Traducido del francés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos
Este año no conmemoramos el 50 aniversario de un acontecimiento que no existe, al menos en la conciencia colectiva de Occidente, lo que Noam Chomsky denomina la invasión estadounidense de Vietnam del Sur [1]. Sin embargo, fue en efecto en 1962 cuando Estados Unidos empezó a bombardear Vietnam del Sur para tratar de salvar a un gobierno sudvietnamita que él había instalado poco después de la derrota de Diên Biên Phù y los acuerdos de Ginebra de 1954 que pusieron fin a la parte francesa de la guerra. En aquella época el presidente estadounidense Eisenhower se había negado a que se celebraran las elecciones previstas en estos acuerdos, elecciones que debían llevar a la reunificación del sur y el norte del país, pensado que las ganaría Ho Chi Minh. En 1962 este gobierno sudvietnamita se había vuelto totalmente impopular y corría peligro de desmoronarse ante una insurrección interna.
Lo que en la historia oficial se denomina Guerra de Vietnam solo comenzó en 1964-1965 con el incidente del golfo de Tonkin y el inicio de los bombardeos sobre Vietnam del Norte. Pero el hacer que esta guerra empiece en esta fecha permite mantener el mito estadounidense de una «defensa» de Vietnam del Sur con respecto al del Norte y no tener en cuenta la no celebración de las elecciones después de 1954 ni el envío de la Fuerza Aérea estadounidense a bombardear el sur a partir de 1962.
La expresión «invasión estadounidense de Vietnam del Sur» está calcada de la de invasión de Afganistán por la Unión Soviética en 1979, la cual se produjo para salvar a un gobierno afgano que la Unión Soviética había contribuido a establecer. La comparación es injusta para la URSS (país limítrofe de Afganistán y no alejado miles de kilómetros como lo era Vietnam de Estados Unidos), pero aún así, la expresión «invasión estadounidense de Vietnam del Sur» es impensable, inaudible en nuestra sociedad, incluso, la mayoría de las veces, en los movimientos pacifistas.
Sin embargo, esta intervención en 1962 es el origen de una de las mayores tragedias del siglo XX y la peor desde 1945: tres países devastados (Vietnam, Camboya y Laos) y millones de muertos (aunque nadie sepa exactamente cuántos). En lo que se refiere a la contabilidad de las víctimas, los estadounidenses aplicaron el mere gook rule: si está muerto y es amarillo, es un vietcong, es decir, un guerrillero comunista. Esta manera de contar tenía la ventaja de minimizar la cantidad de muertos civiles.
No hay deber de memoria alguno respecto a los vietnamitas. Ninguna ley prohíbe el revisionismo generalizado que reina en nuestra cultura respecto a este no acontecimiento. No se construyen museos ni se erigen estatuas en recuerdo de los muertos y los heridos en este conflicto. No se crean cátedras universitarias para estudiar esta tragedia. Las personas que participaron en esta tragedia y que regularmente hacen apología de ella son recibidas en todas las cancillerías del mundo sin que se lance acusación alguna de «complicidad» o de «connivencia».
De la Guerra de Vietnam no se ha sacada ninguna «lección de historia». Las lecciones de historia siempre van en el mismo sentido: Munich, Munich, Munich. La debilidad de las democracias frente al totalitarismo y vayamos, con la flor en el fusil, a detener un «nuevo holocausto», o mejor, enviemos bombardeos y drones contra los países dirigidos por los «nuevos Hitler», en Yougoslavia, Afganistán, Iraq, Libia, Siria o Irán mañana. El relato sobre Munich es falso incluso desde el punto de vista histórico, pero dejémoslo de lado. La astucia de «Munich» es permitir a la izquierda y a la extrema izquierda unirse a la bandera estrellada en nombre del antifascismo.
Peor, las tragedias que acompañaron el final de esta guerra de treinta años (1945-1975), los boat people y los jemeres rojos, fueron inmediatamente utilizadas en Occidente, sobre todo por los «intelectuales de izquierda», para dar origen y justificar la política de injerencia, a pesar de que el origen de estas tragedias es precisamente la constante injerencia de Estados Unidos en los asuntos internos de Vietnam.
Si se tuvieran que sacar «lecciones de la historia» de la guerra de Vietnam, irían todas en el «mal» sentido, el de la paz, del desarme, de un esfuerzo de modestia en Occidente con relación a Rusia, China, Cuba, Irán, Siria o Venezuela. Exactamente lo opuesto de las «lecciones» sacadas de Munich y del holocausto.
Los vietnamitas no eran víctimas de la «dominación simbólica» o del «odio», sino de bombardeos masivos. Además, no se veían como víctimas, sino como actores de su propio destino. Estaba dirigidos por uno de los mayores genios políticos de todos los tiempos, Ho Chi Minh, acompañado de un genio militar, Giap. No luchaban por la democracia, sino por la independencia nacional, noción anticuada en nuestro mundo «globalizado». Y esta lucha la llevaron a cabo contra unas democracias, Francia y Estados Unidos.
Con todo, los vietnamitas no odiaban nuestros «valores» (a decir verdad, una palabra inusitada en la época) ni a Occidente ni la ciencia ni la racionalidad ni la modernidad: simplemente querían compartir sus frutos. No eran particularmente religiosos y no razonaban en términos de identidad sino de clase. Hacían constantemente la distinción entre el pueblo estadounidense y sus dirigentes. Puede que esta distinción fuera simplista, pero permitió separar en el propio Estados Unidos a los dirigentes de una parte de su población.
Los vietnamitas no han recibido reparación alguna por los sufrimientos que se les infligieron. Nunca se les ha pedido excusa alguna. Además, tampoco lo han pedido: les bastaba su victoria. No han exigido que un tribunal penal internacional juzgue a sus agresores. Lo único que han pedido es que «se cierren las heridas de la guerra», lo cual, por supuesto, se les ha negado con desprecio. Como decía el presidente estadounidense Carter, futuro premio Nobel de la paz, «las destrucciones fueron mutuas». En efecto: unos 50.000 muertos en un lado, varios millones en el otro.
Los vietnamitas pasaron de una forma de socialismo a una forma de capitalismo, lo que provocó desgarradoras revisiones en algunas de las personas que les apoyaban en Occidente; pero en Asia, capitalismo y comunismo son seudónimos. Los verdaderos nombres son independencia nacional, desarrollo, dar alcance (y pronto superar) a Occidente.
Se les ha reprochado el querer reeducar a sus enemigos capturados, estos aviadores venidos de lejos a bombardear a una población que ellos creían que estaba indefensa. Puede que sea ingenuo, pero ¿acaso era peor que asesinarlos sin juicio o encerrarlos en Guantánamo?
Se enfrentaban a una barbarie sin nombre pero, fueran cuales fueran los problemas, siempre pedían que se encontrara una solución política y negociada, palabras que nuestros actuales defensores de los derechos humanos no pueden oír.
Su lucha fue importante en el principal movimiento de emancipación del siglo XX, la descolonización. También fue una especie de misión civilizadora a la inversa puesto que hicieron que un parte de la juventud occidental tomara conciencia de la extraordinaria violencia de nuestras democracias en sus relaciones con el resto del mundo. Luchando por su independencia nacional los vietnamitas lucharon por toda la humanidad.
Después de 1968 esta toma de conciencia desapareció poco a poco, disuelta en la ideología de los derechos humanos, en el subjetivismo y en el postmodernismo, y en el incesante conflicto de las identidades.
En el momento en el que nuestra política de injerencia se encuentra en un callejón sin salida y en el que suenan tambores de guerra contra Irán y Siria, quizá sería útil recordar esta decisión fatídica de 1962, mezcla de arrogancia imperialista y de creencia en la omnipotencia de la tecnología que había de sumir al sudeste de Asia en el horror. ¿También se puede decir «nunca más» ante las guerras no defensivas?