El autor, analista político y periodista experto en Irán, explica la historia reciente de una república donde impera una férreo control político y donde 78 millones de personas viven amenazadas por Israel y Estados Unidos
Entre recurrentes crisis políticas y un intenso proceso de asedio económico, diplomático y militar por parte del eje israelí estadounidense, lo que queda de República Islámica en Irán se dispone a pasar el día 3 de marzo el trámite de las primeras elecciones (al parlamento) desde que la «presidencial» de 2009 marcara la penúltima expulsión del escenario político oficial iraní: la de quienes primero ejecutaran en 1979 la toma de rehenes en la embajada americana como «estudiantes de la línea del Imam» (Jomeini) para ser conocidos luego como «la izquierda islámica» (estatal) y transmutarse finalmente desde 1997, con la «presidencia» de Mohammad Jatamí, en «los Reformistas».
Tras aquella «primavera de la libertad» de 1979, la historia de la revolución habrá sido otra vez la de un proceso de eliminación de las variadas identidades y corrientes políticas que componen una sociedad tan plural como la iraní. La primera, claro está, la de monárquicos y autoridades de la dictadura Pahlaví; para seguir con las fuerzas entre liberal y socialdemócratas del Frente Nacional mosaddeqista; el islamismo liberal y nacionalista del Movimiento por la Libertad (Nehzat-e Âzâdí), la izquierda islámica revolucionaria de los Moyahedín del Pueblo, el comunismo guerrillero de los Fedayines; el prosoviético Tudé; maoístas del Peykar; el islam receloso del autoritarismo jomeinista profesado por gran-ayatolás como Shariatmadarí o Montazerí.
Esto, sin hablar de las fuerzas no persas: kurdos, baluches, azeríes, árabes…; o de las tendencias religiosas diferentes del chiísmo duodecimano estatalizado: bahaíes, sufíes miles, evangelistas cristianos, suníes, chiitas laicistas. Eliminación en distintas formas y grados de violencia, desde la censura directa en los media y la ocultación del cuerpo femenino por represión vestimentaria (hiyab impuesto) a la persecución de todo sindicato obrero no controlado férreamente en vertical, pasando por la ejecución en secreto de entre cuatro y 30 mil presos políticos en 1988 o los asesinatos en serie de decenas de opositores exiliados e intelectuales disidentes en los años 90. Sólo una formidable renta petrogasera, con la consecuente hipertrofia del poder estatal y el desarrollo de fuertes redes clientelares, más la machacona llamada a la lucha contra el Enemigo exterior, han podido mantener en marcha este proceso durante más de 30 años.
Fue frente a dicha lógica violenta de exclusión que cobró forma y fuerza el movimiento reformista, con el lema «Irán para todos los iraníes» del «presidente» Jatamí, que quiso favorecer una relativa permisividad (y fomento) de espacios de expresión más libres. La estrategia teorizada por Said Hayarián de «presión desde abajo y regateo por arriba», como medio de imponer la apertura al núcleo duro del Estado comandado por el ayatolá Jameneí, los cuerpos de seguridad y la clase mercantil ultra tradicionalista del bazar, chocó con las contradicciones de la propia izquierda islámica estatal, que ni estaba dispuesta a poner en entredicho más de la cuenta a los poderes fácticos con su doctrina jomeinista de la «tutela del alfaquí» (del clero islámico), ni dejaba de participar a su vez en la represión de las corrientes que pudieran hacer escapar de su control a actores políticos e intelectuales autónomos.
Se favorecía la difusión de tesis liberales popperianas al tiempo que los medios autorizados insistían en la difamación de cuanto oliera a marxismo, izquierda o secularismo. Esa estrategia permitió que saliera a la luz pública la autoría parapolicial de los asesinatos en serie, pero dejó impunes a sus responsables. Concedió muchos permisos de prensa a sectores críticos, mientras que el poder judicial con el Líder Supremo a la cabeza iba cerrándolos uno tras otro. Subvencionó películas exitosas en los festivales de cine extranjeros, que sin embargo no se podían a menudo ver dentro de Irán. Impulsó una ley de prensa más liberal pero no supo defenderla cuando el ayatolá Jameneí ordenó su retirada. Y tampoco supo reaccionar cuando el Consejo de Guardianes vetó de forma masiva, desde el año 2000, toda candidatura electoral no lo bastante sumisa al poder de Jameneí.
Así fue como en 2005, en medio de la frustración general de las supuestas «clases medias» urbanas (el 70% de los iraníes viven en ciudades), los órganos de seguridad hicieron pasar a la «presidencia», aprovechando la singular tendencia iraní a votar desconocido y anti sistema, a su candidato Mahmud Ahmadineyad, que prometía justicia social con hechos en vez de palabrerío intelectualoide. La acción gubernamental ulterior, marcada por censuras redobladas y la puesta de cada vez más medios públicos en manos de los jefes militares fieles al Líder, hace difícil discernir, dentro o fuera de Irán, hasta qué punto los esfuerzos descentralizadores y el reparto de pequeñas subvenciones a los más necesitados se han materializado de verdad o han podido compensar la explosión de una inflación que los reformistas habían al menos logrado contener.
Alianzas diplomáticas
Mientras, por otro lado, las industrias iraníes son desmanteladas en beneficio de la producción china a cambio, si no de pagos en metálico, de un apoyo diplomático que acaso contenga la amenaza militar americano-israelí. En este ambiente fue que el golpe de Estado electoral de 2009 produjo la reacción popular de protesta pacífica que logró durante varios meses acercar y movilizar, dentro y fuera del país, a muy distintos sectores opuestos al aparato del poder, concentrado en manos cada vez más exiguas.
La crisis abierta prosigue pese a la exclusión de las masas por la represión, el miedo y el hastío ante la continuidad del ventajismo de los reformistas, tras romper el Líder con su candidato de 2005 y 2009 una vez que este ya sirvió de ariete para desarmar el reformismo -que ha anunciado desde la cárcel o el inmovilismo su abstención en marzo-. La banda de lumpen de Ahmadineyad, pese a las detenciones y acoso sufridos tras la ruptura y a comprobarse en marzo de 2011, con el encierro de 11 días del «presidente» para protestar por el veto de Jameneí a su control ministerial, que carece de apoyo popular efectivo, parece de momento haberse asegurado presencia parlamentaria amenazando con desvelar la corrupción de las más altas esferas del Estado, método más efectivo que las componendas de la antigua izquierda islamista. Mientras, fuera del Estado hacen estragos, como en tantos países de subsuelo menos afortunado, la pobreza, la atomización social y la depresión: terreno propicio para el desastre de una intervención exterior.
Fuente: http://www.diagonalperiodico.net/1979-2012-de-la-primavera-de.html