Hasta hace un mes, la joven Shapla era solo una empleada más de una fábrica de la localidad de Savar, a las afueras de la capital de Bangladesh. En la actualidad es una sobreviviente discapacitada de uno de los peores accidentes de la industria textil de este país. El derrumbe del gran Rana Plaza, un […]
Hasta hace un mes, la joven Shapla era solo una empleada más de una fábrica de la localidad de Savar, a las afueras de la capital de Bangladesh. En la actualidad es una sobreviviente discapacitada de uno de los peores accidentes de la industria textil de este país.
El derrumbe del gran Rana Plaza, un edificio con cinco fábricas, enterró el 24 de abril una enorme cantidad de trabajadoras y trabajadores bajo un bloque de cemento y vidrio. Había casi 1.000 personas muertas registradas el viernes 10, pero autoridades y familiares de las víctimas todavía cuentan los cuerpos y buscan a otros entre los escombros.
«Me desespera el futuro», confesó Shapla, de 18 años. Un sentimiento que comparte con cientos de mujeres que, como ella, perdieron algún miembro aquel fatídico día.
Esta joven madre se recupera en un hospital de Daca de la amputación de una de sus manos. La consideran como una de las «afortunadas» por sobrevivir al derrumbe, pero ella se resiste a encontrar un lado bueno, pues su discapacidad seguramente le impida encontrar trabajo en el futuro.
Las mujeres, que constituyen 80 por ciento de la fuerza laboral en la pujante industria de la vestimenta de este país, fueron las más perjudicadas por la tragedia. Según los primeros datos conocidos, representaron también 80 por ciento de las personas que murieron o resultaron heridas en el desastre.
«Tienen una fuerte desventaja social y económica», remarcó Mashud Jatun Shefali, fundadora y directora de Nari Uddung Kendra (Centro de Iniciativas de Mujeres).
La organización, dedicada a abogar por mejores condiciones de trabajo, ayuda a las sobrevivientes a superar el trauma del siniestro, indicó Shefali.
Algunas «quedaron tan mal que dicen que nunca volverán a trabajar en una fábrica otra vez», dijo Shefali a IPS. «Necesitan rehabilitación física y psicológica de largo plazo, y que sus familias y la sociedad las acepten como personas discapacitadas», remarcó.
El lado oscuro de las fábricas
Bangladesh, donde la pobreza afecta a 49 por ciento de sus 150 millones de habitantes, desempeña desde hace una década un papel crucial en el comercio internacional al ofrecer una vasta mano de obra barata.
La industria textil bangladesí es la tercera mayor del mundo, detrás de China y Vietnam, con 20.000 millones de dólares al año, lo cual representa 80 por ciento del ingreso de divisas extranjeras al país.
Grandes compañías de Occidente o de ricos países asiáticos, como Japón y Corea del Sur, comenzaron a trasladar sus centros de producción a Bangladesh, cuando en los viejos polos productivos, como Tailandia, aumentaron los salarios.
Compañías como Gap, Primark, HMV, Walmart, Sears y American Apparel producen aquí ropa barata en masa, que luego se venden los países importadores.
Más de 5.000 fábricas, con 3,5 millones de trabajadores hacinados en altos edificios de Daca y sus alrededores, funcionan de forma ininterrumpida.
La plantilla de las empresas, de las grandes como de las pequeñas, son principalmente mujeres jóvenes de zonas rurales que emigraron a la ciudad con la esperanza de adquirir una capacitación a la que no acceden en las regiones agrícolas.
En la ciudad suelen vivir juntas en lugares pequeños y compartir el baño y los alimentos.
Analfabetas y sin formación, las trabajadoras textiles tienen pocos medios para proveerse un ingreso estable. Su vulnerabilidad las convierte en presas fáciles de los empresarios, quienes arguyen que para seguir siendo «competitivos» en el mercado mundial deben gastar lo menos posible en mano de obra.
Shefali contó que las jóvenes suelen comenzar a trabajar como aprendices y no perciben un salario sino solo un estipendio que puede ser de apenas un dólar al mes.
Al año pasan a operar máquinas más complejas y cobran un salario regular, apuntó.
La mayoría de las mujeres cosen, lavan y empacan la ropa por el equivalente a 30 o 40 dólares, trabajan un promedio de 10 horas por jornada y los siete días de la semana. En cambio, los hombres suelen ocupar cargos más altos, como de control de calidad y de gerente.
El sector de la vestimenta es el que ofrece más cantidad de empleo y proporciona un salario a miles de mujeres. Pero en los últimos tiempos, una serie de tragedias subrayaron las duras condiciones de trabajo del rubro.
En noviembre, murieron unas 100 trabajadoras en el incendio de la fábrica Tazreen Fashion, ubicada a las afueras de Daca. Las sobrevivientes denunciaron que los gerentes las encerraron cuando trataron de escapar.
En el siniestro del 24 de abril, los responsables de la fábrica amenazaron con despedir a las empleadas que no se presentaran a trabajar, pese a la advertencia sobre la seguridad del edificio de ocho pisos, que solo tenía permiso de construcción para cinco.
Una semana antes de la tragedia comenzaron a aparecer grandes grietas en los techos y los ingenieros advirtieron de que el derrumbe era inevitable.
La negligencia en materia de seguridad laboral es una de las tantas violaciones de derechos que sufren las empleadas de las fábricas. A veces deben cumplir turno de 14 horas para producir una partida que le generará un rápido beneficio a los propietarios.
Algunos activistas señalan que en un país musulmán con altos índices de pobreza, la industria textil ofrece a las mujeres una oportunidad para salir de sus casas y mejorar su estatus, pues pasan de trabajadoras del hogar a proveedoras de la familia.
La profesora Sharmin Huq, jubilada de la Universidad de Daca y especializada en discapacidad, teme que la discriminación social haga más complicada la vida de las mujeres.
También dijo a IPS que las generosas donaciones que llegan de países como Alemania y Estados Unidos para ayudar a los sobrevivientes deben canalizarse hacia la «gran cantidad de trabajadoras afectadas y ayudarlas a recomenzar sus vidas».
Eso incluye desde la adquisición de miembros artificiales hasta atención psicológica regular para lidiar con el trauma de la tragedia.
Capitalismo salvaje
Zahangir Kabir, propietario de Rahman Apparels, con sede en Daca, reconoció que las condiciones de trabajo del sector textil son muy duras, pero alegó que los empleadores están sometidos a «una fuerte presión».
Arguyó que pequeñas compañías, como la suya, tienen la obligación de cumplir con altos estándares comerciales o asumir pérdidas enormes.
Kabir tiene dos fábricas, una que cose y otra que lava telas de vaqueros. Su plantilla de 500 personas, la mayoría mujeres, produce chaquetas y pantalones que venden en los mercados europeos y estadounidense.
Pero los estrictos estándares de calidad y plazos impuestos por las empresas matrices de Occidente son difíciles de cumplir en Bangladesh.
«Agitaciones políticas imprevistas y regulares cortes de electricidad hacen que no se puedan cumplir los plazos ni entregar productos baratos», explicó.
Los proveedores bangladesíes trabajan por un prometido ingreso sustancioso, pero también enfrentan grandes riesgos en el «salvaje mercado capitalista».