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«Homo mexicanus»: La marejada autónoma

Fuentes: Alai-amlatina

No cesa. La marejada de movilizaciones contra la criminalización de los inmigrantes en Estados Unidos no se detiene. Sonrientes, miles de jóvenes toman las calles de imperio día con día, despliegan banderas mexicanas y no ofrecen resistencia al ser arrestados por la policía. Desobedientes, ignoran los llamados a no dejar las aulas que les hacen […]

No cesa. La marejada de movilizaciones contra la criminalización de los inmigrantes en Estados Unidos no se detiene. Sonrientes, miles de jóvenes toman las calles de imperio día con día, despliegan banderas mexicanas y no ofrecen resistencia al ser arrestados por la policía. Desobedientes, ignoran los llamados a no dejar las aulas que les hacen políticos, religiosos y maestros.

Comenzó el pasado 7 de marzo en Washington. Cerca de 30 mil manifestantes latinos se hicieron escuchar en la capital. Apenas 72 horas después, medio millón de personas marcharon en Chicago. Desde entonces, día a día, en grandes ciudades y pueblos pequeños, de costa a costa y de frontera a frontera, los inmigrantes han hecho que su voz se escuche fuerte.

Para las fuerzas conservadoras su pesadilla ha comenzado a hacerse realidad. Los trabajadores indocumentados reivindican en la calle un trato digno y derechos. Al hacerlo se han convertido en un actor incómodo que se metió de lleno sin invitación a la mesa de la política. Las reglas del juego han cambiado.

La gran tragedia de la derecha imperial es que padece la cuestión migratoria con enorme ambivalencia: para hacer funcionar su economía necesita trabajadores, pero llegan mexicanos; requiere fuerza de trabajo, mas cruzan la frontera personas de carne y hueso. Y hoy, esos hombres y mujeres han comenzado a decir que exigen que la situación cambie.

Hacía ya tiempo que el «homo mexicanus» se había convertido en sospechoso en espacios urbanos degradados por la pobreza, castigados por el crecimiento económico limitado, la deslocalización industrial y el trabajo precario. Las víctimas de la «walmartización» observan con suspicacia a los «mojados» venidos del otro lado del río Bravo. Y en esa mirada germinan la xenofobia y el racismo.

El mito del inmigrante problemático, conflictivo y delincuente creció dentro de Estados Unidos durante años facilitado por la parálisis de la diplomacia mexicana, pero también por la inacción de la izquierda. Los sin papeles son vistos como una competencia desleal por recursos escasos como trabajo estable, seguridad social y vivienda. Son los chivos expiatorios a culpar por la desestructuracion de los mercados de trabajo y la expoliación de derechos. Se les responsabiliza por la degradación de la convivencia y la inseguridad ciudadana. Se asegura que son una amenaza a la cohesión cultural y la democracia.

Pero no pueden prescindir de ellos. En la metrópoli, los brazos y la fuerza de esos millones de hombres y mujeres son necesarios de manera permanente y no un recurso temporal. Puesto que existe una profunda identificación entre trabajo precario y trabajo migrante, la labor de los indocumentados no es la excepción, sino la norma. Satisfacen la escasez de mano de obra. Aceptan salarios baratos y duras condiciones laborales. Están dispuesto a laborar horas extras y cubrir los turnos de noche.

Los emigrantes no son seres humanos. Son jornaleros agrícolas, lavaplatos, mucamas, barrenderos, trabajadoras domésticas, cuidaniños, albañiles, peones. Son fuerza de trabajo, no hombres. Su función es trabajar.

«Millones de personas están despojados de derechos porque no pueden ser ciudadanos en el país de residencia», escriben Setephen Castles y Alastair Davidson. Y, efectivamente, no son ciudadanos, sino extranjeros no autorizados, aunque reconocidos. Los ciudadanos poseen derechos que los hacen miembros plenos de una sociedad de iguales. Los sin papeles viven en una zona gris, intermedia entre la extranjería y la ciudadanía: no están autorizados, pero son reconocidos. Tienen familia, hijos que van a escuelas, un empleo fuera de su país de origen, pero no derechos equiparables a los de los ciudadanos. Establecen una especie de «contrato social informal» con sus comunidades de residencia.

En el mejor de los casos -como muestra el actual debate en el Congreso de Estados Unidos- son aceptados como trabajadores temporales adecuados a los requerimientos del mercado de trabajo y culturalmente asimilables. «Tenemos -dice el legislador republicano Bill Frist- que hallar una forma legal para que los empleadores encuentren a la gente que necesitan para mantener sus negocios funcionando y que siga creciendo nuestra economía». Es decir, a quienes han cruzado la frontera se les niega su propósito. Un inmigrante es alguien que tiene un proyecto de establecerse -por un tiempo o por toda su vida- en el país al que se traslada. En cambio, el trabajador huésped no debe aspirar a la residencia estable.

Pero, ahora, los inmigrantes exigen ser personas y no sólo fuerza de trabajo. Reclaman derechos y un trato digno. Y, al luchar por ello, han mostrado que su condición de excluidos no los condena a la debilidad política. La amenaza de la deportación no les impide movilizarse. La privación de bienestar material no los encadena a la inacción. Las protestas los han convertido, aún más de lo que ya eran, en un actor político innovador.

El movimiento de los sin papeles, al igual que los fenómenos migratorios, son hechos autónomos. Los primeros han sido gestados al margen de partidos políticos y actores externos, y se han dado su propia e insustituible representación. Los segundos se desarrollan de forma indiferente a las políticas de los gobiernos y no pueden reducirse a las leyes de la oferta y la demanda.

Ciudadano de frontera, el «homo mexicanus» (junto a inmigrantes provenientes de muchas otras naciones) llevó a Estados Unidos como ofrenda diversos correctivos comunitarios nacidos de sus fuertes lazos comunitarios y familiares. A ellos ha añadido ahora, una vigorosa reivindicación de dignidad y una fuerte inyección de savia cívica. Ha levantado, además, un sano torbellino de autonomía.