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Viaje triangular por China

Fuentes: El Nuevo Diario

I El vuelo desde Madrid, vía Ámsterdam, fue agradable dentro de lo que pueden serlo vuelos de tantas horas. Llegamos al amanecer a Shanghai, punto de partida de nuestro viaje de dieciocho días por la República Popular. Será un viaje por la China real, mochila al hombro, para ver y conocer el país que los […]

I

El vuelo desde Madrid, vía Ámsterdam, fue agradable dentro de lo que pueden serlo vuelos de tantas horas. Llegamos al amanecer a Shanghai, punto de partida de nuestro viaje de dieciocho días por la República Popular. Será un viaje por la China real, mochila al hombro, para ver y conocer el país que los números y estadísticas presentan como la gran potencia del siglo XXI. Fundada en el siglo XI, a orillas del río Huangpú, ramal del caudaloso y largo río Yangzé y que desemboca a una veintena de kilómetros de la boca principal, Shanghai era poco más que un pequeño poblado pesquero hasta mediados del siglo XIX. Tras la derrota china a manos de Gran Bretaña en la primera guerra del opio (1842), el poblado fue escogido por su navegabilidad como puerto de entrada al interior del decadente y abatido imperio. En 1849 Francia arrancó su propia concesión y en 1862 hizo lo mismo EEUU. Shanghai se transformó en centro comercial de la China colonizada, permaneciendo bajo control occidental hasta 1937, cuando cayó en manos de los invasores japoneses. En 1943, en plena II Guerra Mundial, China convino con EEUU y Gran Bretaña que, después de la derrota japonesa, quedarían anuladas todas las concesiones a potencias extranjeras y Shanghai y resto del país volverían a manos chinas, con excepción del enclave portugués de Macao y del británico de Hong Kong. Años atrás, en 1927, en un mísero cuarto, un puñado de revolucionarios, reunidos en torno a un joven llamado Mao Tse Tung (ahora Dong), funda el Partido Comunista Chino. Esta inmensa ciudad portuaria en la que aterrizamos resume la dramática y devastada historia china de los últimos 150 años.

Sabíamos de antes que Shanghai era el corazón pujante de China y el inmenso y nuevo aeropuerto es la primera muestra de la modernidad y brío del país. Altísimos techos, pilares larguísimos y anchos salones y pasillos en un ambiente inmaculado y ordenado quieren mostrar la fuerza recobrada de China. El control migratorio y de aduanas es rápido y sin retrasos. En poco tiempo recogemos las mochilas y estamos en las puertas de salida, buscando un banco para cambiar dinero y un autobús que nos lleve a la ciudad. Los bancos están dentro del aeropuerto y todos cambian al mismo precio (8.40 yuanes por un dólar). La banca es estatal y sólo los bancos cambian dinero. Conocemos del tren magnético que comunica el aeropuerto con el centro de la ciudad a 350 kilómetros por hora, pero optamos por los mucho más baratos autobuses, correctamente señalizados y situados. Comprobamos también que los chinos, en China, sólo hablan su idioma y que el universal lenguaje de los gestos y las señas hará de forzoso medio de comunicación, pues con señas nos indican el bus a tomar para llegar a la zona de Shanghai donde nos alojaremos. Hay letreros en inglés para guiar al viajero, pero fuera de éstos todo está en el más artístico y difícil de los alfabetos humanos, ininteligible para nosotros como el alfabeto latino lo será para ellos.

El bus sale en hora, primera muestra de la puntualidad de los transportes, y nos mete por una autovía amplia y nueva que es cruzada, a su vez, por otras carreteras y autovías, en tanto el cemento y el asfalto se combinan con pequeños y bien aprovechados huertos y una creciente densidad de edificios y rascacielos, visibles desde el autobús. Bajamos donde nos indican y nos adentramos en el extenso centro de la ciudad, buscando desorientados en un mapa la calle del hotel. Camino al mismo vemos a la ciudad despertando, con la infaltables miríadas de bicicletas y un tráfico sorprendentemente poco denso, tomando en cuenta que Shanghai tiene 13.5 millones de habitantes. Pasos elevados, semáforos y policías regulan el tráfico y la sensación de estar en un país ordenado se acentúa. Llegamos al fin al hostal y nos deshacemos de las mochilas para buscar el desayuno e iniciar el recorrido de la ciudad. Una de las ventanas da a un edificio desgreñado y sucio todavía habitado, que contrasta fuertemente con las torres relucientes del fondo. Pienso que, con mucha posibilidad, se trata de un resto de lo que fue antaño el barrio y que está, simplemente, esperando la piqueta.

El primer contacto con la gastronomía china en China es ciego. Los menús están en chino y no hay forma de enterarse de lo que sirven. Pedimos adivinando y esperamos la sorpresa. La hay en el mejor sentido. Los platos son deliciosos, aunque poco tienen que ver con los restaurantes chinos de nuestros países. La otra sorpresa es que no hay cubiertos, sólo palillos. Reto atroz. No hay forma de comer con ellos. Apiadados de nosotros, los meseros nos llevan cucharas (tenedores no hay) y podemos comer. Satisfechos, tanto por la calidad de la comida como por lo bajo de sus precios, nos dirigimos a la zona vieja. China es barata y con veinticinco yuanes (tres dólares) es posible comer y beber hasta saciarse. La nota gastronómica discordante la ponen los restaurantes MacDonalds y Kentucky Fried Chicken, que emergen entre torres y edificios como jorobas en una superficie plana .

Anchas avenidas y pasos elevados permiten un tráfico fluido y el relativamente escaso número de viandantes y vehículos llama fuertemente la atención. Inevitablemente comparo lo que veo con lo vivido en el otro gigante asiático, India, y el contraste no puede ser mayor. Las ciudades indias están densamente pobladas y moverse por algunas de las equivalentes a Shanghai resulta caótico. Aquí no. Las calles respiran orden, respetado escrupulosamente por automovilistas, buseros, motoristas y los miles de ciclistas que -casi la única imagen tópica de China que hallamos- se agrupan en las esquinas esperando la luz verde para continuar. Tráfico sin incidentes, singular en una ciudad tan poblada.

Llegamos al Bund, la antigua zona de las concesiones extranjeras, construida a orillas del Huangpú, de la que se conservan muchos edificios. Es lo más antiguo que guarda la ciudad, pues todo lo anterior, murallas, casas y edificios, han sido barridos por la fiebre constructora que la recorre desde hace décadas. Unos pocos edificios de arquitectura tradicional y reciente factura en las proximidades del Bund es lo único que hace sentir que estamos en una ciudad china. Frente al Bund está la zona más moderna de Shanghai, con la impresionante y espectacular torre de telecomunicaciones, sostenida sobre colosales pilares inclinados y convertida en símbolo de la ciudad. El río está canalizado y su orilla es un largo y animado paseo, flanqueado por tiendas, muelles con barcos de turismo y transporte y miles de paseantes que se arriman a sus muros para contemplar los rascacielos de enfrente. Los comparo inevitablemente con Manhattan y sus célebres y archifilmados edificios y pienso que Shanghai es el futuro y Manhattan el pasado. La ciudad china rebosa de construcciones relucientes y nuevas, no sólo más elevadas de promedio que las de Nueva York, sino más espectaculares, haciendo de la ciudad un paraíso para arquitectos y amantes del urbanismo. Rascacielos futuristas, coronados muchos de ellos con obras de arte y diseños exquisitos obligan a caminar mirando al cielo, para solazarse en ese paraíso.

Decenas de letreros luminosos y gigantescos de grandes firmas multinacionales iluminan el río y la noche de Shanghai. El gobierno chino, desde Deng, ha liberalizado la economía y proclamado que enriquecerse es bueno. El ideal igualitario del comunismo ha sido desplazado por una limitada y peculiar aplicación del capitalismo. Desentrañar sus mecanismos y resultados es uno de los motivos de mi viaje. Las reformas en China se han venido acometiendo aplicando la regla de «conservar lo grande y deshacerse de lo pequeño», como espina dorsal de la «economía socialista de mercado». ¿Las reformas han enterrado el socialismo? ¿Está liquidando el Partido Comunista los sueños igualitarios de Mao? ¿Va China hacia el capitalismo, como dicen en Europa y EEUU, o sólo busca una vía propia para erradicar la pobreza y el atraso y hacer de China una gran potencia mundial, que le devuelva su papel milenario de Imperio del Centro? ¿Busca un modelo singular de desarrollo, ni capitalista ni comunista? ¿Qué hay detrás de tantos letreros luminosos?

La gente va, en general, vestida correctamente y a la occidental, casi todos con saco negro o gris, colores dominantes, curiosamente, en París. No se ve pobreza en las zonas que recorremos de Shanghai. Nada que ver con India, el coloso que optó por seguir el modelo capitalista después de su independencia en 1950, apenas un año después de que Mao tomara el poder. En India la miseria aturde y oprime de tanta y tan extrema que es. Dar limosna en Delhi es casi suicida, pues acto seguido, salidos de la nada, decenas de menesterosos asaltan hasta el horror al despistado donante. No aquí. No hay nadie en harapos ni se ven mendigos. Tampoco niños, ni uno, pidiendo en las calles. Los pocos que se ven van acompañados. Comento que es seña de identidad de los sistemas comunistas cuidar la infancia. En las pequeñas calles que rodean el Bund está la China más popular. Fritangas y comiderías ocupan las aceras, como ocurre en Managua, y la cocina popular es una invitación a la gula. La gente que labora no debe ganar mucho pero se les ve vestidos aceptablemente y bien alimentados. Hecho prodigioso en un país de 1.300 millones de habitantes donde sólo el 11 % del territorio es apto para cultivos (en Argentina, donde sobran las tierras fértiles y el agua, el 50% de los menores de dos años sufre anemia y el 15% de los niños padece desnutrición crónica). Tampoco se ve, como en los mercados de tantos países latinoamericanos, gente hambrienta esperando las sobras de los comensales. No vemos, siquiera, a la gente guardar las sobras. Van a la basura, señal inequívoca de que hay comida bastante y de que es accesible a una vasta mayoría de gente.

En una de las callejuelas próximas al Bund nos detenemos a contemplar a un afanado cocinero que golpea contra una mesa un marfileño trozo de masa. Lo eleva entre sus manos, dobla, enrolla y vuelve a golpear, cortando pequeños pedazos que reducen la masa, operación que repite varias veces con agilidad propia del oficio hasta que, de la nada, como si de un número de magia se tratara, aquella masa aparentemente informe queda colgando de sus dedos dividida en pequeños filamentos que son ¡espaguetis! Nos miramos unos a otros, admirados, porque nunca se nos había pasado por la mente que ese popular y socorrido producto se pudiera elaborar manualmente. Procedemos, como si bisoños turistas japoneses fuéramos, a hacer fotografías. Hemos descubierto, 800 años después de que lo hiciera Marco Polo, la fórmula tradicional y tan china de elaboración de los espaguetis.

Dos días y medio en Shanghai confirman las primeras impresiones. La ciudad mueve dinero y muestra potencia. En un único sitio vimos mendigos. Fue al cruzar un paso de peatones en las proximidades del Bund. En un recodo, en la parte alta, resguardándose del viento frío de la noche, media docena de menesterosos se refugiaba en un hueco de la construcción metálica. Sorprendente sería que no los hubiera en un país tan poblado. Los he visto por triplicado en la opulenta Nueva York y la abundante Madrid, arrumbados en los pasillos de los metros o encogidos de frío en los rellanos de las tiendas. Pero EEUU no ha sufrido guerras imperialistas ni invasiones extranjeras. China, hace apenas medio siglo, salía de 150 años de saqueo, invasiones y guerras civiles. Los comunistas de Mao tomaron un país devastado, expoliado y hambriento y sobre aquellas ruinas han logrado construir esto que veo y que, a medida que voy conociendo mejor, hace mayor mi sorpresa.

II

La siguiente parada es Nanjing o Nanking. Vamos en tren y la estación de Shanghai es un hormiguero. Aquí se constata la enorme densidad de población que tiene China. Todo está lleno y al mismo tiempo en orden. Hay empleados y policías por doquier y en la espaciosa sala no cabe un mosquito. Los accesos a las vías se abren con puntualidad y cuando toca nos sumamos a la larga cola. No hay alboroto y los chinos forman organizadas filas y pasamos, boleto en mano y sin angustias, a buscar nuestros sitios. Jóvenes azafatas uniformadas como de avión y blancos guantes esperan en la entrada de cada vagón, verifican el boleto y dejan subir. Temía, ante la cantidad de gente, los terribles tumultos sufridos en Delhi o El Cairo, donde tomar el tren es como asaltar una fortaleza y donde uno se acomoda como puede, si acaso lo dejan. Nada de eso. La gente se dispersa en orden y en orden busca su lugar. Las literas están limpias y bien arregladas y limpio y arreglado está el vagón. Lleno, por supuesto, que esto es China. El tren arranca lentamente, a su hora.

Me pego a la ventanilla porque espero, expectante, la periferia de Shanghai. Estoy preparado para ver barrios infinitos de chabolas y miseria, como los existentes en México o Lima. Imagino que allí estará el lado negro del Bund y recibo otra sorpresa. El tren pasa por zonas extensas donde surgen edificios de apartamento como árboles en un bosque. Cuento en una única zona más de una docena de torres de unos treinta pisos. No edificios cochambrosos como las ciudades-dormitorio de los años del desarrollismo en la España de Franco. Edificios presentables en cualquier ciudad de cualquier país rico. Sin embargo, sorprende más la cantidad. Son kilómetros de áreas en construcción, que se combinan con autovías de dos y tres carriles también en construcción y con el levantamiento de fábricas y otros edificios, cuyo destino no es posible identificar. Impacta el despliegue de tantas obras. Uno se explica, viéndolas, por qué China consume el 40% del cemento y el 30% del hierro que se produce en el mundo. Pasan los kilómetros y las construcciones disminuyen pero no desaparecen. No sé cómo serán otras regiones de China, pero aquí, en el valle del Yantzé, el país se levanta, literalmente, con una pujanza que provoca perplejidad y asombro, porque tanto cemento, hierro, ladrillo y energía muestran el músculo poderoso de un país en auge.

No encuentro en ninguna parte los barrios de chabolas. Hay casas tradicionales y humildes dispersas entre campos cultivados con esmero hasta en su extensión más nimia, gente trabajando el último pedacito de tierra, con un sentido milenario de aprovechamiento óptimo, gente de vida pobre, pero no se ve miseria. Tanto afán humano produce un asombro mayor que el provocado por las edificaciones, porque tal laboriosidad y disciplina explicarían en buena medida el éxito alimentario del sistema chino y su éxito no menor como nueva fábrica del mundo. Yosi me comenta que China no es Tercer Mundo. No lo es, le respondo. Parece la suma de Confucio y Mao. Nos quedamos callados viendo la China interior, donde una ciudad de suma a otra, con breves espacios entre ellas. Aquí se concentra la mayor densidad de población del mundo. Densidad, no aglomeración. El viaje pasa absortos en el paisaje. En el estrecho pasillo del vagón, un pequeño pero eficaz ejército de empleados ofrece diarios en chino (pasamos de ellos), bebidas, bocadillos, té, café y más té en variedades insólitas. Los viajeros chinos llevan casi todos su termo con té. Nosotros, aunque pareciéramos chinos, nos diferenciaríamos en eso: no portamos termos. Detalle a anotar. Si queremos mostrarnos integrados, preciso será adquirir uno per cápita.

III

Nanjing está situada a orillas del río Yantzé, a 400 kilómetros de Shanghai en dirección oeste y fue de forma efímera capital de China. A ella llegamos al atardecer, después de disfrutar la sesión de tren y de descubrir su modelo de retrete, reducido a un agujero en el suelo y a una barra delantera para sujetarse, que obliga a ponerse en cuclillas, para pasmo y martirio de los músculos cuadriceps. Al igual que en Shanghai, la estación es otro hormiguero y sobran taxis que nos lleven al hostal situado en el centro de la ciudad, donde hemos reservado habitaciones. No se parece a Shanghai, pero es una ciudad grande (cinco millones de habitantes), en la que predominan edificios de cinco o seis pisos, aunque desde la terraza del hostal son visibles modernas construcciones y torres, heraldos de la vorágine constructora y del crecimiento económico que llega. Las aceras están llenas de bicicletas y viandantes vestidos como en Shanghai. Seguimos sin ver miseria.

El centro histórico es precioso y está surcado de canales aprovechando las aguas del Yantzé. Las calles están llenas de gente, el tráfico también es más desordenado y las bicicletas llenan las aceras. En escasos minutos veo a un motociclista evitar por pelos atropellar a una despistada viandante y un alboroto en una esquina, donde han chocado una moto y una bicicleta, con escaso daño aparente. La zona histórica está cerrada al tráfico y caminamos entre centenares de paseantes del país, muchos de ellos turistas como delatan sus cámaras. Estatuas de bronce guían hacia un antiguo templo confuciano. Algunas calles llevan nombres que recuerdan la historia reciente de Nanjing. Aquí los patriotas enfrentaron a los invasores japoneses, que tras conquistar la ciudad perpetraron una de las mayores matanzas de la II Guerra Mundial. 370.000 personas fueron asesinadas, decenas de miles esclavizadas y miles de mujeres prostituidas por el ejército nipón. Una parte apenas de los 35 millones de muertos sufridos, un genocidio mayor que el judío y casi desconocido en Occidente, quizás porque las víctimas eran chinas, no europeas. El país tuvo pérdidas materiales por 600.000 millones de dólares y fue en China donde Japón perdió realmente la guerra (más que a manos de EEUU), pues millón y medio de sus soldados, 70% del total de bajas, perecieron en China. Nadie olvida las atrocidades japonesas y son motivo de cíclicas fricciones políticas pues Japón, al contrario que Alemania, rehúsa entonar su mea culpa.

Desde Nanjing visitamos la tumba-mausoleo del fundador de la república china, el doctor Sun Yat Sen, a quien los chinos veneran como padre de la patria y le han construido un mausoleo-parque monumental, que impresiona por su extensión. Sun Yat Sen puso fin al decrépito imperio y proclamó la república en 1911, aunque no vivió para apuntalar su obra. A su muerte estalló la guerra entre las fuerzas conservadoras, mandadas por el Kuomintang, y las revolucionarias, dirigidas por Mao. La ocupación por Japón de la Manchuria agravó el caos y China vivirá, hasta el triunfo comunista en1949, sumida en violencia y caos.

La segunda parada especial es en un templo budista. Para Marx, la religión era el opio de los pueblos. Durante décadas en China estuvo reprimida, pero los nuevos aires han llegado también a este ámbito. Monjes budistas con sus atavíos tradicionales preparan, en uno de los templos, una ceremonia. Discretamente, nos quedamos en un rincón para verla sin incurrir en impertinencias ni irrespeto. Exageramos en nuestra discreción. Unas señoras nos hacen señas de que nos acerquemos y ocupemos algunos de los reclinatorios que usan. Desde ellos contemplamos sus movimientos y el monótono fluir de las oraciones. En notas informativas cuentan que el templo fue reconstruido por suscripción popular y con ayuda del gobierno. Unas fotos muestran al entonces presidente Yiang Ze Ming saludando a monjes budistas; en otras aparece con un Dalai Lama. El reconocido por los tibetanos vive en el exilio. Éste fue nombrado el gobierno(también ha nombrado a un cardenal católico) como parte de su política de tolerar las manifestaciones religiosas siempre que respeten el orden establecido y no pongan en duda la autoridad del Partido y del Estado. El socialismo en su versión leninista. Apertura sin control directo, el indirecto se mantiene. Puede que en esta rigidez pese el recuerdo de la secta Falunlong, que se extendió como peste en ciertos sectores y obligó al gobierno a una respuesta enérgica, hasta ilegalizarla. La comparo con las sectas evangélicas en Centroamérica y no puedo menos que comprender la posición de las autoridades chinas. Las sectas fanáticas son destructoras y ningún gobierno sensato puede dejarlas a su aire sin condenar a sus pueblos al fanatismo y el embrutecimiento.

Una mañana decido someter a la tradición china de masajes los dolores en las vértebras lumbares que me tienen triturado. A la vuelta del hostal hay uno y con fe muda (el masajista sólo habla chino) le explico mi mal. El masajista tiene manos gruesas de tanta práctica, lo que parece medida de éxito en el oficio. Me tiendo en una cama de hospital y se aplica con arte a los músculos, con énfasis en los lumbares. Siento que sacará vértebras y costillas flotantes de sitio y, después de una hora sin tregua, me levanto peor de lo que subí. Si hubiera pasado por una amasadora no estaría peor. Me consuelo visitando un mercado de pájaros bellísimos y cantores, peor la celeste serenata no hace olvidar mis magulladuras. Si esto no endereza, terminaré el viaje de gatas y acordándome del masaje el resto del viaje.

Tiendas, restaurantes y comiderías animan la zona, donde se mantienen las pautas vistas en Shanghai. No se ven mendigos ni indigentes ni grandes desigualdades. Los autos que circulan son modestos y no hay vehículos de lujo. Las tiendas y comercios están bien abastecidos, las aceras rebosan de gente y en las calles de los comedores populares el olor a comida lo llena todo. Recuerdan las comiderías de Nicaragua, con la diferencia notable de la abundancia de verduras y la diversidad de platos, destacando sorprendentes brochetas de escorpiones, gusanos en caramelo y escarabajos fritos, que obviamente renunciamos a probar. La curiosidad es mucha, pero el repelo es mayor y dejamos gusanos, escorpiones y escarabajos para los amantes de la antropología gástrica y las anécdotas de salón. El masaje, en fin, parece ser un éxito, pues los dolores poco a poco van desapareciendo.

IV

La siguiente etapa es Xi´An, a 1.200 kilómetros al oeste de Shanghai. En tiempos antiguos fue una de las ciudades más relevantes y bellas de China, capital del imperio en el siglo VII bajo T´ai Tsing, uno de los «emperadores modelo». Xi´An está rodeada de una impresionante y bien conservada muralla, tan ancha que podrían dos vehículos rodar por ella. Sin embargo, no es la muralla ni sus escasos templos lo que ha dado fama a la ciudad. El interés mundial que despierta se debe al hallazgo por dos campesinos, en 1974, del mayor y más asombroso yacimiento arqueológico del último siglo: la tumba del primer gran emperador de China, Qin Shi Huang, que, para viajar debidamente custodiado al Más Allá, mandó construir miles de guerreros de terracota, acompañados de caballos, carros y armas…¡de tamaño natural! Los guerreros descubiertos y reconstruidos suman unos 3.000, aunque se cree existen muchos más, pues apenas se ha explorado un tercio de la megalítica tumba del emperador. Declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, han hecho de Xi´An uno de los mayores atractivos turísticos de China. A ver los ya míticos guerreros vamos y también a ver la China interior, lejos de las ricas y refulgentes zonas costeras.

El viaje a Xi´An es también en tren y en litera. El paisaje se despeja paulatinamente aunque siguen asomando las grandes inversiones en infraestructura. Las nuevas autopistas emergen una tras otra y los campos exhiben su diligente aprovechamiento. El tren entra en la estación antes del amanecer. Es una estación modesta y en obras que necesita una mano de pintura. El orden decrece fuera de la estación y, pese a la hora, centenares de personas están ya trabajando. Al salir observamos que, detrás de las vallas, asoma lo que parece una nueva estación de tren. No podía ser menos. China se está remozando entera.

Fuera de la misma somos abordados por jóvenes chinos que hablan inglés y que ofrecen hoteles y guías de turismo a precios asequibles. Nos quedamos, al fin, con uno que dice llamarse Jacki, aunque luego confiesa que es su nombre comercial pues el suyo chino resulta menos retenible. Márketing, vaya. Jacki consigue un pequeño autobús y nos lleva al hotel, que es de cuatro estrellas e incluye desayuno, todo por 30 dólares, el precio de un hostal de combate. Aceptamos encantados y luego de ocupar las habitaciones pasamos al comedor. Es una prueba de antropología gastronómica y una nueva ocasión de mostrar nuestra habilidad con los palillos, adquirida de repente tras observar que los chinos los usan cada cual como puede. Huevos duros (algunos de desconocidas aves y extraños colores y sabores), verduras con especias, sopas variadas, panecillos crudos… Para experimentar. Acometemos la tarea y su resultado es poco halagüeño. Pruebo lo que puedo, ya que es menú libre, y por vez primera hay un desencuentro con la exquisita comida del país. Pienso en mis adentros que uno y no más Santo Tomás y que mi creciente devoción por China no alcanza al menú del desayuno. Los naturales del país lo devoran con deleite, pero en esta mañana de Xi´An cambiaría mi reino por un café con leche, jugo de naranja y huevos picados, que todo en la vida tiene límite y hoy mi estómago hoy ha puesto el suyo.

Los atractivos de Xi´An hacen olvidar prontamente el fallido desayuno. Su plaza central posee un templo de bellísimo estilo y sus altas murallas la dominan. El centro es de reciente factura y no se parece nada a Nanjing, pues hay pocos monumentos y edificios antiguos. Como en Nanjing, no vemos pobreza, mendigos ni grandes desigualdades. Tampoco vehículos caros. La bicicleta sigue siendo el vehículo dominante por las calles.

Convencidos por Jacki, nos apuntamos a un recorrido por sitios históricos en los alrededores de Xi´An, que para mí es la oportunidad de ver las zonas rurales del interior de China. A medida que nos adentramos en el campo crecen los contrastes con Shanghai. La tierra está profusamente cultivada, pero las dispersas viviendas son pobres y es evidente que la gente vive humildemente. A lo largo de la historia humana reciente, el campo ha estado detrás de la ciudad. En el medioevo en Europa decían que el aire de la ciudad hacía libres, para significar que los burgos no sufrían las servidumbres del campo. A medida que uno se adentra en China decrece la riqueza, aunque lo que se ve nada tiene que ver con la miseria extrema de India o el desamparo atroz del campo latinoamericano. Hay pobreza pero los extensos campos están cultivados y aprovechados. No hay harapientos, la gente viste decentemente y ningún lugar rezuma miseria. En un punto, contrastando con el paisaje agrícola, construyen un edificio de varias plantas. Pregunto a la guía si es una fábrica y responde que no, que es una escuela. En medio del campo, una escuela enorme. En nuestros países es inimaginable que un gobierno haga algo similar. Pero esto es la República Popular China. El analfabetismo es sólo del 6.4%. Fervor por la educación. El socialismo de nuevo.

V

Al día siguiente nos dirigimos, por fin, a contemplar los guerreros de terracota. Se encuentran a unos 30 kilómetros de Xi´An, en lo que antes era puro campo. Las afueras del recinto están compuestas por edificaciones modestas y unos cuantos restaurantes, lo que no dejan de desconcertar dada la relevancia del sitio. Un enjambre de vendedores de souvenir espera al turista y lo asalta ofreciendo copias variadas de los guerreros de terracota, frutas y otros objetos. Los vendedores se ven pobres y, al igual que en otras partes, son tenaces hasta la exasperación, ofreciendo sus objetos a precios irrisorios. Da escrúpulo regatear y casi es mejor no preguntar su precio, pues se pegan a uno hasta hacer ingrata la pregunta.

El sitio está rodeado de muros que contienen un conjunto arquitectónico de diseño impecable, compuesto por cinco edificios enormes en una extensa área. Los edificios no desmerecen de lo que guardan. Hay museos, salas de proyección y, por supuesto, bajo un inmenso techo que los protege, el yacimiento excavado con los guerreros de terracota. Impresiona ver las filas de soldados, unos con sus manos alzadas sosteniendo lanzas, otros espadas, destruidas todas por el tiempo. Fueron construidos como verdadero ejército, con oficiales, soldados y caballos, cada uno de ellos ostentando el rango que les correspondía. Desde que los comunistas tomaron el poder, el patrimonio artístico de China goza de gran protección. En difícil no pensar en el distinto destino del patrimonio en tantos otros países, Iraq sin ir más lejos, expoliado de manera criminal. Si en Nicaragua los hubieran hallado, tiempo habría faltado para ponerlos en venta. Los campesinos que los encontraron, se lee en la entrada, informaron a la sección del Partido y el Estado se hizo cargo inmediatamente del yacimiento. El Estado les reconoció su gesto y son considerados como ejemplo ciudadano.

Recorrer todo el sitio lleva horas y lo que más cuesta dejar es el recinto de los guerreros. Como no es posible llevarse uno, nos consolamos con las reproducciones que los vendedores ponen en nuestras manos, con tal decisión que es casi obligado comprarlas.

VI

Nos recomiendan en Xi´An visitar el barrio musulmán. Está cerca y llegamos a él caminando, después de cruzar una antigua puerta que marca la divisoria. Nos adentramos por una calle atiborrada de comiderías, fritangas, tiendas y puestos de venta de variadas cosas. Los musulmanes, posiblemente uigures, se distinguen porque algunos llevan turbantes heredados de los propagandistas que siglos atrás llevaron la fe de Mahoma, así como por la escritura árabe de sus lugares. Su comida es distinta y a probarla nos aplicamos con indisimulada voracidad. Aunque el 90% de los chinos pertenece a la etnia Han, hay 56 etnias minoritarias, destacando entre ellas los tibetanos y los uigures, éstos de religión musulmana que habitan la extensa y semidesértica provincia de Xinjiang, fronteriza con los Estados centroasiáticos de Afganistán, Kirguizistán y Tayikistán. El barrio musulmán refleja la variedad de la comida y las costumbres chinas. Está lleno de callejuelas estrechas y descoloridas, pero la humildad que desprenden sigue siendo de pobreza relativa.

La última jornada la reservamos para la muralla de Xi´An. Subimos a ella y nos apuntamos a recorrerla, unos en un pequeño tren, otros en bicicleta. Es tan ancha que cabrían dos vehículos y tan alta que es posible contemplar la ciudad. Desde una parte de la misma alcanzamos a ver un mercadillo callejero y casas semiderruidas. Es la zona más pobre de todas las vistas hasta ahora en China y hace ver que el esplendor de las áreas costeras no termina de llegar al interior del país. Que no existieran bolsas de pobreza sería, no obstante, lo extraordinario. Zonas de chabolas hay en Madrid y barrios de Nueva York tienen una esperanza de vida inferior a la africana. Lo que sí sigue sorprendiendo es que no haya, prácticamente, mendigos ni harapientos, ni se vean ancianos abandonados a su suerte.

La visita a la célebre Xi´An terminará con embrollo. Nuestro guía adoptivo Jacki se había comprometido a conseguir los boletos de litera para el tren a Beijing. Horas antes de la salida aparece con un boleto menos, para escándalo y furia nuestra. La idea de que uno quede en el camino es desechada, aunque Jacki -de cuya parentela con acordábamos con intensidad creciente- quiere convencernos de que es posible conseguir la litera en el mismo tren. Sin tiempo para más discusiones, nos vamos en el microbús y con Jacki a la estación. Allí lo único que obtenemos es un boleto ¡de pié! Pensar en un viaje de catorce horas en posición de castigo en un compartimiento estrecho es imagen que hace temblar, sobre todo porque el premiado soy yo. Resignado a tan indeseable medalla, hacemos que Jacki escriba en chino que busco desesperadamente una litera. Boleto de asiento y nota en mano me acerco a la azafata del vagón de castigo esperando el milagro. La azafata lee la nota, me hace señas de que aguarde y luego me acompaña a los vagones de litera. Empiezo a pensar en cambiar mercenariamente mi credo de Jesucristo a Buda si obtengo una litera. Mi azafata entrega la nota a la que supongo es jefa de literas y ésta me hace subir y me indica -bendito lenguaje universal de señas- que espere. Tal hago y al poco tiempo vuelve, saca un talón de boletos, pago encantado la diferencia y me voy a la litera indicada. El maldecido Jacki, al final, tenía razón. Cierto es el viejo dicho de que sabe más el loco en su casa que el cuerdo en la ajena. Superado el sobresalto nos dirigimos a la capital, Beijing, distante casi 1.400 kilómetros de Xi´An. Un trayecto para ser tomado con calma absoluta. Y acostado.

VII

Nuevamente un amanecer nos encuentra cargando mochilas en una estación de tren, grande y transitada no obstante la hora. Vamos a buscar taxi y la fila de espera es larga. Los vehículos se suceden rápidamente uno tras otro y son abordados en bastante orden. No obstante, los vivos de siempre buscan colarse saltándose la fila, que sigue respetando la gran mayoría. Nuestro taxi llega y nos acomodamos. Desconociendo Beijing, ignoramos a cuánto está el hostal y pasamos media hora recorriendo una ciudad de edificios señeros, anchas avenidas, pasos a nivel, tráfico mayor y una notable presencia menor de bicicletas.

En el hostal nos aguarda desde hace veinte minutos el resto de colegas. Preguntan por la tardanza y la diferencia de tiempo encuentra fácil explicación. Nuestro taxista nos aplicó la universal práctica del batazo al turista, que consiste en llevarlo a su destino por la ruta más larga para triplicar la factura. Es cosa probada la universalidad de esta práctica del gremio taxista, sea en Madrid, Managua o Beijing. La estación estaba a unos diez minutos. El hostal se encuentra en una pequeña calle que une una avenida y una calle grande. Estamos en un jutong, un barrio tradicional chino de los que, dicen, quedan cada día menos por la fiebre constructora que recorre el país. En la callejuela hay pequeños hoteles y restaurantes, así como viviendas en las que, por discreción, preferimos no entrar. De fuera se ven modestas, alejadas de los rutilantes edificios de las calles aledañas.

La primera y obligada visita es a la plaza de Tiananmen, corazón de la capital y del país. Nos vamos a pie, siguiendo un mapa, que nos lleva a una avenida ancha donde las haya, flanqueada de edificios impresionantes. Es la avenida Wangfujing, que en el tramo próximo a la plaza pasa a llamarse Tiananmendong, arteria principal de Beijing y la zona más reluciente de una contundente capital. En ella tienen sus tiendas las mayores y más señaladas marcas internacionales y en ella hay hoteles de lujo asiático, algunos con porches que quitan el hipo. De Tiananmen recuerdo la fotografía, que dio la vuelta al mundo, de un estudiante frente a una fila de tanques en 1988, cuando la represión de las manifestaciones estudiantiles que pedían apertura política. Busco el sitio de la foto y me doy cuenta que no estaban en la plaza, sino en la avenida que la separa de la Ciudad Prohibida. La apertura económica no ha sido seguida de la política. La dirigencia china no parece dispuesta a repetir los errores desastrosos de Gorbachov, que llevaron a la destrucción de la Unión Soviética. La prensa está controlada por el Estado y todo lo que se publica, se oye y se ve pasa por esos controles. La televisión tiene una gama amplia de canales, todos en chino, salvo dos que transmiten en inglés y eran nuestra única ventana al mundo. En inglés, pero chinos, pues uno siente y palpa que la gente quiere que China sea por, para y de los chinos, incluido Taiwán. La «provincia rebelde» es una de las mayores inversoras en China, al igual que los chinos de la diáspora que, cuando pueden, invierten también en su madre patria.

La plaza está dominada por tres construcciones. Una es la Ciudad Prohibida, residencia de los emperadores chinos durante siglos. La segunda es el Palacio del Pueblo, sede central de Partido Comunista Chino y lugar donde celebra sus reuniones el Comité Central. La última es el mausoleo del presidente Mao Tse Dong. Hay un cuarto edificio que es un museo y que luce frente a su fachada un gran monolito alusivo a las Olimpíadas que se van a celebrar en Beijing en 2012. La plaza es un hormiguero de gente, moviéndose sin cesar, entre unos edificios y otros. La vigilancia policial es notoria y no dejan que grupos de personas permanezcan en un mismo sitio mucho tiempo. Grupos de soldados desarmados e impecables marchan por distintos lugares de la plaza, los más nutridos a hacer los honores a la bandera, arriada al atardecer en ceremonia solemne, seguida por centenares de personas.

Centenares de ciudadanos chinos hacen fila para entrar al mausoleo de Mao. En la tercera visita que hacemos a la plaza logramos entrar, después de dejar bolsos y mochilas pequeñas en un guardarropa situado al otro lado de la calle. El mausoleo impresiona por sus dimensiones y solemnidad. Pasamos callados y sin detenernos frente al sarcófago transparente que guarda los restos de Mao. Se palpa la reverencia y devoción con que los chinos honran al fundador de la República Popular. No es para menos. Mao y el Partido Comunista tomaron una China humillada y expoliada y construyeron, pese a sus grandes errores, un Estado poderoso convertido hoy en una gran potencia mundial, que impone respeto y hace crujir la hegemonía occidental y los mercados. La destrucción de la Unión Soviética y la desarticulación del Partido Comunista, en cambio, devastó a la ex URSS y ha dejado a Rusia reducida a potencia de segunda categoría, con EUU y la OTAN metiéndole tropas en las costillas, algo que con la URSS hubiera sido imposible de imaginar.

Antes de abandonar el mausoleo se pasa por unas salas-museo dedicadas a la lucha del Partido Comunista contra Japón y el Kuomintang, con la epopeya de la Larga Marcha como eje central. Siguen varias salas dedicadas a enaltecer la memoria de Deng Xiao Ping, el dirigente comunista que puso en marcha las reformas económicas que han permitido a China dar el gran salto. Son salas dominadas por el rojo, color del Estado y del Partido. Fuera ya, decenas de vendedores ofrecen recuerdos de Mao y Deng y símbolos con la hoz y el martillo. A la entrada y salida del mausoleo, conjuntos escultóricos propios del realismo socialista recuerdan la gesta guerrillera y revolucionaria, con Mao como supremo dirigente.

En la plaza de Tiananmen tampoco hay mendigos, menesterosos ni harapientos. La gente viste bien y el tráfico es mayor, sin llegar a los atascos terribles de ciudades similares. Jóvenes con pinta de universitarios se ofrecen a los turistas como guías, que uno de ellos explica es por ganar dinero extra y practicar el inglés. Sobre la entrada principal de la Ciudad Prohibida cuelga un retrato gigante de Mao, convertido en icono de la plaza. A ambos lados, en chino, la leyenda «Viva la unidad y la fraternidad de los pueblos del mundo». El internacionalismo proletario sigue vigente, al menos en la leyenda.

VIII

La Ciudad Prohibida es el conjunto palaciego más grande del mundo, testimonio de la megalomanía de los emperadores chinos. Está formado por una suma de palacios, jardines y dependencias de funcionarios, soldados y siervos con capacidad para miles de personas. La plebe tenía prohibido acceder a ella y de allí su nombre. En ella permaneció encerrado Pu Yi, el último emperador, tras la proclamación de la República, en 1911. Pu Yi fue después capturado por el ejército comunista, enviado a campos de reeducación y finalmente integrado en las estructuras del Partido. Llegó a ser miembro del Comité Central, del que siguió formando parte hasta su muerte. Su historia no está contada en la Ciudad Prohibida, sino en el Palacio de Verano, en las afueras de Beijing, donde puede leerse en inglés la inesperada historia del último de los Manchúes.

Buena parte de los palacios están vallados por obras de conservación. En uno de ellos vemos un cuadro singular. Una docena de carritos de bebés con dos docenas de occidentales que adivinamos españoles. Lo son. Llegaron a China para adoptar a algunas de las miles de niñas anualmente abandonadas por sus padres, en lo que constituye una de las consecuencias más terribles de la política de «un hijo por familia». Esta drástica medida fue adoptada en 1980 ante el incontrolado crecimiento poblacional, que amenazaba los cimientos económicos y sociales del país. China tenía, en 1950, unos 500 millones de habitantes. En los 80 sumaban mil millones. El Estado cortó por lo sano, imponiendo la ley de un hijo y castigando con duras sanciones económicas a quien la incumpliera. La medida fue efectiva, pues la natalidad se redujo al 1% y la economía se multiplicó con creces. Su peor efecto secundario fue que, sobre todo en el campo, donde no tener un hijo varón se considera una desgracia, las familias abortaban si sabían que venía una niña o simplemente la abandonaban. Los orfanatos se han llenado de niñas, que atraen a familias europeas por la relativa facilidad de adopción. El efecto subsiguiente se hace notar en el presente. Hay un déficit calculado de 40 millones de mujeres (o un superávit de 40 millones de varones).

Dentro de la Ciudad Prohibida hay actividades culturales y lugares para artistas. Entramos en uno donde profesor y alumnas exhiben sus pinturas. Algunas son de buena y competente factura y mejores precios. Venden para financiarse. Compramos unas cuantas y nos despedimos satisfechos todos, nosotros por la compra, ellos por la venta.

IX

Absurdo es visitar China sin ver y recorrer su interminable y monumental muralla, la mayor obra de ingeniería jamás construida por una cultura humana. Iniciada por el emperador Qin Shi Huang, la muralla se extiende a lo largo de 5.200 kilómetros y separa el valle del río Amarillo de la Manchuria interior, de donde llegaban las oleadas de jinetes mogoles a saquear ciudades y pueblos. En el hostal ofrecen tres tipos de excursiones. La parte más próxima de muralla, reconstruida en fecha reciente y la más visitada por los turistas, es una especie de Disneylandia que desechamos de inmediato. El segundo tramo es más retirado y auténtico, pero es el tercero el que resulta verdaderamente atractivo. Está mucho más lejos -tres horas y media en autobús- y es más duro de recorrer. La excursión consiste en que el bus deja en un sitio y recoge en otro, al que se llega tras cuatros horas de marcha sobre la muralla. La información dice que no es apto para personas de escaso bagaje físico o poco proclives a la aventura. Escogemos, por supuesto, el recorrido heroico.

El bus se adentra por Beijing y la ciudad muestra su vigor. Torres y rascacielos se distribuyen en todas direcciones, con la misma fiebre constructora observada en Shanghai. Poco parece quedar de la vieja ciudad. Tampoco parecen faltar multinacionales, cuyos letreros y anuncios se distribuyen por todas partes. China es un bocado demasiado apetitoso para ausentarse de él. Éstas invierten, transigen, construyen y transfieren tecnología. China, a cambio, les ofrece mano de obra barata y un inmenso mercado interno en expansión.

A medida que nos alejamos del centro aparece otra China. Las calles se van atascando de gente y vehículos, las vías se muestran insuficientes y, ya en la carretera, ésta no es una de las autopistas enormes que hemos visto, sino una carretera normal, insuficiente para la densidad de tráfico que hay. Aparecen pequeños comercios por doquier y gente moviéndose en lo que puede. El viaje se hace lento y pesado hasta que logramos salir del cinturón periférico de Beijing. El contraste con la ciudad es notable, aunque se mantienen los rasgos vistos en otros sitios. Las construcciones asoman. Sigue sin haber mendigos ni harapientos. No hay señales de hambre ni de miseria. Eso sólo es posible manteniendo en función los mecanismos básicos del sistema socialista. Otra explicación no parece encajar.

El autobús nos deja en una entrada que anuncia la proximidad de la Gran Muralla. Es difícil no sentir emoción y no recordar cuando vi, por vez primera, las pirámides de Egipto, el deslumbrante Taj Majal o la magnífica Tikal. En la entrada se nos pega un grupo de hombres y mujeres que, por sus rasgos y vestimenta, puede adivinarse que son mogoles. Van cargando pequeños bolsos y hablan con palabras aisladas en inglés que dudamos entiendan a cabalidad. No comprendemos qué hacen junto a nosotros, aunque es obvio que buscan un pago por la compañía. Al fin vemos la muralla, aunque el ángulo no es el mejor para apreciar su grandiosidad. Subimos a ella y es preciso caminar unos centenares de metros para alcanzarla y ver cómo se extiende sobre la cresta de montañas y cerros. La muralla está segmentada por torreones, levantándose uno cada cien metros de muralla. Nunca protegió realmente al imperio chino, pero durante dos mil años sus emperadores la repararon y mantuvieron como limes defensivo, gracias a lo cual ha llegado a nosotros.

La muralla ofrece una visión interminable a izquierda y derecha, en medio de parajes desolados por la falta de árboles y una notable falta de agua. La accidentada y vasta zona que contemplamos muestra uno de los problemas más graves de China, la deforestación, consecuencia de la falta de recursos energéticos y la altísima densidad de población. Algunas partes se ven reforestadas, pero son parches en medio del desarbolado paisaje. Acompañados por nuestras no invitadas guías mogolas, iniciamos la caminata. Hace un sol engañador, pues calienta pero no neutraliza el fresco aire que corre. No obstante, a medida que avanzamos subiendo y bajando la muralla, en algunas partes con pendientes y bajantes casi de alpinista, las fuerzas decrecen y subir a los torreones se convierte en un reto para la condición física. Partes de la muralla están tan dañadas que es preciso cruzarlas por senderos laterales. Otras se mantienen pero en tal estado que es preciso subir y bajar con suma precaución, para evitar caer, lo que podría ser grave. No cabe duda que repararla, mantenerla y conservarla implica gastos proporcionales a la extensión de la muralla. En algunos torreones nos paramos a tomar aire y ganar fuerzas para seguir. En otros es preciso echar una mano a viajeras pasadas de peso. Bancales, arboledas y parcelas cultivadas emergen de ciertas partes, siendo casi los únicos indicios de habitación humana. No hay aquí la generosidad del valle del Yangzé, sino todo lo opuesto.

A mitad más o menos del camino nuestras inesperadas guías sacan folletos y libros sobre la Gran Muralla y piden, con gestos, que se los compremos. Da grima decir que no después de la caminata que se han dado, pero son cosas que no necesitamos. Otros toman el relevo en ese punto, de lo que se deduce que tienen repartido el tramo de muralla. Es la gente más pobre que hemos encontramos. No piden limosna. Quieren vender. Yosi compra una guía de la muralla que va a parar a mi mochila pequeña. Ahora toca seguir.

Llegamos, al fin, después de cuatro horas de caminata, al fin del trayecto. Los pies duelen y la sed aprieta, pero ha valido indudablemente la pena. Recorrer diez kilómetros de esta muralla milenaria debería ser parte de un plan de vida. La llegada, sin embargo, es casi más dura que la muralla. Debemos bajar a un valle, atravesar un pequeño puente colgante sobre un río y luego subir (¡subir!) una empinada cuesta hasta llegar a nuestra meta. Una suave bajada engaña, pues una confiada excursionista se enreda en sus cordones y acaba la jornada con un costalazo aparatoso sin mayores daños, seguido de crueles y humanas risas. Machacaditos y contentos subimos al bus, pues hemos cumplido una meta central del viaje.

X

La última jornada nos lleva al Palacio de Verano, al Museo de Ciencias y a los jutong de las zonas que recorremos. Nos metemos en las callejuelas del jutong y gozamos de la China real que, en islas, todavía sobrevive al Beijing constructor. Calles abigarradas y llenas de gente, con tiendas y comiderías como principales sitios de convocatoria. Asomamos la nariz por la entrada de una zona de viviendas familiares, que se ven pobres y modestas. Hay retretes públicos en distintas partes, que parecen comunales, pues hemos tenido ocasión de comprobar que, en la cultura china tradicional, los retretes no ocupan un sitio principal. Es un punto negro que el gobierno quiere modificar, promoviendo poco a poco los inodoros occidentales, a medida que avanza la red de saneamiento.

El Palacio de Verano es un complejo enorme de palacios, templos, jardines y paseos, con un hermoso lago como centro. No obstante, es el Museo de Ciencias el que sorprende más. China posee algunos de los mayores yacimientos fósiles del mundo y el museo es un compendio de esa riqueza. Los esqueletos fósiles de dinosaurios, mamuts y una larga lista de especies animales y vegetales desaparecidas llenan las vitrinas de sus varios pisos. Mensajes conservacionistas se leen en chino e inglés. Con todo, lo más estremecedor lo descubre Yosi, que nos convoca a gritos. Se trata de una sala dedicada al cuerpo humano. Su singularidad es que se trata de órganos y cadáveres… auténticos. Dos cuerpos enteros están de pie y dos acostados, inmersos en líquidos. Dos cabezas partidas dejan ver el interior y las formas de sus órganos incluido, claro está, el cerebro. No falta nada, ni siquiera fetos en sus distintas etapas. La sala, leemos, ha sido resultado de la colaboración de universidades de Europa, EEUU y Australia con el museo. Los cadáveres parecen de blancos. En el museo de un pueblo de España tenían en exhibición a un negro disecado hasta que un médico haitiano montó un escándalo y lo repatriaron para que fuera enterrado en su África natal. Los chinos exhibirían blancos en formol. Desde mi visita, años ha, a la sala de disección de la Universidad Nacional Autónoma de México no había visto nada tan macabro, lo que no reduce un ápice la curiosidad. Por vez primera puedo observar nuestras interioridades bien cortaditas y mejor envasadas. Feos somos, me digo, y el sitio no parece indicado para recitar poemas de amor.

XI

El Mercado de la Seda está ahora en un moderno edificio de siete pisos y escaleras mecánicas. Hace pocos años el gobierno de Beijing lo trasladó de su sitio tradicional, para convertirlo en un moderno centro comercial. Es el corazón del delirio consumista de los visitantes extranjeros, que atiborran sus pasillos desde la apertura hasta el cierre. Ropa, zapatos, relojes, valijas, objetos deportivos, todo de marcas estelares, y hasta sastrerías que hacen un traje a la medida de un día para otro, ocupan todo el edificio. Los precios son irrisorios. Calzado deportivo que en Madrid cuesta 100 euros aquí es posible comprarlo por 15 euros. Suéteres de casimir de 140 euros vendidos a 30. Relojes de 200 a 10 euros. Raquetas de tenis de 120, a 35. Los europeos se mueven entre una tienda y otra con los ojos transidos de consumo y nosotros con ellos. Compramos bolsos y valijas para cargar con lo comprado. La fábrica del mundo conquista con precios mínimos y excelente calidad. Los dependientes chinos hablan palabras sueltas en inglés y hasta en español y nada más.

El regateo duro es regla imprescindible, pues el precio puede bajar hasta un 500% respecto del dado a la primera pregunta. La incomunicación lingüística es resuelta con calculadoras. El vendedor pone un precio -digamos,100-, el comprador otro -10- para quedar en 35. En esas batallas monetarias nos pasamos un día entero, para salir como turcos cargando ropa, zapatos y otros menesteres para varias generaciones. Europa y EEUU mantienen un pulso constante con China por la falsificación y copia de marcas, sobre todo en textiles, calzado, relojería y productos deportivos. El gobierno chino asiente y sonríe. Las multinacionales más insignes tienen en China fábricas inmensas, donde miríadas de obreros en jornadas durísimas fabrican los productos que luego venden fuera a precio de oro. Usando la experiencia adquirida, empresarios chinos fabrican lo mismo y lo venden a precios tan competitivos que las multinacionales no pueden con ellos. En Europa y EEUU cierran fábricas por la demoledora competencia china. Los empresarios demandan medidas proteccionistas y el cierre de mercados a los productos chinos, negando así el credo dogmático de libre comercio que aplican a los países débiles. Pronto, a estos productos se sumarán automóviles, como ya lo han hecho motocicletas, en un nuevo escalón de la pirámide productiva que apenas comienza, pues la capacidad fabril china se vislumbra inagotable. Un informe reciente de Naciones Unidas advierte de que las desigualdades en China aumentan con la riqueza. Despachos de prensa informan que el gobierno aplicará medidas para mitigarlas. Hay mucha especulación sobre el tema. Sobre el terreno lo que se ve son 1.300 millones de seres laboriosos y disciplinados, con un alto espíritu patriótico y hasta ahora bien gobernados. El Mercado de la Seda es una muestra de lo que viene.

XII

Antes de despedir Beijing con una cena como corresponde, decido pasar por un pequeño supermercado de una multinacional francesa, a comprar unos cuantos productos chinos. Cuando vimos el supermercado por vez primera nos quedamos sorprendidos, pues no era de esperar encontrar uno en China. Había sido fácil percatarse, desde los primeros paseos por Shanghai, que la práctica totalidad de bienes ofertados está fabricada en China, como indica el hecho de que los productos de las tiendas están en chino. La cantidad de población asegura un gran mercado en constante expansión y la política estatal de industrialización presiona a las empresas para que instalen sus fábricas en China. Los productos importados son, en lo que se ve, grandes marcas en toda su gama, desde vehículos hasta joyería, pero a precios exorbitantes, incluso para un occidental medio.

La visita al supermercado me permite hacer un rápido estudio de mercado. Todo está, efectivamente, hecho en China. Busco productos importados y no los veo por ninguna parte, pues hasta el vino que se oferta es chino. Hay un porcentaje representativo de productos de multinacionales, pero made in China. Al momento de pagar me fijo, accidentalmente, en una pequeña vitrina con llave. Allí están los productos importados. Desodorantes, champú, lociones y poco más. Bagatelas. Pienso inmediatamente en los supermercados de Nicaragua y la comparación se hace obscena. En este país misérrimo y arruinado los supermercados desbordan de productos importados. En China, pese a la astronómica cantidad de divisas que ingresa, los supermercados ofertan sólo nacional.

China fabrica todo lo que puede -que es mucho-, importa lo que necesita y los bienes suntuarios son gravados fuertemente, sin desmedro de los planes de desarrollo. Medidas imprescindibles para una economía en despegue, con el Estado controlando las divisas y adjudicándolas según interese a su estrategia de desarrollo. No hay derroche ni despilfarro como ocurre en las economías latinoamericanas, de supermercados atestados de productos importados y masas ingentes de la población excluidas de la economía. Japón y Alemania hicieron lo mismo después de la II GM, como única forma de hacer acopio de divisas para financiar la reconstrucción de esos países y re-industrializarlos. Aquí se ve otra vez la mano férrea del Estado y del Partido. Este control le ha permitido a China acumular 450.000 millones de dólares en reservas y a sus empresas expandirse por los mercados mundiales. Lenovo compró la filial de computadores de IBM y la petrolera estatal National Offshore Oil Corp. (CNOOC) quiere adquirir UNOCAL, la quinta petrolera de EEUU, lo que ha provocado un terremoto en este país, donde el gobierno Bush está decidido va vetar la compra. Otro ejemplo de lo que entiende EEUU por libre flujo de capitales y empresas.

Con las compras en mano vuelvo al hostal, a reunirme con mis colegas. Queda la cena de despedida, que será en el pequeño restaurante musulmán al que religiosamente hemos acudido desde que descubrimos las delicias de su cocina, destacando las gruesas y exquisitas tortillas de harina de trigo, adobadas con especias, acompañadas con cerveza del país, y culpables en gran medida de mi añoranza de China. El día anterior habíamos concurrido por vez última a una sesión de masajes chinos dados por ciegos, como manda una tradición milenaria, y en noches anteriores asistimos a una función de las asombrosas acrobacias chinas y a una versión sui generis y teatralizada del archifamoso Kung-fu.

XIII

El aeropuerto de Beijing es grande y bien organizado. Pasamos los controles sin más problema que la indicación por un policía, según creo entender, de que no puedo subir al avión con las botellitas de aguardiente chino de 60º que llevo. No entiendo el por qué pues las tiendas rebosan de productos alcohólicos, pero considero más prudente no discutir. Una azafata se hace cargo de mi aguardiente y la sigo sin saber dónde. En una tienda cambia la bolsa por otra más fuerte y, sin decir más, me devuelve lo mío y se va. Guardo las botellas y vuelvo a mi grupo igual de perplejo. No saber chino tiene esas perturbaciones. En el avión va la tropa de padres adoptivos y sus nuevos vástagos. Ruego que no me toque ninguno cerca, pero hoy ni Buda ni Confucio me tienen entre sus prioridades. La salida del vuelo se retrasa cinco horas y me toca un asiento rodeado de tiernos y graciosos nenes.

El avión al fin sale y sobrevolamos Manchuria, Mongolia y la extensa y gélida Siberia. De Beijing salen y a Beijing llegan los trenes que empalman con el Transiberiano y el Transmongoliano. Del hostal se podían hacer los arreglos. Vemos Siberia y trazamos planes y ruta. Se trata de volver a China, recorrer el norte y llegar a Vladivostok. De allí en tren hasta Moscú. Porque a China hay que volver, sin duda alguna, que es preciso conocer más y mejor al país que marcará el rumbo del siglo XXI, como también hay que ver la nueva Rusia, destinada, por sus recursos y población, a resurgir como potencia. El regreso, por tal motivo, deber ser por tierra. Que vivir es necesario, pero viajar lo es mucho más.