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Cronopiando

La ética en la República Dominicana

Fuentes: Rebelión

Al margen de los orondos y vacuos discursos, de las puntuales soflamas con que gustan regalarse las orejas los accionistas de la moral, los mismos que nos discursean sus canallas bondades cada vez que requieren recuperar su estima delante de un espejo que no les escupa sus cínicas sonrisas, ¿qué se ha hecho de la […]

Al margen de los orondos y vacuos discursos, de las puntuales soflamas con que gustan regalarse las orejas los accionistas de la moral, los mismos que nos discursean sus canallas bondades cada vez que requieren recuperar su estima delante de un espejo que no les escupa sus cínicas sonrisas, ¿qué se ha hecho de la ética, de esa gran proscrita que se celebra e infama?

¿A dónde ha ido a parar la manoseada moral en una sociedad en la que la verdad, vedada en los medios de comunicación, tiene que manifestar sus dolorosos embarazos en los clandestinos silencios del rumor?

¿En dónde queda la ética, sí, la ética, esa desconocida que se niega cuanto más se invoca y se invoca cuanto más se olvida y prostituye?

¿Y a quién le importa, en definitiva, que hayamos convertido en triste y burda caricatura esas mínimas referencias que puedan distinguirnos como seres humanos, todos esos pomposos derechos que se desvanecen apenas se nombran?

¿Por qué extrañarnos de que se multipliquen los canallas sin conciencia que violan y asesinan niñas o que saldan a balazos sus filiales diferencias, cuando los adalides de tanto desarrollo viven de atropello en atropello, de violación en violación, sin que se resquebraje ni la pintura de la hermosa y civilista estampa que han construido para la historia, para esa gran patraña que asalariados devotos les recrean?

¿Quién es capaz de encontrar siquiera un rasgo que diferencie nuestras conductas de las que se acostumbran en la selva y que no sirva para resaltar la dignidad animal?

¿Qué queda de la ponderada ética, una vez se le descuentan los impuestos al valor añadido, los aranceles, los disimulos, las conveniencias y todos los demás cargos impositivos que acabarán condenándola al ostracismo o conduciéndola al suicidio?

¿Qué ética, que por tal se tenga y se respete, puede sobrevivir en un mercado, obligada a compartir escaparate y precio con los más viles y mercuriales intereses?

Lo que quedan son discursos, burdas peroratas destinadas al propio consumo, en las que nadie cree, mucho menos aquellos que las pagan.

Y bastaría, para saberlo, repasar la crónica diaria de mentiras impresas que a fuerza de repetirse ya parecen certezas y las creemos divinas.

Bastaría detenerse por un momento en la verdadera identidad de quienes hoy se erigen en baluartes de la virtud y que no resistirían el mínimo cateo a sus memorias, para entender qué se ha hecho de la ética, a que desgraciada condición se la ha reducido y cuántos impostores la conjugan en todos sus tiempos.

Si en nuestra sociedad todavía la moral disfrutara al menos del beneficio de la duda, habría que buscarla en los desagües de toda esta inmundicia, en las alcantarillas a donde nunca llega, por suerte, el flagelo de la demagogia.

¿Y para qué la ética? ¿Para qué procurar que nuestros hijos e hijas observen otros valores diferentes a aquellos que les deparen la relevancia y el prestigio social, además del imprescindible crédito bancario?

¿Cómo mostrarles referencias válidas, conductas intachables, cuando los medios de comunicación acostumbran a poblarse con tristes medianías casi siempre sirviendo de caja de resonancia a los defraudadores del erario y la vergüenza pública?

¿Cómo no van a ver con indiferencia en el mejor de los casos o con notoria admiración a sátrapas como Trujillo, si los hemos despojado de la memoria histórica, si a pesar de que nuestros discursos todavía repudien al tirano, no tenemos empacho en palmear las espaldas y estrechar las manos de sus sostenedores, de sus cómplices, de quienes se inventaron a Trujillo para poder medrar mejor en el anonimato?

¿Cómo pretender que se conmuevan ante la violencia y la repudien, si la sociedad que les estamos ofreciendo como paradigma de todas las virtudes, ha hecho del desmán una costumbre, del atropello una constante, de la impunidad un ejercicio, y de la muerte un accidente?

¿Qué ética, por laxa que sea, podría sobrevivir en el imperio de un caos que festeja la podredumbre, que condecora la iniquidad y recompensa el crimen?

¿Con que moral vamos a reclamar a quienes celebramos, con cínica costumbre, como futuro de la patria, la inquebrantable adhesión a sus pretendidos valores, cuando la hemos reducido a la dimensión de un pagaré, cuando nos falta tiempo para desprendernos de todos los bienes que constituyeran la República, cuando de tanto doblar la cerviz ante los intereses extranjeros hemos acabado confundiendo la frente con las nalgas? ¿De qué malbaratada patria podríamos hablarles sin que el sonrojo no nos desmienta?