Los gobiernos de Myanmar (Birmania) y Bangladesh suscribieron el 23 de noviembre un acuerdo para el retorno de los rohinyás musulmanes, más de 600.000 personas que escaparon de la persecusión en el estado birmano de Rakhine y se refugiaron en la localidad bangladesí de Cox’s Bazar. Varios representantes de organizaciones de derechos humanos coinciden en […]
Los gobiernos de Myanmar (Birmania) y Bangladesh suscribieron el 23 de noviembre un acuerdo para el retorno de los rohinyás musulmanes, más de 600.000 personas que escaparon de la persecusión en el estado birmano de Rakhine y se refugiaron en la localidad bangladesí de Cox’s Bazar.
Varios representantes de organizaciones de derechos humanos coinciden en que lo ocurrido en Birmania equivale a una limpieza étnica de las fuerzas armadas birmanas que se agravó a partir de agosto de este año.
Bangladesh deberá armar listas de personas que esperan retornar de forma voluntaria.
Por su parte, Birmania revisará la lista de solicitudes para definir si esas personas son admisibles para la repatriación. Los retornados deberán entregar copias de tarjetas de identidad y documentos que certifiquen el domicilio en ese país.
La movida puede crear la ilusión de una decisión política de dos gobiernos que avanzan hacia la atención de una crisis de refugiados compartida. Pero no es más que un gesto vacío.
Uno de los primeros factores a considerar es el proceso de verificación que hará Birmania para el retorno de los refugiados. El gobierno militar de ese país ha tenido una política consistente de retener documentos oficiales de los rohinyás musulmanes o de confiscar y destruir los pocos que tienen.
Un documento del gobierno británico documentó cómo el gobierno birmano cambió sus normas en materia de ciudadanía en 1989, lo que hizo que los documentos de residencia de la mayoría de los rohinyás fueran inválidos.
Las autoridades recogieron las tarjetas inválidas, pero en la mayoría de los casos no entregaron las nuevas, por lo que muchos quedaron sin documentos oficiales a principios de aquel año.
La mayoría de los rohinyás que huyeron a Bangladesh lo hicieron bajos circunstancias difíciles, pues sus aldeas estaban incendiadas y sus vidas en peligro. Escaparon desesperados con sus hijos y sus adultos mayores. ¿Cuántos habrían podido darse el lujo de tener tiempo y seguridad como para buscar sus documentos antes del éxodo?
El acuerdo entre Bangladesh y Birmania especifica que los refugiados deberán retornar a sus hogares y a sus propiedades, lo que es altamente improbable porque numerosos pueblos rohinyás fueron incendiados y sus animales y terrenos confiscados por sus vecinos budistas.
En la segunda semana de este mes, Birmania anunció que construiría campamentos para algunos rohinyás retornados. Pero no queda claro si es una propuesta seria, pues no hay detalles sobre su capacidad.
Solo se sabe que el ministro de reasentamiento, Win Myat Aye, dijo que su país no aceptaría más de 300 personas por día. A ese ritmo, llevaría más de cinco años y medio el regreso de los 600.000 rohinyás que huyeron a Bangladesh.
La otra cuestión es que el reasentamiento tiene que ser voluntario. Pero surge la duda de ¿por qué un rohinyá querría mudarse de un campamento de refugiados en un país relativamente seguro a otro en un estado muy hostil y en el que su seguridad depende de las mismas personas que asesinaron a su familia y quemaron su aldea?
Varios rohinyás entrevistados en Bangladesh dijeron que si les otorgaban la ciudadanía y los mismos derechos, entonces regresaban a Birmania. Pero es muy improbable, dada su historia de privar sistemáticamente a esa comunidad musulmana de sus derechos humanos más básicos.
El gobierno birmano no dio garantías sobre el estatus legal de los retornados ni habló sobre su seguridad. Podrían terminar siendo considerados «inmigrantes de Bangladesh», una etiqueta que ya usan sus perseguidores para describirlos.
Sobre el proceso de repatriación, una declaración del comandante en jefe, general Min Aung Hlaing, hizo resurgir el temor sobre la seguridad de los posibles retornados.
«La situación debe ser aceptable para la etnia local de Rakhine y los bengalíes, y debe subrayarse el deseo de la población local, quienes son los verdaderos ciudadanos de Myanmar», señaló.
Todo eso plantea varias dudas sobre el acuerdo entre Bangladesh y Birmania. Varias autoridades bangladesíes consultadas en Daca tras la firma del documento parecen dispuestas a repatriar a los rohinyás sin pensar mucho cómo se instrumentar la movida, pues consideran a los rohinyás una carga económica para su empobrecido país y una posible amenaza a la seguridad nacional.
Bangladesh ha tratado de mantener a los refugiados rohinyás en campamentos aislados del resto de la sociedad como forma de dejar claro que no está previsto que se queden de forma definitiva. Los representantes bangladesíes firmaron el acuerdo porque desde su punto de vista, cualquier acuerdo que los devuelva a su país es bueno.
Para el gobierno civil de Birmania y su gobernante Aung San Suu Kyi, el acuerdo es un ejercicio de relaciones públicas para acallar la condena internacional.
Fuentes en Birmania declararon a esta agencia que no hay comunicación entre el ejército y el gobierno de Aung San Suu Kyi. Y sin apoyo militar, aun si ella tuviera intenciones, no podría haber evitado que los uniformados agredieran a la población rohinyá.
La comunidad musulmana lo sabe. Y por eso no hacen fila para llenar los formularios de reasentamiento alrededor de Cox’s Bazar, en Bangladesh.
Por ahora, quedarse allí es la mejor opción para los rohinyás. Este país debe dejarlos quedarse y no tratar de que crucen la frontera (nuevamente) y caigan en manos de sus perseguidores.
Azeem Ibrahim, investigador del Center for Global Policy, es autor «The Rohingyas: Inside Myanmar’s Hidden Genocide.» (Rohinyás: Dentro del escondido genocidio en Myanmar).
Este artículo fue publicado por The New York Times el 6 de diciembre de 2017.
Traducido por Verónica Firme