El antiterrorismo se está convirtiendo en el motivo básico de las políticas de muchos estados. Esto es comprensible ante la actividad de algunos grupos terroristas de nefasta ejecutoria en varios países del mundo. Pero al igual que ocurrió con el anticomunismo -que durante decenios fue la obsesión de muchos gobernantes occidentales- el antiterrorismo no es […]
El antiterrorismo se está convirtiendo en el motivo básico de las políticas de muchos estados. Esto es comprensible ante la actividad de algunos grupos terroristas de nefasta ejecutoria en varios países del mundo. Pero al igual que ocurrió con el anticomunismo -que durante decenios fue la obsesión de muchos gobernantes occidentales- el antiterrorismo no es sino una idea de oposición a algo, un «anti-» más que se une a la larga lista de otros que le han precedido en la historia de la humanidad. Ninguno de ellos ha contribuido mucho al progreso de ésta porque, al desaparecer el elemento que generaba la oposición, estos conceptos suelen perder gran parte de su sentido. No sirven, por lo general, para motivar el entusiasmo positivo de los pueblos sino para moverlos contra un enemigo, generalmente temporal. El antifascismo, por ejemplo, ha sido una idea positiva en la lucha contra todos los fascismos, pero ganada ésta, pocas veces ha servido para materializar después políticas coherentes de verdadero progreso. Cuando en España se acaba de crear un nuevo organismo para coordinar las actividades antiterroristas de los órganos de seguridad del Estado -lo que parece, en principio, razonable-, no es superfluo recordar un hecho que pone de relieve la posibilidad de excesos inaceptables en la lucha antiterrorista. Ha sido publicado en el semanario británico The Guardian Weekly y tiene su origen en Pakistán. Entre los sectores más indigentes de este empobrecido país, la emigración es el único modo de salir de la miseria. Así hablaba una viuda, madre de nueve hijos, en un miserable pueblo del Punjab: «Somos muy pobres; la educación que reciben nuestros hijos no les sirve para conseguir un trabajo. Sólo podemos emigrar. La vida es buena para los que tienen hijos en Europa o América. Poseen buenas casas y coches. Disponen de dinero para casar a sus hijas». Todos creen que «con un solo familiar [que emigre] puede cambiar la vida de los demás y darles un futuro próspero y brillante». Así pues, su hijo de 20 años intentó emigrar, junto con otros cinco pakistaníes y un indio. Pretendían llegar a Grecia y buscar trabajo en las instalaciones de los juegos olímpicos. La madre introdujo en los bolsillos del hijo copias de dos versículos del Corán, para protegerle de los peligros de la aventura. (No hace muchos años, algunas madres españolas colgaban escapularios del cuello de sus hijos emigrantes a Europa, con idéntico propósito). Vendió casi todo lo que tenía para poder pagar más de 2.000 dólares a la red ilegal que le trasladaría a Turquía, y los 4.500 que abonaría cuando su hijo le llamara, sano y salvo, desde Grecia. El itinerario les llevaría a través de Bulgaria y Macedonia. No se completó. La viuda se ahorró el segundo plazo y perdió a su hijo. El fervor antiterrorista lo eliminó brutalmente. Los siete emigrantes fueron «bajas colaterales» en la lucha internacional contra el terror. Veamos cómo. Al llegar a Macedonia, ellos no eran conscientes de que el Gobierno de este país y sus fuerzas policiales deseaban ganar el favor de EEUU y mostrar que el país era un aliado firme y leal en la lucha antiterrorista proclamada por la Casa Blanca. Así que, mientras buscaban el modo de pasar a Grecia, la Policía los asesinó fríamente. Se colocaron bolsas con armas y uniformes junto a los cadáveres. Se interpretaron los versículos del Corán como si fueran textos terroristas. Y se anunció triunfalmente que siete «muyaidines» que planeaban atacar la Embajada de EEUU habían sido abatidos por la Policía. La prensa internacional reprodujo la nota oficial y se olvidó del asunto. Encajaba bien dentro de la paranoia antiterrorista reinante a comienzos del 2002, cuando sucedió el hecho. Más de dos años después, gracias a la insistencia de un abogado pakistaní defensor de los derechos humanos, el asunto ha salido a la luz. Un funcionario macedónico ha admitido: «Perdieron la vida en un asesinato planeado, para que la Policía y los órganos del Estado pudieran aparecer ante el mundo como participantes activos en la guerra contra el terror». Varios agentes están siendo juzgados por este crimen. El entonces ministro del Interior ha desaparecido del país y se le cree escondido en Croacia. Pero los emigrantes vilmente asesinados por los órganos de un Estado que se creía justificado para hacer cualquier cosa con tal de ser incluido en la lista de «los buenos» no volverán a la vida. Podrá indemnizarse a las familias que perdieron lo poco que poseían para intentar mejorar su condición, pero la obsesiva guerra contra el terror, que Bush ha emprendido y que tantos otros gobernantes han secundado con ciego entusiasmo, se habrá cobrado unas nuevas víctimas inocentes. Lo que ocurrió en Macedonia con esos desventurados emigrantes podrá repetirse en cualquier parte del mundo, con ciudadanos de cualquier otro país, mientras la paranoia antiterrorista que nos aqueja no sea moderada por los esfuerzos de la razón y se aprenda a valorar en su justa medida un peligro más -el terrorismo- de los muchos que acechan cada día a todos los seres humanos. El anticomunismo justificó a los ojos de los gobernantes occidentales muchas infamias: crueles dictaduras, asesinatos, traiciones, terrorismo de Estado, etc. Hay que esforzarse porque el actual concepto del antiterrorismo no se convierta en una nueva carta blanca que permita a los estados convocados a esta guerra ignorar el obligado respeto a los derechos humanos, sin el que toda autoridad estatal pierde su razón de ser.
Alberto Piris es General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)