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El desaforador

Fuentes: La Jornada

Lo sabes: tu política es el arte de comer mierda mientras sonríes. «Delicioso», dices con cara de estar probando un plato salido de la cocina de los mismos ángeles, mientras te llevas otro pedazo de excremento a la boca. Por eso te levantaste jubiloso de tu curul y abrazaste a tu compañero de bancada este […]

Lo sabes: tu política es el arte de comer mierda mientras sonríes. «Delicioso», dices con cara de estar probando un plato salido de la cocina de los mismos ángeles, mientras te llevas otro pedazo de excremento a la boca. Por eso te levantaste jubiloso de tu curul y abrazaste a tu compañero de bancada este 7 de abril, después de que habló a favor del desafuero de Andrés Manuel López Obrador.

Nadie tiene que decírtelo: la política es un negocio en el que hay haberes y deberes y todo favor que te hagan desde arriba debes pagarlo religiosamente. No puedes ignorarlo en este momento. Así has labrado tu porvenir. De ello depende tu futuro. Por eso este jueves, más allá de tus convicciones -¿tendrás acaso todavía en qué creer?-, era el momento de pagar viejas facturas. Te llamó tu gobernador, te marcó tu compadre, te lo recordó tu señora. Y así, este jueves, pagaste tu deuda sin dudarlo.

Tú lo temes: incumplir tus compromisos con quienes te designaron es, en el mejor de los casos, sacar boleto a la congeladora. Y, además, tienen tu expediente, es decir, tu reputación. Allí están con memorandos y fotos el recuento pormenorizado de tus pasiones, de tus negocios, de tus veleidades políticas. Es la hipoteca de tu futuro.

Llegaste a San Lázaro este jueves sabiendo qué votar. No tenías duda de qué hacer durante esos 10 largos minutos en los que deberías apretar el botón de tu sufragio. No ibas a cometer una pifia. Ni siquiera pensabas en ausentarte para ir al baño. Tú eres parte de la mayoría, y la mayoría no se equivoca. Yerra, sí, el que se opone a ella.

Te dijeron que eres hijo de Victoriano Huerta. Pero no te importa. Nadie mejor que tú sabe que el Chacal se equivocó no por asesinar a Madero y Pino Suárez sino por no haber sabido mantenerse en el poder. Su error no es haber traicionado a la República sino no ha- ber sabido ganar. De haberse conservado en el poder Victoriano Huerta sería el nombre de muchas avenidas y Madero y Pino Suárez apenas de pequeñas calles.

La historia, lo sabes, es tan sólo esa señora envuelta en la bandera nacional que salía en la portada de los libros de texto gratuito en los que estudiaste durante la primaria. ¿O -no lo recuerdas muy bien- acaso esa distinguida dama era la Patria? Está bien para ser mencionada en los discursos, pero no para sacar ejemplo de ella. Después de todo, la escriben los que la ganan. ¿De qué les sirven a los muertos sus estatuas? No yacen mejor en sus tumbas quienes reciben homenajes que aquellos a los que no se rememora. El santoral laico sirve para los escolares, para quienes abrazan una causa, para los que necesitan de una inspiración, pero no para ti. Los muertos, por más héroes que hayan sido, no ejercen el mando, no reciben obediencia, no chupan, no beben, no hacen el amor.

Tu política es asunto de los vivos. Y el centro de su quehacer es el poder. Quién lo tiene y quién carece de él. ¡Qué bueno que la historia absuelva!, pero a ti te tiene sin cuidado. Tú prefieres ser recompensado en vida.

Ahí está a tu lado Emilio Chuayffet, tu coordinador parlamentario, autor intelectual de la matanza de Acteal. Guía y ejemplo. Cierto, no llegó a ser presidente de la República, de nada le sirvió operarse para cambiar su voz o pretender elevar su estatura. Pero ha sabido sobrevivir y hacerse recompensar. Aunque tenga las manos manchadas de sangre, tiene el poder suficiente para que nadie lo llame a cuentas.

Tus compañeros de la pasada legislatura y tus camaradas de partido en la Cámara de Senadores votaron en 2001 en contra de la ley Cocopa y del reconocimiento de los derechos indígenas. Muchas voces advirtieron que se trataba de una traición de la que se arrepentirían, que estaban dando la espalda a los pueblos indios. Pero, a corto plazo, nada pasó con ellos. La vida siguió su curso.

La prensa te tiene sin cuidado. Tienes presente la máxima de la profesora Elba Esther Gordillo: «¿Acaso seré mosca para que me acaben a periodicazos?» Para ti, unas cuantas líneas ágatas en un rotativo significan muy poco, mucho menos que unos cuantos segundos en la televisión. En los medios electrónicos casi no importa lo que digas. Lo que hace falta es que aparezcas. «Te miré en la tele», dice uno, «te escuché en la radio», comenta otro. Pero nadie recuerda tus palabras.

¿Democracia? ¿Quién dijo que en tu partido quieren que haya democracia? Eso es una invención de los periodistas, de los politólogos. No, lo que necesitan es que les digan qué hay que hacer, por qué hay que votar. Nada más. Y ahora se los dijeron. Y tú, faltaba más, cumpliste. El mensaje que tú y tus compañeros legisladores comunicaron el pasado jueves fue una lección de unidad, de disciplina.

¿Quién te va llamar a cuentas por votar en contra de López Obrador? Los electores apenas y recuerdan tu nombre. Si acaso volverá a aparecer en una bole- ta electoral hasta dentro de tres años. En cambio, tu gran elector, quien te designó en el cargo, sí. El no olvida, tampoco perdona.

¿Y quién se cree ese López? ¿A poco por ir arriba en las encuestas no se le va a aplicar la Ley? ¿Desde cuándo los sondeos proporcionan inmunidad? ¿Quién es él para juzgarnos? ¿No estás tú defendiendo el estado de derecho?

Tú eres legislador. Encarnación de un poder soberano. Eso crees, aunque sean otros quienes te digan cómo ejercerlo. Se te olvida que la democracia no nace del estado de derecho sino de la apelación a unos principios éticos -libertad, justicia- en nombre de la mayoría sin poder y contra los intereses dominantes. Y en ese olvido está tu pesadilla.

Pero no te importa. El pasado jueves descorchaste las botellas de champaña para celebrar, jubiloso, con tus compañeros. Hace tiempo que no se escuchaban en Monterrey, en Guadalajara, en Lomas, en la Herradura o en Huixquilucan tantos corchos surcar los aires y estrellarse contra techos y ventanas simultáneamente. Lástima que el sabor de las burbujas no haya podido quitarte el gustillo a mierda que invade tu paladar.