito de este hecho en el informe «Bletchley II» preparado después del 11-S por una serie de intelectuales próximos al gobierno por presión del Departamento de Defensa: «El análisis general,» dijo uno de sus autores a Bob Woodward del Washington Post, «fue que Egipto y Arabia Saudí, de donde provenía la mayoría de los secuestradores, constituían la clave, pero que los problemas en esos países son intratables. Irán es más importante… Pero Irán era similar en la dificultad de visualizar la manera de encararlo. Sadam Husein era diferente, más débil, más vulnerable…»
Una guerra muy complicada
En este sentido, muchos de los principales partidarios de la Guerra de Iraq en el gobierno de Bush formaban parte de una especie de fuerza de guerrilla dentro del gobierno de EE.UU., combatiendo contra un alineamiento estratégico de larga duración en Oriente Próximo. Esta condición de guerrilla, que definía a muchos de los veteranos más conocedores de Oriente Próximo como enemigos que debían ser aislados e ignorados, ayuda a explicar, por lo menos en parte, muchas de las extraordinarias incompetencias y desastres de la guerra en sí. Que las raíces de la guerra estén en rematada oposición a la política establecida de EE.UU. también ayuda a explicar el enigma central de la actual posición estratégica de EE.UU. en Iraq y Oriente Próximo. Esto me lo definió con concisión y aplomo típicos Ahmed Chalabi. «La tragedia estadounidense en Iraq,» dijo Chalabi, «es que sus amigos en Iraq están aliados con sus enemigos en la región, y sus enemigos en Iraq están aliados con sus amigos en la región.»
La concisión e ingenio de Chalabi son admirables (y típicos); pero lo que afirma, si se mira el mapa, es obvio. EE.UU. ha posibilitado el ascenso al poder en Iraq de un gobierno chií que está aliado con su mayor antagonista geopolítico en la región, la República Islámica de Irán. Y EE.UU. ha estado combatiendo con gran persistencia y resultados evidentemente mixtos una insurgencia suní que está aliada con los saudíes, los jordanos, y sus antiguos amigos entre las autocracias suníes del Golfo.
Es otra manera de decir que la política de EE.UU. edificada en la famosa reunión entre el presidente Franklin D. Roosevelt y el rey ibn Saud a bordo del crucero de Roosevelt en Great Bitter Lake cerca del fin de la Segunda Guerra Mundial – una política que preveía una alianza vital, con beneficios para las dos partes, y duradera, entre los saudíes y los estadounidenses – puesta gravemente en duda por los insurgentes saudíes en los controles de esos poderosos aviones del 11 de septiembre, y ahora hecha añicos en el ataque estratégico perpetrado por lo insurgentes del gobierno de Bush dirigidos por Paul Wolfowitz y sus socios. Su «desestabilización creativa» apuntaba no sólo al Iraq de Sadam Husein, sino a más de medio siglo de política estadounidense en Oriente Próximo. Al Qaeda, oportunista como siempre, estuvo dispuesta a jugar ese juego, aprovechando la ocupación de Iraq como la oportunidad dorada que ciertamente ofreció y concentrándose en la división chií-suní que llevaba al derrumbe de la política de EE.UU… La famosa carta interceptada de Abu Musab al-Zarqaui a Ayman al-Zawahiri y bin Laden, en la que el líder insurgente de al Qaeda en Mesopotamia dijo a los potentados de al Qaeda – la fachada en realidad, que su objetivo en Iraq era «despertar a los suníes durmientes» lanzando una vasta campaña con bombas contra los «herejes chiíes,» describe precisamente tanto la estrategia nacional como la regional: «Si logramos atraerlos al terreno de la guerra partidaria, será posible arrancar a los suníes de su inconsciencia, porque sentirán el peso de la inminencia del peligro.»
Esta es la estrategia que produjo terribles frutos después del atentado contra la reverenciada mezquita y santuario al-Askari en Samarra en febrero de 2006. Mi mapa que muestra líneas divisorias que pasan por Bagdad presenta, si se pasa a mirar de lejos, esas mismas líneas divisorias que pasan a través de Iraq y más allá de sus fronteras. Como la antigua Yugoslavia, Iraq es una nación que reúne en su interior las líneas de falla culturales y sectarias de la región; la línea divisoria suní-chií que pasa por Iraq, pasa en efecto por todo Oriente Próximo. EE.UU. al elegir este sitio para montar su Revolución Democrática, no podía haber hecho un mejor favor a al Qaeda.
En este momento, la Guerra de Iraq se encuentra en un impasse. Enfrentado a una creciente amenaza de esos «enemigos aliados con sus amigos en la región,» los insurgentes suníes, el gobierno de Bush ha adoptado una estrategia estadounidense práctica y típica: los ha comprado. Los estadounidenses han comprado a la insurgencia, contratando a sus subordinados por 300 dólares por mes. Los combatientes suníes, que solían ser llamados insurgentes, ahora los llamamos «miembros de las tribus» o «ciudadanos preocupados.»
Esto ha aislado a al Qaeda, una victoria táctica. Pero, porque esos combatientes suníes comprados no han sido aceptados por el gobierno chií – los aliados de nuestros enemigos – EE.UU. ha puesto en movimiento una política que requerirá, para mantener la violencia a los niveles actuales, su propia presencia permanente en el país. Esto, cuando dos de tres estadounidenses piensan que la guerra fue un error y cuando ambos candidatos demócratas supervivientes prometen comenzar a traer a los soldados a casa en «el primer día» de un gobierno demócrata. En el horizonte, después de una tal retirada, se ve un renacimiento de la guerra civil a un nivel aún más brutal, con la ayuda del rearme de las fuerzas suníes por EE.UU. – y por cierto también del armamento estadounidense de las fuerzas del gobierno chií. Es una realidad curiosa, si volvemos a considerar el mapa regional, que la situación geoestratégica en Oriente Próximo se parece más que nada a la Guerra Iraq-Irán de los años ochenta, en la que EE.UU., junto con Egipto, los saudíes, y los jordanos, apoyaron al Iraq de Sadam Husein en su gran guerra contra el Irán del ayatolá Jomeini. Vemos actualmente un despliegue parecido de fuerzas, con las siguientes dos diferencias:
Primero, debemos mover la línea del conflicto unos 320 kilómetros hacia oeste, llevándolo de la frontera entre Iraq e Irán a una línea que va a través de Bagdad a lo largo del río Tigris.
Segundo: EE.UU. arma y apoya actualmente a ambos lados. Y detrás de la actual configuración y el supuesto «éxito de la Oleada» amenaza la infausta amenaza de la regionalización – una lucha en el ámbito regional librada sobre el cadáver de Iraq después de una retirada estadounidense. Se ha convertido, para apropiarse de una frase, en una Guerra Muy Complicada.
Una derrota que sólo podía ser provocada por el poder de EE.UU.
Sólo los analistas de los servicios de inteligencia y nuestros propios ojos nos dirán si o no esta más tenebrosa de las visiones sombrías llegará a ocurrir, esa guerra muy complicada en Iraq, pero continuará rindiendo vastos dividendos en el balance de los agravios políticos utilizados en el reclutamiento de grupos terroristas.
Esto sólo tiene que ver en parte con al Qaeda original propiamente tal (o «al Qaeda principal,» como algunos analistas lo llaman actualmente); porque gran parte ha logrado «reconstituirse»; el verdadero juego se ha ido a otra parte, hacia «al Qaeda viral» – «grupos espontáneos de amigos,» en las palabras del ex analista de la CIA y psiquiatra Marc Sageman, «como en los atentados de Madrid y Casablanca, que tienen pocos vínculos con alguna dirigencia central, que generan a veces operaciones terroristas muy peligrosas, a pesar de sus frecuentes errores y mal entrenamiento.»
Mientras las agencias de inteligencias de EE.UU. y sus aliados han tenido un éxito considerable en el ataque contra los nodos formales de al Qaeda principal en la península arábiga y en otros sitios, esas luchas tienen el aire del pasado; en realidad hemos pasado a una era diferente, la era de los aficionados. La red actual es auto-organizada, basada en Internet, y descentralizada, dependiente no de ejércitos, entrenamiento, o incluso tecnología, sino del deseo y de la voluntad políticos. Y hemos asegurado, por la manera como hemos luchado esta guerra eterna, que sean precisamente esas cualidades vitales las que nuestros enemigos poseen en cantidades grandes y crecientes.
¿Así que, cómo, finalmente, «hacemos un balance de la Guerra contra el Terror»?
Quisiera sugerir tres palabras:
- Fragmentación – causada mediante «desestabilización creativa,» como vemos no sólo en Iraq, sino en el Líbano, Palestina, y en otros sitios en la región;
- Disminución – del prestigio de EE.UU., tanto militar como político, y por lo del poder de ese país.
- Destrucción – del consenso político dentro de EE.UU. para un fuerte papel global.
Observad un instante esas tres palabras y sorprendeos por dónde hemos llegado en media docena de años.
En septiembre de 2001, EE.UU. enfrentó una grave amenaza. Los ataques que se convirtieron en sinónimos de esa fecha no tenían precedentes en su destructividad, en su letalidad, en el puro choque apocalíptico de su espectáculo. Pero en su secuela, los responsables de la política de EE.UU., en parte por ceguera política y por su jactanciosa exageración del poder estadounidense, tomaron decisiones que llevaron a una derrota sólo como resultado de sus propias acciones – que sólo el propio poder de EE.UU. – podría haber provocado.
Un pequeño aquelarre de enemigos de EE.UU., utilizando la estrategia de provocación tan familiar en la guerra de guerrillas, había lanzado de modo espectacular en esa brillante mañana de septiembre, un plan para utilizar la fuerza de la superpotencia contra ella misma. Para usar una metáfora diferente, estaban tratando de cumplir el celebrado alarde de Arquímedes; al haber encontrado la palanca perfecta y el sitio donde apoyarla, se proponían mover la Tierra. En una medida que estoy seguro que ni ellos mismos anticipaban, en su elección de oponente: un régimen evangélico, redentor, desdeñoso de la historia y determinado a rehacer el mundo perdido, sembró el germen de su éxito.
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Mark Danner es autor, hace muy poco, de «Torture and Truth: America, Abu Ghraib and the War on Terror» (2004) y de «The Secret Way to War: The Downing Street Memo and the Iraq War’s Buried History» (2007). Ha cubierto la guerra de Iraq desde su comienzo para New York Review of Books. Enseña en Bard College y en la Escuela de Postgrado de Periodismo en la Universidad de California, Berkeley. Su obra está archivada en MarkDanner.com.
Copyright 2008 Mark Danner
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