Ayer, cuando volaba desde España, camino de este Encuentro, venía pensando en el mismo, considerando cuál podía ser mi aportación a estos paneles, si realmente yo tenía algo que aportar a este Encuentro. Porque uno, por experiencias anteriores, sabe que en este tipo de reuniones acaba recibiendo mucho más de lo que da, que por […]
Ayer, cuando volaba desde España, camino de este Encuentro, venía pensando en el mismo, considerando cuál podía ser mi aportación a estos paneles, si realmente yo tenía algo que aportar a este Encuentro. Porque uno, por experiencias anteriores, sabe que en este tipo de reuniones acaba recibiendo mucho más de lo que da, que por mucha y buena intención que uno tenga de contribuir, de dar, de aportar algo, el saldo siempre acaba siendo positivo para mí y negativo para ustedes, y uno se lleva mucho más de lo que trajo.
Venía, además, con la extrañeza todavía caliente con que me despedí en España. Extrañeza, en primer lugar, por el destino del viaje: Venezuela, tal vez el país sobre el que hoy se aplica con mayor ferocidad la maquinaria de intoxicación desinformativa, propagandística e ideológica, de tal manera que en España decir hoy que vas a Venezuela provoca estupor, sobre todo si aclaras que no vas como turista.
Si además dices que también participarán cubanos, el estupor se convierte en pánico entre los tuyos, que creen que acabarás secuestrado por la CIA cualquier día de éstos. Y si encima completas la despedida diciendo que acudes a un Encuentro en Defensa de la Humanidad, la extrañeza, el estupor y el pánico dejan hueco a la incredulidad, no porque mi gente crea que la Humanidad no está en peligro y necesita ser defendida, sino por la sensación de que, si esa defensa está en manos de tipos como yo, aviada está la Humanidad, está todo perdido.
Y es que aquí estamos, reunidos en Defensa de la Humanidad, como si fuésemos unos conjurados salidos de una novela de Chesterton, en lo que sin embargo es expresión de un movimiento internacional cada vez mayor, de toma de conciencia y de paso a la acción.
No somos, en efecto, un grupo de iluminados ni una avanzadilla de nada, sino que es la propia Humanidad la que se está rearmando, reorganizando, y nosotros somos una pieza más de ese conjunto, sin que podamos presumir de ninguna representación ni autoridad. Porque a los intelectuales, como recuerda Eduardo Galeano, nos gusta creer que estamos aquí para dar voz a los que no tienen voz, como si los marginados, los hundidos, los nadie, no tuviesen acaso voz propia, sólo que les callan, les amordazan, y nos hacen creer que no tienen voz.
Y la tienen, claro que la tienen, y muchos la están usando ya, desde hace años, desde siempre incluso. Muchos están defendiendo la Humanidad sin proponérselo, sin intención tan elevada, actuando localmente, en sus barrios, en su entorno, en sus centros de trabajo, en su alcance, pero defendiendo a toda la Humanidad, no porque crea, a la manera de los liberales clásicos, que la suma de decisiones individuales, de comportamientos egoístas, acaba favoreciendo a la colectividad; sino porque realmente se extiende una conciencia más amplia, internacionalmente.
Mientras venía de camino a este Encuentro, en el vuelo desde España, consideraba cuál podía ser mi aportación al mismo, reflexionaba sobre qué tipo de peligros son aquellos de los que, siguiendo el lema que nos agrupa, debe defenderse la Humanidad, y qué podemos aportar a ellos los trabajadores intelectuales.
Hojeaba en el viaje un periódico español, y prácticamente no había una página que no me remitiese a las razones para un encuentro como éste, que no me ilustrase el momento crítico que vivimos hoy en el mundo, hasta qué nivel de inmoralidad, de injusticia, de obscenidad, de corrupción hemos llegado, con qué impudor, con qué naturalidad nos la presentan los fabricantes de noticias y de opinión, que hace tiempo dejaron de señalar o disimular la mentira, la desfachatez, la barbarie, la brutalidad, la impunidad, la opulencia, el terror.
Me encuentro, por ejemplo, una noticia que cuenta que la revista Forbes, de todos bien conocida por el rigor con que realiza su listado de hombres más ricos del planeta, publica ahora el listado de los automóviles más caros del mercado. Y nos informa, no con escándalo sino con gracia, que varios cientos de personas en todo el mundo han comprado un modelo que cuesta 1.242.700 dólares. O dicho con la fórmula de calcular del novelista español Miguel Espinosa, un automóvil que cuesta el sueldo de 2.000 obreros españoles, o los recursos de subsistencia de más de un millón de las mujeres y hombres que viven con menos de un dólar al día. A este modelo le siguen en la clasificación otros seis vehículos que no bajan del medio millón de dólares, y de los cuales hay igualmente varios centenares circulando en el mundo.
En el mismo periódico, en otra página, leo una información sobre las elecciones presidenciales que se celebraban ayer en Perú, y sobre las que, por si acaso ganaba Humala, ya llevaba varios meses actuando el frente mediático, para tener ya parte del trabajo hecho. En Perú, me dice el periódico, se enfrentan el socialdemócrata Alan García y el populista Ollanta Humala. Así dicho. Socialdemocracia frente a populismo.
Ya sabemos que socialdemocracia es una palabra templada, serena, nórdica, blanca, que suena a Estado de Bienestar, a pensiones para los viejitos y guarderías públicas. Populismo en cambio es una palabra caliente, excitada, tropical, que suena a inestabilidad, a arbitrariedad. El populista Humala, el populista Chávez.
Varias páginas más allá, otra noticia informa de que el reelegido presidente colombiano Álvaro Uribe marca como una de sus máximas prioridades la firma del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos. Lo que no suelen contarnos los medios es que Uribe tiene desde hace tiempo un programa de televisión con el que recorre el país reuniéndose en directo con vecinos, escuchando sus quejas, ofreciendo soluciones, amonestando en público a sus ministros y colaboradores. Pero nunca leemos ni oímos que le nombren como «el populista Uribe».
Supongo que sobre este uso intencionado del lenguaje tenemos algo que decir los trabajadores intelectuales. Pero termino primero mi lectura de periódico. Me encuentro, en la revista dominical, una publicidad a página entera de una entidad financiera española que proclama como lema de su campaña publicitaria: «El dinero nos hace libres». La frase solemne se inscribe sobre un icono simplista: la fotografía de una playa ideal, desierta, virgen, de agua turquesa y arena fina. En la orilla, un bañista despreocupado, con bañador estampado, chancletas en la mano, deja que la primera olita roce los dedos de sus pies. El cliché de la felicidad, de la vida muelle. Podían haber dicho «El dinero nos da la felicidad», o «El dinero nos da la vida ociosa», o «nos da tranquilidad». Pero no basta con eso: el dinero nos hace libres. La libertad.
Algo que no deja de ocultar una verdad, lo que hace más indecente su proclamación: la realidad de que en la sociedad de libre mercado, como recuerda entre otros José Luis Sampedro, sólo es libre para acudir al mismo quien tiene dinero. La libertad en el mercado la dan los dólares en el bolsillo.
Pero el anuncio de este banco no va por ahí. Tiene que ver con una de las responsabilidades de los trabajadores intelectuales: el lenguaje, el secuestro del mismo, la apropiación de las grandes palabras, hoy degeneradas para uso publicitario: libertad, revolución, derechos humanos, grandes palabras hoy vaciadas de contenido, pronunciadas en vano, para vender un detergente que promete la revolución contra las manchas.
O, hace unos años, una empresa de estética y tratamientos de belleza, que a toda página proclamaba una, con mayúsculas, «Declaración de los Derechos del Hombre», a la manera de la de 1948, pero que actualizada se convertía en el derecho de todo hombre a tener un cabello sano y bonito, a eliminar el vello de torso y piernas, a no tener acné ni varices, el derecho de todo hombre a eliminar arrugas y papada, a retocar la nariz, orejas, pecho, abdomen…
Pero este tipo de perversiones del lenguaje no escandalizan a nadie, porque su uso publicitario es una broma en comparación a la manipulación que otros hacen de esas mismas palabras, libertad, democracia, derechos humanos; quienes usan la palabra libertad para bautizar operaciones militares imperialistas, y evocan la democracia para bombardear poblaciones, ejecutar familias enteras, ocupar países, derribar gobiernos, promover golpes de Estado… O devalúan los derechos humanos abanderándolos desde un fundamentalismo que al final conduce a las prisiones secretas, al uso de la tortura, a los desaparecidos en la terrorista guerra contra el terrorismo.
Los trabajadores intelectuales tenemos ahí un primer trabajo que realizar, con el lenguaje que es nuestra herramienta, en la recuperación de las palabras. No debemos conformarnos con la derrota y admitir que nos han robado las palabras, y dedicarnos a buscar un nuevo lenguaje, nada de eso, porque se trata de palabras que siguen siendo válidas para designar las mismas realidades inamovibles, y que conservan su fuerza, su sentido, su capacidad movilizadora.
Sobre todo cuando esas palabras que nos habían dicho (y habíamos aceptado) que ya no servían, que estaban viejas, que habían caducado, se siguen utilizando en lugares donde se dice, no que «el dinero nos hace libres», sino que la educación nos hace libres, la erradicación del analfabetismo, la formación de los ciudadanos, la participación popular en la cultura… Porque la educación nos hace libres, nos permite ganar la libertad y nos a recursos para defenderla cuando peligra. En un mundo tecnologizado, hay que formarse hasta para empuñar un arma, o sobre todo para eso, puesto que para conducir un tanque o volar un avión hay que ser poco menos que ingeniero, ya no basta con prender una mecha y empujar un cañón.
Hay que exigir responsabilidad a los trabajadores intelectuales, a los escritores, a los creadores, en este terreno, el del lenguaje, pero también en otros.
Hay que exigir a los creadores responsabilidad en su labor creadora, no dejar en manos del autor que decida o no su compromiso, y en qué sentido, sino recordarle que él no elige, que la creación, la literatura, el cine y otras formas, son agentes ideológicos de primer orden, transmisores de valores, de una representación del mundo, capaces de blindar conceptos y ocultar realidades, o por el contrario transparentarlas.
El potencial de la creación, de la ficción, es enorme, y eso parecen haberlo entendido mejor los grandes estudios cinematográficos, los programadores televisivos, los fabricantes de bestsellers, la industria cultural, que han dado muestras sobradas de que, mientras los derrotistas dicen que la literatura, que la ficción, no sirve para cambiar el mundo, ellos demuestran que es muy eficaz para conservar ese mundo, para hacerlo digerible, soportable, presentar ese mundo como inmutable, necesario, bueno incluso.
Por eso tenemos que exigir a los creadores un uso responsable de su creación, por el potencial que ésta tiene, por el daño que puede ocasionar con un uso irresponsable que deja cerebros arrasados, que puede convertirse en un arma de destrucción masiva, de destrucción intelectual masiva.
Debemos exigir responsabilidades a los creadores, porque no son intocables, son falibles, muy falibles, y también hacen mucho daño, y también pueden hacer mucho bien.
Parece que podemos pedir responsabilidades a otros trabajadores y no a los creadores. Parece que podemos exigir responsabilidad a un constructor para que las casas que levanta sean sólidas y no se derrumben en la tormenta, y podemos exigir responsabilidad al conductor del autobús para que no estrelle su vehículo, o al cirujano para que no se le muera el enfermo sobre la mesa de operaciones, pero no podemos apelar a los creadores por muchos destrozos que hagan, como si sus trabajos no hiciesen daños iguales, o peores, como si sus palabras no pudiesen derribar casas u ocultar el derribo. O al revés, exigirles responsabilidad por la disipación de recursos tan aprovechables.
Que nadie piense que estoy hablando en términos de censura, nada de eso. Por supuesto que el creador es libre, pero eso no quiere decir que sea irresponsable ante la sociedad sobre la que actúa. Como decía, todos proponemos una interpretación del mundo con nuestras creaciones, hasta las obras más aparentemente evasivas tienen su carga ideológica, o incluso es mayor en esos casos.
Por eso hay que llamar la atención a esos escritores que, sabiendo construir casas, teniendo las herramientas y los recursos para levantar lugares habitables, se dedican sólo a jugar con maquetas preciosas, o alicatan las mansiones del poder. Esos escritores que, siguiendo el paralelismo con otros oficios, colocados al volante, atropellan al que no se aparta, o se dedican a echar carreras y circular de forma temeraria con sus vehículos tan necesarios para el transporte. O esos creadores que, con el paciente abierto en canal sobre la mesa de operaciones, prefieren jugar con él, o hacerle una vivisección o una autopsia por adelantado, o se mudan a otro quirófano para operar unos pechos o unos arrugas mejor pagadas, siguiendo aquella peculiar declaración de los derechos del hombre.